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NÁPOLES 1944
Norman Lewis
(...)
4 de octubre
" Con el alta del hospital y equipado provisionalmente como un soldado americano con casco, pantalones ceñidos a las caderas y botas altas, conseguí que me llevara un camión americano que iba en dirección a Nápoles; la ciudad cayó hace tres días y yo suponía que nuestra sección ya se habría instalado allí. En Battipaglia todo era cambio, lo que permitía un estudio directo de los efectos del bombardeo de saturación ordenado por el general Clark. El general se ha convertido en el ángel exterminador de Italia meridional, proclive al pánico, como en Paestum, y luego a la reacción violenta y vengativa, que provocó el sacrificio del pueblo de Altavilla, que el bombardeo borró de la existencia porque tal vez hubiera alemanes. Aquí hemos convertido Battipaglia en un Guernica italiano, una ciudad reducida a un montón de ruinas en cuestión de segundos. Un anciano que se acercó a pedir me dijo que casi no había quedado nadie con vida y que los cadáveres seguían aún bajo los escombros. Era muy verosímil, por el hedor y por los enjambres de moscas que entraban de los agujeros del suelo como una humareda oscura. No habían hecho nada por despejar las calles de los restos del victorioso ataque. Hasta tal punto que mientras permanecía junto al camión conversando con el anciano noté algo irregular bajo los pies; me eché a un lado y al mirar comprobé que lo que a primera vista me había parecido un montón de arpillera, en realidad era el cuerpo carbonizado y aplastado de un soldado alemán. Desde allí seguí por Salerno y la base de la península de Sorrento en otro camión. Ésta es una región sobre la que las guías se deshacen en alabanzas y que la guerra había abrasado y chamuscado aquí y allá, plagando el paisaje verde y dorado con restos de cañones y tanques, aunque por suerte no había poblaciones bastante grandes para justificar que el general llamara a sus bombarderos Flying Fortress. Los únicos daños apreciables en casi todos los pueblos eran el consabido saqueo de la oficina postal por la vanguardia de las tropas de avance, que parecían que fueran filatélicas sin excepción. Llegamos enseguida a los alrededores de Nápoles, que han adoptado la forma de una serie de poblaciones mugrientas destrozadas por la guerra: Torre Annunziata, Torre del Greco, Resina y Pórtici, que se han unido para formar unos veinte kilómetros de lúgubre suburbio a lo largo del litoral. Avanzamos lentamente por las calles destrozadas entre los escombros de los edificios bombardeados. La gente estaba a la entrada de las casas con caras de color piedra pómez, y saludaba maquinalmente a los vencedores; el apático saludo fascista de la semana pasada se había transformado en el apático signo de la victoria de hoy; pero el talante general de la población civil parecía de indiferencia aturdida.
En algún lugar a pocos kilómetros de la ciudad de Nápoles propiamente dicha, la carretera desembocaba en una especie de plaza dominada por un enorme edificio público semiabandonado, cubierto de letreros y con todas las ventanas destrozadas. Allí habían parado varios camiones y nuestro conductor se arrimó al bordillo y se detuvo también. Uno de los camiones transportaba víveres del ejército americano y los soldados, a quienes se unieron inmediatamente algunos de nuestro camión, lo rodearon y se agenciaron cuanto pudieron agarrar. Luego, pisando los cristales rotos que cubrían la acera y llevando cada uno una lata de raciones entraron en tropel en el edificio municipal.
