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LA GALLINA CIEGA
MAX AUB
23 de agosto (1969)
Aeropuerto de Barcelona. Desierto. ¿Por ser sábado? Nadie. Hemos entrado como en nuestra casa. Nadie nos ha preguntado nada. La verdad es que no llegábamos más que seis u ocho desde Roma. Miraron mi pasaporte, como si tal cosa, preguntó algo la joven a su jefe, porque, efectivamente, había retrasado la fecha del viaje y habían anulado el permiso anterior. El superior hizo un gesto quitándole importancia. Ni siquiera nos abrieron las maletas. Pero no estaba Luis, que nos tenía que venir a buscar para llevarnos directamente a Cadaqués. La verdad es que llegamos en punto y no tardamos en salir.
Nadie queda en el hall del aeropuerto nuevo que brilla por todas partes: sobre todo el suelo. Salgo. Única diferencia con Roma, Londres y París: aquí las puertas son electrónicamente corredizas. Ninguna emoción. Y, sin embargo, en estos llanos filmamos muchas escenas de Sierra de Teruel, de por aquí son —o deben de estar enterrados— los campesinos que fotografié para escoger los figurantes de la película y cuyas copias llegaron no sé cómo a México y me dieron tanto juego: los unos como padres de Jusep Torres Campalans y los demás en las guardas de la edición del script. El campo —los campos— bien roturados, de todos colores; del siena al verde, todos los tostados de agosto.
Estas sierras grises, azules y malvas que en mala noche vi llenarse de luces —sin cuidado ni miedo de que nos dispararan— del ejército conquistador… (—¡Vámonos! ¡Ligero! ¡Vámonos!).
Por la misma carretera. No, la misma no, y sin embargo, la misma, casi igual, casi tan repleta, bien asfaltada y —a trozos— lo suficientemente ancha para correr. Esos rascacielos universales, esos bloques a ambos lados de la carretera, idénticos en México, en París, en Roma… La técnica, la arquitectura, las comunicaciones rebajan el mundo a una misma estatura.
No pasó nada: pasamos como si nada. Dijeron que estaba bien. Estampilló el pasaporte. Luego, eso sí, la vi inclinarse hacia un teléfono pero nunca sabré si fue para señalar mi paso. Si así sucedió, desde luego nada me lo hizo presente.
23 de agosto… Treinta años… Treinta años justos, hoy, del pacto Hitler-Stalin. Estamos sentados, solos, en el enorme hall nuevo del aeropuerto esperando a Luis. Tardará media hora. Treinta minutos. Treinta años: el boulevard Montparnasse, más allá de la Coupole, en la terraza de un café: Ehrenburg y yo. Ya lo he contado no recuerdo dónde:
—¿Qué vas a hacer?
—Marcharme.
—¿A dónde?
—A Moscú.
—¿A qué?
—A que me fusilen.
Mentía. Ni fue ni lo fusilaron.
Por la tarde, Malraux.
—La revolución, a ese precio, no.
También lo he escrito. Y, por pura casualidad —¡oh, manes del surrealismo!— a los 30 años, día por día, nos vamos por la carretera de Francia. Cadaqués, a ver a Dalí, el traidor. La indina: Gala, responsable según todos, pero sobre todo Buñuel:
—¿Sabes que un día, aquí, la quise matar?
Es cierto: por poco la ahoga en la playa. (—Y la niña, su hija, debía tener doce años, corriendo por las rocas detrás y Dalí suplicando: No, no). Mañana, cuando, de lejos —ella bajando la escalera de su casa recoveca— la salude y le diga:
—Luce joven.
Me contestará:
—Toi, toujours avec tes cochonneries.
¿Por qué? Lo dije por las buenas: debe de tener setenta años, aparenta veinte años. ¿Hasta qué punto influyó en la vocación comercial de Dalí? ¿Por qué no en Ernst? ¿No será porque Salvador llevaba en su sangre catalana y de hijo de notario una feroz predisposición a hacer fortuna a costa de sus dones?
La carretera de Francia… Granollers… Todo nuevo, seguramente hasta los árboles, o serían mayores —como los de Figueras y los de Enero sin nombre o, mejor dicho, el de Enero sin nombre. Veo una España que ya no existe: todo revienta de sol, de colores vivos, de alegría. ¡La plaza de Figueras!
—¿Queréis subir al castillo?
—No, gracias.
