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LA GALLINA CIEGA
MAX AUB
(...)
28 de agosto (1969)
Ya no hay limpiabotas en España: se fueron a Francia y a Alemania y aun a Inglaterra a servir de camareros y a mandar dinero a la familia como antes se iban a Cuba o a la Argentina. Ya los españoles no se ven con las botas tan relucientes. ¡Qué tristeza! Esos pies que parecían de charol, esos chasquidos de los trapos sobre las punteras ¿a dónde fueron?
—¿Hablas en serio? Si tanta falta te hacen, todavía puedes encontrarlos si vas a la Plaza del Rey…
La editorial Ariel. Gran imprenta normal. Simpáticos. Llegamos sin dificultad a un acuerdo. Me llevan a paseo —dulce turismo— por el Tibidabo y Montjuich. Me defiendo hasta donde puedo —no es mucho— de los recuerdos. Aquí sí viví lo que escribí, y más. La Exposición, los jardines, los estudios. ¿Cuántos años en Barcelona? Sólo quince, y a ratos. Exactamente la mitad de los treinta que falto. Cuarenta y cinco años hace que anduve por vez primera por estos cerros. Los jardines de Le Forestier, el agua corriendo… La ciudad allá abajo, como tantas veces la he retratado. La misma luz, idéntico mar. También yo, igual a mí mismo. ¿Dónde las canas? ¿Dónde los años? Todo es ver sin verse a sí mismo. Nunca se ve uno, los espejos engañan «que es una barbaridad». La historia también: el sol espeja igual y hasta Colón no ha cambiado de postura.
Aquí, Companys… ¿Y qué? También Ferrer y Goded. ¡Bah! El agua, corriendo, es la misma, y la vista. Sigo tan miope como lo era.
Por la tarde, otra editorial: Aymá y socios. Finos, amables. A ver qué hacemos. ‘Las buenas intenciones’, ‘La calle de Valverde’ se venden poco.
—A la gente no le interesa demasiado la guerra.
Sender se vende mejor. Lo siento pero no puedo llorar. Quieren publicar ‘Campo del moro’, Tampoco les arriendo la ganancia, es cierto que los libros acerca de la vieja contienda no se venden. ¿No será que venden sus libros —bien editados desde luego— demasiado caros?
A la caída de la tarde, Zoé ¡quién diría que tiene treinta años más! Cena con María Luz, en un restorán tristón con buena vista, sobre las Ramblas.
Las Ramblas, desconocidas, a pesar de no haber cambiado. Pero, sí. No sé en qué. Sí: han cambiado. Me las han cambiado. Yo, no. Ahí: la raíz del mal: yo, anquilosado. ¿Cómo puedo ponerme a juzgar si estoy mirando —viendo— lo que fue y no puedo ver, más que como superpuesto, lo que es? Tengo que hacer un esfuerzo. Tendré que hacerlo, a cada momento, no olvidarme de la fecha, del tiempo pasado. Matar los recuerdos. No he venido a eso sino a trabajar en lo que fue (uno) y ver, por mi gusto, lo que es (dos). No a relacionarlo. Y es lo que hago en todo momento, sin remedio.
En el hall, ya esperándonos, aunque llegamos a la hora, un viejo amigo, representante que fue de mi padre; socialista que nunca tomó partido abierto; pequeño industrial, hoy retirado. Afines, siempre nos llevamos bien. Le llamé por teléfono. Quedó viudo hace diez años. Se me había olvidado. Sus hijos están casados, el uno en Francia, el otro en Madrid. Vive en un pueblo cercano. Lee. Oye la radio francesa. Hablamos del pasado. De los que ya no son. Del sesgo de la historia. Me sorprende —me alegra— oírle al tanto de los sucesos, reviviéndolos. Es la primera vez que, aquí, me sucede: todos interesándose en lo suyo; a lo sumo, por lo mío.
—El que no se entera es porque no quiere. Se consiguen todos los periódicos. En general no es que no les importe sino que se contentan con lo que tienen.