Los seguí y me encontré en una sala inmensa atestada de soldados; detrás, todo eran empujones y gritos procaces, pero el ambiente era más serio y tranquilo en cuanto llegabas delante. Allí vi una hilera de señoras sentadas de espalda a la pared, más o menos a un metro de distancia una de otra. Vestían su ropa de calle y tenían caras corrientes bien lavadas de amas de casa de clase obrera de compras o de cotilleo. Pero junto a cada una había un montoncito de latas y enseguida quedó claro que era posible hacer el amor con cualquiera de ellas en aquel mismo lugar público añadiendo otra lata al montón. Las mujeres permanecían completamente inmóviles y calladas, con rostros tan impávidos como estatuas. Podrían estar vendiendo pescado, de no ser porque allí no había la animación de un mercado de pescado. Nada de proposiciones, insinuación ni seducción, ni siquiera la más discreta y casual exhibición carnal. Los soldados más atrevidos que se habían abierto paso a empujones hasta primera línea con las latas en la mano, parecían flaquear al verse ante aquellas prácticas proveedoras de la familia, arrastradas hasta allí por las despensas vacías. La realidad traicionaba una vez más al sueño y el impulso se desvanecía. Se oían algunas risillas tímidas y comentarios chistosos que nadie reía; y se advertía claramente la inclinación a escabullirse sigilosamente. Un soldado un poco achispado y azuzado continuamente por sus amigos, depositó al fin su lata junto a una mujer, se desabrochó y se echó sobre ella.
Inició un movimiento mecánico de las caderas que cesó rápidamente. Al momento, estaba de pie otra vez abotonándose. Se trataba de algo que había que superar lo antes posible. Podría haber sido someterse a un castigo del campamento más que el acto del amor.
A los cinco minutos estábamos de nuevo en marcha. Mis compañeros de viaje tiraban las latas de provisiones que habían conseguido a los viandantes, que se las disputaban con ferocidad. Ninguno de los soldados que viajaban en el mismo vehículo que yo se había sentido inclinado a participar en la diversión.
6 de octubre
La ciudad de Nápoles huele a madera carbonizada; por todas partes hay ruinas que a veces bloquean completamente las calles, cráteres de bombas y tranvías abandonados. El problema más acuciante es el agua. Los terribles ataques aéreos del 4 de agosto y el 6 de septiembre destrozaron todos los servicios, y desde el primero prácticamente no existe suministro de agua. Para completar la labor destructiva de los aliados, los pelotones de derribo alemanes pasaron luego demoliendo todos los servicios urbanos que aún funcionaban. La población ha padecido tanta sed los últimos días que, según nos han contado, han probado el agua del mar para cocinar y se ha visto a familias bajando a la costa con aparatos extraños con los que esperaban destilar agua salada para poder bebería.
Nuestra sección ha tenido buena suerte al final. Al llegar me encontré con que nos habían instalado en el palacio de los Príncipes de Satriano, al final del imponente paseo marítimo, la Riviera di Chiaia, en la Piazza Vittoria. El edificio de cuatro plantas está construido en una versión napolitana del barroco español, y nosotros ocupamos la planta principal del mismo, en lo alto de una ancha escalinata de mármol, con techos muy altos, adornados con molduras, candelabros relumbrantes, espejos murales y fastuoso mobiliario dorado de un vago estilo Imperio francés. Hay ocho salas majestuosas, pero no tiene cuarto de baño y el váter está en un armario de la cocina.
Nápoles no parecía atractivo a primera vista comparado con África del norte, teniendo en cuenta el trabajo que es probable que entrañe. Habían pasado para siempre los días de incursiones en las montañas de Cabilia para reunimos con los caídes conspiradores y los santones que controlaban las tribus, y las discusiones secretas y el cenador de rosales de los jardines del palacio de Túnez. En comparación, la vida aquí prometía ser difícil, prosaica a veces y totalmente rutinaria. Había unidades militares a montones cubriendo todos los alrededores de Nápoles que deseaban emplear a civiles italianos, y nosotros teníamos que investigarlos a todos por si constituían algún riesgo para la seguridad. El cometido no podía ser más fácil. El Estado policial fascista había llevado fichas completas de las actividades de todos sus ciudadanos y nosotros heredamos sus extensos archivos en la planta superior de la Questura o Dirección General de Seguridad. El noventa y nueve por ciento de la información registrada allí era increíblemente trivial y en general reveló que casi todos los italianos llevaban una vida política de absoluta neutralidad, aunque eran proclives a las aventuras sexuales. En conjunto, eran interminables crónicas de vidas vacías. Era necesario un poco más de atención y esfuerzo en investigar a los pocos cientos de personas que habían sido militantes fascistas y que seguían en la ciudad, y a quienes —basándose en buena medida en nuestros informes— podría juzgarse necesario recluir.