¿Va a ser así todo el tiempo? Seguramente no. Me tendré que acostumbrar. Sin eso no se podía vivir. Nadie viviría aquí alrededor. Las calles están llenas. La gente corre, anda, llena las aceras y las calles. Nadie se acuerda. Luis no se acuerda. P. no se puede acordar. El Castillo de Figueras: la última reunión de las Cortes. El discurso de Negrín. Y luego, al día siguiente, en las salas abandonadas, aquel cajón, lleno de billetes de banco y, contra la pared, aquel mapa en relieve, de yeso coloreado, aquel mapa de Etiopía en 1939, y desde la ventana, la riada por la carretera y por los campos, y ya cerca del horizonte, un campo llano —debía de ser un aeródromo— bombardeado y la ciudad, bombardeada. Y, luego, al bajar, Ramón Gaya y su mujer muerta. Ramón Gaya, tan buen pintor y al que le han hecho pagar todas sus tristezas con silencios.
—No, gracias.
—¿Estás cansado?
No estoy cansado. Llevamos cinco horas de Barcelona aquí. ¿Qué habrá? ¿Ochenta o cien kilómetros? Por los «tapones» de la supercarretera sólo ancha de cuando en cuando. Todo es cuestión de tiempo.
Luis es encantador, amable, servicial, me trata como si yo fuese un objeto de lujo, que se pudiera romper.
El Ampurdán es otra cosa. Al Ampurdán, piedra y olivo, gris y verde, no lo han cambiado. Tampoco la Barcelona que atravesamos por la Diagonal (no sé cómo se llama ahora), ni los edificios de la Exposición, sólo más sucios, tan viejos como las casas que conocí, evidentemente con treinta años menos, pero no es razón para que estén podridas de humo, de polvo, de mugre, de lo que sea, que las envejece como si les hubiese caído un siglo encima.
Sin contar que para las ciudades vivas envejecer es remozarse. No pasa la primavera de los años verdes más que para los hombres.
Enormidad de gentes, enormidad de coches, tan pequeños que las personas parecen más altas, más gordas; desde luego, lucidos. Mucho francés, una enormidad de coches de matrícula francesa y más mientras nos acercamos a la frontera; nunca vi tantos, ni en Francia.
Extraña sensación de pisar por primera vez la tierra que uno ha inventado o, mejor dicho: rehecho en el papel. No es la carretera de Enero sin nombre sino otra, paralela. Pero puede ser la de El limpiabotas del Padre Eterno. Existe. No la inventé. O, sí, la inventé con sólo levantar la cabeza. Antes no era así. Es la primera vez que voy y vengo por aquí. ¿Antes? Era otra vida.
Íbamos hacia Cadaqués y Luis quiso que comiéramos en un viejo mas; que él sabe de eso. Queda la casa en una hondonada, a la derecha de la carretera; el edificio rústico es preciso, amplio, bien decorado, con toda clase de elementos de labranza a mano para que la gente no olvide que come de su mismo sudor: azadas, zapapicos, palas, ruedas, rejas, rastrillos, que son elementos tan buenos como los mejores para decorar paredes encaladas. Panes enormes —de huerta, decimos en Valencia— morenos, con su harina, como polvo de arroz, sobre su superficie tostada, abren surcos en el paladar; los manteles rojos convidan, los olores abren en canal. Pero no hay dónde sentarse y tenemos que echar a andar de nuevo el coche en busca de otro lugar. Cualquiera nos parece bueno por el goloseo; pero nuestro anfitrión conoce sus clásicos y no paramos hasta Sils, en el Hostal del Rolls (no invento ni inventaré), a la izquierda del camino, donde de pronto nos hallamos ante un monte de salchichones, butifarras, embutidos, longanizas, morcillas de todos tamaños, durezas, colores y gustos, tantos que después todo sobra, mas para seguir ahí están, tranquilos, suaves, gustosos, partiendo plaza, el pan y el vino de la tierra y el conejo…
Podrán no construir —construyen, a la vista está—, desaparecer regímenes —no desaparece—, pero España desde que hay vacaciones pagadas tiene agarrada a Europa por el estómago y no la soltará ni ésta querrá librarse. Único país (tal vez con Bélgica) donde todavía —de nuevo— se come como hace más de medio siglo platos hechos de verdad, no para paladearse sino para eructar; sólo en el sur de Francia, pero allí en cantidades menores y por mucho más dinero. Comprendo el imán que tiene para los alemanes el sol, el vino —regular y regalado—, el aceite al que se acostumbran quieran o no. Lo mismo les da aceite o trabajadores, langostas o criadas. No acabará mientras no varíen otras cosas, que no llevan ese camino. Todos contentos. Saliendo de Figueras la carretera se estrecha, sube. Serpentea. Todo es piedra. Mueren los árboles. Allá a lo lejos, abajo, enorme, azul, tranquila, suave, destrozada en sus bordes: la bahía de Rosas y el pueblo, que fue pequeño y casi nada, rodeado de rascacielos. Se traspone. Cadaqués. Cadaqués, lleno de gente. Cadaqués: su centro pequeño, su playa pequeña, su puerto pequeño, sus barcas pequeñas, sus bares pequeños y todo revuelto y roto por la música, la misma de París, la misma de Londres, la misma de Nueva York. Altavoces, gritos, movimientos aunque ahora nadie baile. Sábado a todo meter y beber.