Miré la hora, por un momento había olvidado que estaba en España. Quedamos en volvernos a ver a mi regreso de Valencia. Nos abrazamos. Nos miramos. Tenía los ojos vidriosos. Quería decirme algo; no pudo. O, tal vez, no quería. Para el recuerdo le llamaré Vicente.
Cena con Luys Santamarina, José Jurado Morales y su mujer, con P., claro. Luys sigue tan o más agresivo para esconder su ternura.
—¡Buen besugo estás hecho!
—Cara de tonto ha de tener.
Seco. De palo. Cuando se enfada, su cara enjuta, de ojillos agudos y secos, le da expresión de busto romano.
Nos sirven en la parte alta del café donde suelen reunirse, en lo que fue y continúa siendo todavía, Cortes, a cien metros del Oro del Rhin, café que mañana cierran «para reformas» y que hasta hoy está todavía igual que en Campo cerrado. El mismo Oro del Rhin donde nos reuníamos hasta hace treinta y seis años. Pregunto por los comensales de que me acuerdo. Como es natural, la mayoría ha muerto.
Viene la conversación, normalmente, hacia aquellos tiempos y lo sucedido después. Hablamos un poco aparte Pepe Jurado y yo de los muertos de nuestro lado. Surge el nombre de Ciges Aparicio, como gobernador de Palencia, y Luis que sólo oye «fusilado», dice:
—Bien fusilado estaría.
—¿Ciges Aparicio?
—No. Ése no.
—¿Y Carballo? (Carballo era gobernador civil de La Coruña, compañero de Ayala y de Medina. También fusilaron a su mujer).
—O también me vas a contestar, como Dalí, cuando se enteró de la muerte de Federico: «¡Olé!».
—No. Pero perdisteis.
—Sí. Y tú ya no eres nada ni eres nadie y has escrito unos versos que he reproducido en una historia de la poesía española contemporánea, de los que tal vez te acuerdes.
—Sí. ¿Y qué?
—Que habéis hecho de España un conglomerado de seres que no saben para qué viven ni lo que quieren, como no sea vivir bien. Franco ha hecho el milagro de convertir a España en una república suramericana…
Le brillan los ojos:
—¿Es que crees que si…?
Subido en su furia. Nos miramos. Callamos. Sonreímos. Nos echamos a reír.
—Maxito, Maxito…
Y yo: —Luys…
Nos damos cuenta de lo absurdo de la situación y de que no tiene remedio. Nos apretamos los antebrazos. Cambiamos el rumbo. Medina, Chabás, Salas: la tortilla de patatas, la calle de Escudillers, el Paralelo, las madrugadas…
Recuerdo que una de las normas que establecí antes de tomar el avión, en Roma, fue traer a cuento la comida o la bebida para salir de cualquier trance apurado. No ha sido el caso, la tortilla llegó rodada, atada a los recuerdos, de cómo descubrimos que el vino de Jerez era un resultado del sol sobre las cepas alemanas traídas por Carlos I de Alemania y V de España…
De todos modos, no se restablece la cordialidad perdida. Demasiada sangre, demasiados muertos, demasiada cárcel. Y, tal vez, sobre todo, demasiados años. Luys está hecho un palo, no ve bien, oye mal y yo, tal vez, tenga ya las fontanelas demasiado cerradas para poder aceptar, como un triunfo, el que viva de una mediocre bicoca oficial, él, que soñó ser general en jefe de las tropas de ocupación españolas sobre la tierra conquistada de Cataluña. Ahí, a cien metros, hace más de un tercio de siglo, cuando nos reuníamos, a tomar café, en el que hoy han cerrado un poco como las universidades, las iglesias, las fábricas y las fronteras para ver qué hacen con esta España nueva, híbrida, que les ha salido a los tecnócratas, banqueros y obispos conciliadores y con la que, a primera vista, parecen no saber qué hacer, desbordados por el afán de diversión, de buen vivir, el destinte del turismo, de los bikinis, del francés, del inglés, del alemán, de las minifaldas, de los bares, que los sumerge y fuerza a fabricar una España con la que nadie contaba. Una España descolorida y cada vez más coloreada «sicodélicamente» en sus contornos de buen ver y que sin embargo sigue, como siempre, en el puño del ejército.
