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Pérez-Reverte, un fascista ‘de cojones’
(por usar el lenguaje que le gusta)
RAFAEL CHIRBES. Diarios: A ratos perdidos
“21 de noviembre / 2004
Cabo Trafalgar, de Pérez-Reverte. Otra forma de espíritu: revolución en el casticismo. Al parecer resulta excelente, no sé si correcta, no entiendo de eso, ni me he documentado, la reconstrucción de las batallas, el novelado de la terminología bélica y marinera. Eso dicen los críticos. Pero, y el pero es muy grave (y tiene que ver con lo que ayer escribía acerca del espíritu moderno y las diversas formas de entenderlo), el artefacto me produce repelús, un sentimiento de rechazo que, a medida que avanza el libro, roza la indignación. Me resultan insoportables los diálogos, que apenas ayudan a construir a los personajes; o, más bien, los destrozan. Pérez-Reverte está convencido de que como novelista puede hacer lo que le salga de los cojones (por usar el lenguaje que le gusta) y le brinda al lector un descabellado recital de lenguaje macarra, lenguaje de corte «vallekano», pura movida madrileña en boca de estos pobres hombres que tomaron sopas en el siglo XVIII, y, sin salirse de ese arbitrario espacio –por otra parte es lo suficientemente ancho–, ofrece un esperpento de rancio españolismo levantado en armas frente a lo gabacho, una forma de variante de Torrente, el brazo armado de la ley, en la que no faltan toques de lo que conocemos como prensa del corazón.
Algunas frases que dicen los personajes: «una cosa discreta, sufrida, fashion» (pág. 36); «como los enanitos del bosque, aibó, aibó» (pág. 39), «el pifostio» (pág. 51), «les meto a los ingleses... un gol que se van a ir de vareta» (pág. 68), «¿Cómo se dice poca picha en gabacho?» «Poca piché»(pág. 71), «¿cómo lo llevas, curriyo, pisha?» «Fatá, compare...vaaaag» (pág.81), «Toma candela yesverigüe fandango, pa ti y pa tu primo. Tipical spanish sangría. Joputa. Yu understán?» (pág. 89), «la cosa está más claire que la lune, mon ami Pierrot» (pág. 99), o «Que se me tombe par terre la chorra...»(pág. 100).
Horacio Nelson, en el texto, se nos presenta como «un marino de pata negra», un «Jabugo de los mares». En la construcción del esperpento patriótico, da todo igual, pata negra o «Nati Mistrati» (pág.
168), el«zipizape» (pág. 215), o el camarero que dice «¿Oído barra?»
(pág. 95). Churruca se casa con un yogurcito de buena familia, y los hay que «cantan latraviata» en la página 140. Y a eso los críticos sesudos lo tratan como novela histórica. «Yes, verywell.» El autor es académico.
El artefacto va dirigido a un público de ideología (llamémoslo así) tan confusa como la que mueve las hinchadas de los campos de fútbol, vagamente irritado por el injusto trato que le da la vida, y tocado en sus valores patrios por algo que ha roto con lo que se supone que hubiera sido su buena vida de siempre: hay xenofobia (antigabacherío) y vindicación de la España de siempre: populismo de la España de los de abajo, siempre traicionada. Y el texto se abre a una profusión de proclamas contra la modernidad, y –de nuevo– a favor del pueblo irredento al que castigan, roban y desprecian unos señoritos finos amariconados y afrancesados. Lo dicho: Reverte derrocha dosis de populismo y demagogia. Aunque (y aquí entra la tradición interclasista del franquismo: escribimos después de ese huracán) los conceptos de «Valor» y «España» pueden unir a los de arriba con los de abajo. Así, Marrajo, el delincuente enrolado a la fuerza, quiere matar al teniente Macua, que fue quien lo capturó en la taberna y lo embarcó, pero acaba admirándolo, y peleando consigo mismo y contra los ingleses para ser un héroe como él. Al fin y al cabo, Marrajo y Macua son buenos españoles los dos. En el fragor de la batalla, Marrajo sube al palo mayor envuelto en la bandera española y abrasado por la rabia que le produce la muerte de un jovencísimo guardiamarina. El espíritu de sacrificio y el afán de redimir los viejos delitos lo llevan a una plusvalía de heroísmo, al éxtasis patriótico: se envuelve en la bandera española y se exhibe frente al poderoso tres puentes inglés («perros, hijos de la grandísima puta, aúlla») y trepa por los obenques, y, mientras «todos los ingleses del mundo y la perra que los trajo» disparan, él alcanza la cofa, desde cuya altura, grita: «¿Y sabéis lo que os digo, casacones jodiospolculo?... ¿Queréis saberlo? ¡¡¡Pues que me vais a chupar el cipote!!!» (pág. 252). En ese instante, «desde el navío inglés llega el clamor de los enemigos que lo vitorean» admirados ante tanto valor: página 253, y fin de la novela. ¿A que uno no se puede creer que alguien se atreva a escribir eso? Pues él lo ha escrito, y los críticos lo han alabado.