Teníamos que abrir un registro de sospechosos, y me correspondió a mí la tarea de hacerlo. Los miembros de la sección ya habían vaciado el Consulado Alemán de Nápoles, retirando del mismo un montón de documentos que había que revisar minuciosamente. El trabajo aumentó cuando empezó a llegar un aluvión de denuncias. Las presentaban personalmente quienes abrigaban cualquier género de rencor, e incluso se las entregaban en mano al centinela de la cancela. Algunas eran estrambóticas, incluso llegó una relacionada con un sacerdote que al parecer había organizado el pase de películas porno para el comandante de la guarnición alemana. Había que revisarlo y comprobarlo todo, desde el trocito de papel más mugriento en el que hubieran garrapateado un nombre y la única palabra «asesino» debajo, hasta un documento bien mecanografiado con el sello y las firmas del Comitato de Liberazione. Era un trabajo enorme y sumamente tedioso, que venía a complicarse bastante por el predominio de determinados apellidos en Nápoles (había Gennaros y Espósitos a cientos) y por el hecho de que el material proporcionado por nuestras propias autoridades para incluirlo en la lista negra oficial solía ser muy vago. Era frecuente que ni siquiera identificaran a los sospechosos por el nombre, sino por descripciones del estilo de «altura media», «edad, de treinta a cuarenta años», «de extraordinaria fealdad», o, en un caso, «se sabe que tiene un miedo obsesivo a los gatos». Pero el trabajo avanzó; el sistema de archivos se expandió y la lista negra, con su vaguedad y sus sandeces seudopoéticas en algunas ocasiones, empezó a adquirir volumen.
A los pocos días de instalarnos, enviaron a tres miembros de la sección a Sorrento y a las poblaciones costeras, y Eric William, que es el que mejor hablaba italiano, se convirtió en un exilado solitario en la importante ciudad de Nola. Otras tres personas, aparte del oficial superior, fueron destinadas a tareas administrativas en el cuartel general, con lo que quedamos sólo cuatro (Parkinson, Evans, Dirham y yo) para afrontar los problemas de seguridad de ese hormiguero humano: la ciudad de Nápoles propiamente dicha.
Las primeras impresiones de mis colegas según las condiciones de trabajo son favorables. A veces tienen problemas por la falta de conocimiento de italiano, pero son laboriosos y se han puesto a trabajar con entusiasmo para aprender bien el idioma. Como todas las secciones, la nuestra ha adquirido una personalidad propia. Es menos informal que la mayoría y un poco burocrática. No puedo imaginar a ningún miembro del FSS 312 ingeniándoselas para presentarse en un campo de aviación, enseñar su pase y engatusar a un oficial de aviación británico o americano para que organice un vuelo rápido no oficial a Inglaterra (algo que ha ocurrido en otras secciones). Todos mis nuevos amigos han recibido documentos de identidad de oficial especial que sustituyen a los normales AB 64, pero el capitán Cartwright no deseaba en modo alguno que fueran como los concedidos al FSS 91 (uno de los cuales aún llevo) y que nos autorizan para estar en cualquier lugar, a cualquier hora y con cualquier indumentaria. Los miembros de la sección hasta ahora no llevamos ropa civil. Los libros del ejército n.º 466 (sin tachaduras ni hojas arrancadas) se llevan escrupulosamente, y las anotaciones de la jornada, a modo de diario, se entregan al oficial todas las mañanas a primera hora y se analizan en una reunión a las nueve, en que se respetan estrictamente determinadas formalidades reglamentarias. Todo eso es nuevo para mí…”
[ Fragmento de: Norman Lewis. “Nápoles 1944” ]
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