No llevo una semana aquí, es verdad, pero no reconozco nada. Estoy como el hotel donde viví tantos años ahí, a dos pasos, en la plaza de Cataluña: derribado, vuelto solar. Todavía no han reconstruido nada de él. Vacío. Resguardado por unas bardas de ladrillo desconchado. Me siento carcomido. Barcelona, ciudad triple, tan clara en los mapas: la ciudad medieval, la ciudad decimonónica, el ensanche sin límite de nuestro tiempo. De nuestro tiempo, no del suyo. Y esta Barcelona fabril y trabajadora, culta a la francesa, pero ante todo catalana, por lo menos tal como la conocí, esa Barcelona donde, sin querer, en muy pocos años, aprendí a hablar el catalán que no hablé nunca en Valencia; esa Barcelona orgullosa de su lengua, de su Renacimiento, de su arquitectura tan personal —y horrenda—, esa Barcelona que encuentro hablando español, como si tal cosa y si, por ser agradable, empleo el catalán, a los tres minutos volvemos a caer —no por mí, por ellos— en el castellano. No lo digo ni en bien ni en mal. Tal vez pase aquí como allá enfrente, en Israel, y los niños vuelvan a aprender el idioma olvidado de sus padres.
Sufre el bueno de Pepe. Quedó aquí —¿por qué no?— como tantos, republicano tibio, triste; sobreviviente callado, intentando no manifestarse, escribiendo versos que no le hacen daño a nadie, publicándolos por su cuenta; siempre a la sombra de Luys, por si acaso la policía o una mala lengua le denunciaba por lo que era: una persona decente; y por la amistad verdadera que les une.
No se puede decir que la cena haya sido un éxito. Pepe vendrá a verme mañana, solo. Nos lleva al hotel, en su coche, uno de esos innumerables coches pequeños que sólo empiezan a funcionar bien a los seis meses de uso, según me dice, cuando ya los han ajustado y hecho desaparecer las fallas de montaje, del montaje nacional.
La gran discusión había llegado de pronto, casi a los postres, al hablar de las novelas de los más jóvenes y alabar yo, sin segundas, El Jarama, de Rafael Sánchez Ferlosio. Luys se disparó, frenético:
—¡Es una porquería! Un asco. No sabe escribir. Leí cincuenta páginas y tiré asqueado el libro. Se lo dije a su padre. Estaba de acuerdo.
Recuerdo su amistad con Sánchez Mazas, su admiración por ese adlátere: falangista de primera hora como él, adorador del castellano más rancio; Rafael —tan delgado como Luys— en Bilbao, rodeado de separatistas (y banqueros) y Santamarina aquí, rodeado de catalanistas (y banqueros). Más puro —mucho más— Luys, con menos nombre. Ambos acabaron igual: honrados y varados, apestados. Pero lo pienso después, después de haberle cantado las cuarenta subido en la indignación de mi verdad:
—¡No tienes remedio! ¡Hasta el juicio crítico has perdido! ¿Conque mal escrito? Estás en Babia. No. Desgraciadamente, no. Ahí tienes: es el resultado normal de la obnubilación a que os ha llevado el régimen. ¿Conque El Jarama te parece malo? ¡Qué será entonces todo lo demás! ¿Qué te gusta?
—¡Su padre! Ése sí era un escritor…
Otra vez me doy cuenta. ¿Para qué discutir? Miro a Luys. Me mira fijo, serio. Me echo a reír. (Malditas las ganas que tengo. Mas ¿qué hacer?). También ríe. No tenemos remedio. No: no hay remedio. Se lo digo.
—No te gustó El Jarama, porque en el fondo está contra el régimen. Ése que te esforzaste, con tu vida, en traer.
—Y ¿te parece poco? Pero, además, está mal escrito…
No hay remedio…”
[ Fragmento de: Max Aub. “La gallina ciega” ]
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