Ni siquiera en los años cuarenta del pasado siglo los novelistas del régimen se atrevieron a redactar un capítulo en ese tono (a lo mejor sí, las historias de la literatura no lo guardan y yo no lo recuerdo). Algunos se acercaron a eso. Tampoco sé si el guiño que Pérez-Reverte quiere hacer, con esta España madrastra que castiga a sus hijos, lo es a Galdós, y a los Episodios nacionales: en cualquier caso este Trafalgar resulta un exponente de cómo el franquismo –que heredó lo peor del primorriverismo, el populismo borbónico, el cuplé patriótico y el flamenquismo del que se queja Corpus Barga en sus memorias– se ha colado en la mirada de lo popular, apropiándose de ella. En la literatura española de después de Franco, cualquier novelista decente tiene que triturar previamente el tópico para reconstruir lo popular. No se puede incorporar lo popular desde una supuesta inocencia. Es necesario abrir un paréntesis. Cabo Trafalgar de Pérez-Reverte no es Trafalgar, de Galdós, ni el heroísmo de sus personajes es el de los soldaditos del Imán, de Sender, ese libro excelso escrito contra Dios, la Patria, el Rey, el Ejército que los defiende y la puta que los parió a todos ellos.
Está más cerca de Pemán y, si estuviera mejor escrito y con más inteligencia, de García Serrano, de la novela militar de la posguerra civil (o de las humoradas de aquel Álvaro de Laiglesia, director de La Codorniz). Es un fruto tardío del franquismo, en la medida en que lo es el Torrente de Santiago Segura, o buena parte de lo grunge que ofrece El País de las Tentaciones, o los chistes de fósforos del locutor Carlos Herrera con su sevillanismo de cuartel posprimorriverista.
Leyendo Cabo Trafalgar, cobra urgente actualidad ‘La gallina ciega’, de Max Aub. Ha ocurrido algo irreparable en la historia de España que no admite la espontaneidad, la inocencia; que exige cirugía al enfrentarse a ciertos temas, a ciertas formas. Digamos que parece que, después de Franco, ya no es posible un Arniches. La bonhomía popular que los franceses de mediados del siglo pasado encontraron en gente como Pagnol, o los italianos con el Don Camilo de Guareschi, aquí no cuajó. No podía cuajar. No hay arnichismo popular contemporáneo que no venga corrompido por el franquismo. Lo que me escandaliza de los personajes de Pérez-Reverte no es el lenguaje, ni los anacronismos que usa como chiste, sino lo que ese lenguaje traduce: los modales, el tipo moral a quien corresponde. No, no soy Virginia Woolf rasgándose las vestiduras por cómo hablan los personajes del Ulises de Joyce. Soy solo yo, que oigo el Viva España de los campos de fútbol, el Puto Valencia de los alicantinos, el moro hijoputa, o Catalán Polaco, o el rájalo, y tiemblo porque sé que ahí se incuba el huevo de la serpiente del fascismo que venga. Y esas son las maneras que homenajea Pérez-Reverte en su cuento, ese, y no el de Galdós, es el pueblo que le gusta: las agallas de Marrajo, a quien le da una pájara que no puede explicarse, una borrachera bélica, de la misma índole que la que le da al hincha que se encuentra arropado por la peña en el campo de fútbol. El gesto de Marrajo es justo el contrario del que lleva al Santiuste de Galdós a despreciar la guerra (qué delicadeza, qué sensibilidad en el tratamiento de todos los personajes galdosianos, cómo indigna que este Trafalgar de Reverte pueda asociarse con el del maestro), nada que ver con los soldados de Imán, con la rabia de su protagonista cuando le pone en la teta la banda a la cupletista con el latón de la medalla, basura patriótica. Sus posiciones morales son contrarias. Reverte escribe para los herederos de los oficiales africanistas que retrata Sender. Su modelo, más que Galdós, sería el Pedro Antonio de Alarcón del Diario de un testigo de la guerra de África, y ni siquiera, porque Alarcón tenía una elegancia que conseguía que el propio Galdós hablara de él con respeto, y, además, el escritor africanista expresa en su libro una ambigua relación con lo moro; el mejor antecedente literario suyo son los discursos patrióticos de Primo de Rivera padre, o los de Queipo en Sevilla con su perfume a coñac de garrafa. Desde luego, que a nadie se le ocurra buscarle antecedentes en las novelas de guerra de principios del siglo XX: Barbusse, Kraus, Remarque, Céline, o el propio Sender. Reverte se nos muestra como un atleta olímpico, campeón en el gran salto atrás. Hacer tragar como moderno lo que la historia había convertido en detestable residuo arqueológico. ¡Ah! Y repito: la crítica sesuda ha comentado favorable, e incluso admirativamente, el libro. ¿Alguien puede venir a explicármelo?”
[Fragmento de: Rafael Chirbes. “Diarios: A ratos perdidos 1 y 2”]
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Gracias, Luis, por compartir esta aguda y extraordinaria disección del testosterónico "pata negra" y su novelada arenga fascistoide.
ResponderEliminarQué placer contemplar el firme e incisivo bisturí de Chirbes en acción. Un referente indispensable que conviene releer de vez en cuando y tener siempre presente.
Salud y comunismo
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ResponderEliminarComo bien dice Chirbes, las palabras no son inocentes y tienen sus significados y valores, que no son precisamente neutrales ni universales, sino de clase. Creo que viene a cuento esta reflexión de Machado:
“Las palabras, a diferencia de las piedras, o de las materias colorantes, o del aire en movimiento, son ya, por sí mismas, significaciones de lo humano, a las cuales ha de dar el poeta nueva significación. La palabra es, en parte, valor de cambio, producto social, instrumento de objetividad (objetividad en este caso significa convención entre sujetos), y el poeta pretende hacer de ella medio expresivo de lo psíquico individual, objeto único, valor cualitativo. Entre la palabra usada por todos y la palabra lírica existe la diferencia que hay entre una moneda y una joya del mismo metal”.
ANTONIO MACHADO