El hotel, si hotel se puede llamar al parador, hostería o lo que sea, en la plaza, frente a la playa, frente a los bares, frente a los cafés, la terraza entre tiendas de curiosidades, llena de jóvenes diestros y ambidiestros, de calzón corto y de calzón largo, con camisetas de todos los colores, rojos, verdes, amarillos, azules y todos hablando francés. Nos llevan a una habitación imposible: enorme, altísima de techo: rara hasta más no poder. Un cuarto de baño improvisado con azulejos de quién sabe dónde y puestos de cualquier manera. Tablas en vez de armarios. Telas colgando. Todo con cierto gusto. Y el ruido y la música que llegan de la calle, del bar, del salón (¿cómo llamarlo?) que lo invaden todo y las bocinas, mejor dicho los cláxons. Bulla. Bullicio de vacación en grupo, de olvido; vocación de sol y vino. Bajamos. Vamos a cenar a casa de Carmen. Una casa nueva, nueva, nueva, encantadora. Una cena espléndida (¿para qué repetirlo aunque no lo haya dicho?). Parece que querían que cenáramos nosotros con los García López —Pepe García y Carmina Pleyán— para que pudiera hablar con este excelente profesor de literatura. Pero irrumpen, habla que te habla, dando saltos y abrazos Gabo García Márquez, gordo, lucido, bigotudo. Y la Gaba.
Gabo: —Todas las mañanas pienso en México, antes de desayunar.
Una cosa es la sopa de pescado y otra la sopa de peix. No se trata de los ingredientes sino de la geografía (una la bourride y otra la boullabaisse).
Sopa de peix de nuestra primera noche española, en casa de Carmen y de Luis: ¡qué lejos de cualquier otra sopa de pescado! Tal vez ahí también, ¡oh Gabo y compañía!, tenga su lugar e influencia la lingüística… Desde luego nada tiene que ver aquí la amistad. No. Sabe de otra manera. Tal vez las rocas de la punta Oliguera o de la punta Prima o de la Cendrera aticen la gula, den sabor y gusto nuevo, alargándolo. Copia de sazones…
La Feltrinelli, como el azogue. Luis Romero, dedicado a la historia, rubio, simpático; tan simpático como su mujer. La gringa simpática. Todos contentos de verme, sin hacerme el menor caso, tal como se debe. Los niños, múltiples, adorables, como en todas partes. Tal vez menos huraños aquí. Y el inevitable:
—¿Qué piensa de España?
—Un país en el que el régimen ha conseguido —¡por fin!— que los catalanes hablen francés.
—Un Saint Tropez de vía estrecha.
Le recuerdo a Gabo que hoy hace treinta años que se firmó el pacto germano-soviético. Para él lo que importa es Checoslovaquia.
Salimos al balcón, los balcones: el mar, la noche. Tiempo dulce. Maravilla.
Hablan y hablamos. No hay manera de oír, sí de entenderse.
—Estaréis cansados.
En el hostal, puros jóvenes impuros haciendo ruido, si agradables de ver, desagradables para el sueño. Sus padres deben andar por sus provincias. En vez de guerras, vacaciones. «El mundo adelanta que es una barbaridad».
Ni siquiera pienso en que ésta es mi primera noche en España desde hace más de treinta años. Además: ¿esto es España?...”
(continuará)
[ Fragmento de: Max Aub. “La gallina ciega” ]
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