sábado, 30 de julio de 2022

 

 

[ 195 ]

 

DIME UNA ADIVINANZA

Tillie Olsen

 

 

Aquí estoy, planchando

 

 

 

Aquí estoy, planchando, y aquello que usted me preguntó oscila atormentado, atrás y adelante, al compás de la plancha.

 

«Me gustaría que encontrara un rato para venir a verme y hablar de su hija. Estoy segura de que podrá ayudarme a entenderla. Es una chica que necesita ayuda y yo estoy muy interesada en ayudarla».

«Que necesita ayuda…». ¿De qué serviría que yo fuera a verla? ¿Acaso cree que, porque soy su madre, tengo la clave, o que usted podría usarme como clave de algún modo? Mi hija ha vivido diecinueve años. Gran parte de esa vida ha transcurrido fuera de mí, por encima de mí.

 

Además, ¿cuándo queda tiempo para recordar, cribar, sopesar, estimar o hacer balance? En cuanto empiece, alguien me interrumpirá y tendré que volver a recogerlo todo una y otra vez. O si no, quedaré sepultada por todo lo que hice o no hice, lo que debería haber sido y lo que no pudo evitarse.

 

 

De bebé era muy guapa. La primera y única de los cinco que salió guapa al nacer. No se imagina lo incómoda que se encontraba en esa belleza. Usted no la conoció durante todos esos años en que ella pensaba que era feúcha, ni la vio escrutando las fotos de cuando era bebé, pidiéndome que le contara una y otra vez lo guapa que había sido y era —y que seguiría siendo, le decía yo—, saltaba a la vista. Pero pocos o nadie la miraban. Yo, tampoco.

 

Le di el pecho. Es algo que, hoy en día, parece importante. Di el pecho a todos mis hijos, pero a ella, con toda esa rigidez feroz de la primera maternidad, se lo di tal y como decían los libros. Aunque sus gritos me golpearan hasta provocarme temblores y me dolieran los pechos, desbordados, esperaba hasta que lo decretara el reloj.

 

¿Por qué lo cuento en primer lugar? Ni siquiera sé si importa, o si explica algo.

 

De bebé era muy guapa. Hacía pompas brillantes de sonido. Le encantaba moverse, le encantaba la luz, le encantaban los colores, la música y las texturas. Se tumbaba en el suelo con su pelele azul y, extasiada, daba palmadas y patadas contra las baldosas de manera compulsiva, hasta que los pies y las manos se le acababan desdibujando. Para mí era un milagro, pero no para la vecina de abajo, con quien tuve que dejarla a los ocho meses durante el día porque trabajaba, o buscaba trabajo, y porque el padre de Emily «ya no podía soportar —tal y como escribió en su nota de despedida— la escasez de cosas que compartía con nosotras».

Yo tenía diecinueve años. Era la época de la Depresión, antes de los servicios de asistencia y los programas de empleo del gobierno. En cuanto bajaba del tranvía, echaba a correr escaleras arriba; la casa olía a agrio, y ella, si dormía, se despertaba sobresaltada y, al verme, rompía en un llanto atorado de imposible consuelo, un llanto que aún soy capaz de oír.

 

Poco después, encontré trabajo en una cocina por las noches, así que podía pasar el día con ella, y las cosas mejoraron. Pero entonces tuve que llevarla con la familia de su padre y dejarla allí.

 

Tardé mucho tiempo en reunir el dinero para traerla de vuelta. Entonces enfermó de varicela y tuve que esperar aún más. Cuando finalmente volvió, casi ni la conocía. Caminaba rápida y nerviosa como su padre, se parecía a él, delgada y vestida de un rojo vulgar que le amarilleaba la piel y le resaltaba las marcas de la viruela. Toda su belleza de bebé se había esfumado.

 

Tenía dos años. Me dijeron que ya era lo bastante mayor para ir a la guardería, y yo entonces no sabía lo que ahora sé —el cansancio de las largas jornadas, las heridas de la vida en grupo en esas guarderías que son, simplemente, un lugar para aparcar a los niños—.

 

No obstante, nada habría cambiado de haberlo sabido. Era el único lugar que había. Era la única forma de poder estar juntas, la única forma que tenía de conservar el trabajo.

 

Pero incluso sin saberlo, lo sabía. Sabía que la maestra era mala porque todos estos años he tenido grabado en la memoria el recuerdo de ese niño encorvado en un rincón, y la voz áspera de ella diciéndole: «¿Por qué no sales, porque Alvin te pegó? Eso no es ningún motivo, sal de ahí, miedica». Sabía que Emily odiaba ese sitio, aunque no se me agarrara cada mañana suplicándome: «Mamá, no te vayas», como hacían otros niños.

 

Siempre se le ocurría una razón para quedarnos en casa: «Mami, pareces enferma. Mami, estoy enferma. Mami, hoy no van las maestras, están enfermas. Mami, no podemos ir, anoche hubo un incendio. Mami, hoy es fiesta, me dijeron que no hay escuela».

 

Pero nunca una queja directa, nunca la rebelión. Cuando pienso en mis otros hijos a los tres o cuatro años —las rabietas, el mal genio, las acusaciones, las exigencias—, de repente me pongo mala. Dejo la plancha. ¿Qué parte de mí le exigió esa bondad? ¿Y a costa de qué? Toda esa bondad, ¿a costa de qué?

 

El anciano que vivía en la casa de atrás me lo dijo una vez, con aquella amabilidad tan suya: «Debería sonreír más a Emily cuando la mira». ¿Qué tenía en la cara cuando la miraba? La amaba. Fueron todos actos de amor.

 

Solo con los otros hijos recordé lo que me había dicho ese hombre, y a ellos les ofrecí un rostro lleno de alegría, no de preocupación, tensión o inquietud —demasiado tarde para Emily—. Ella no sonríe fácilmente y, desde luego, no tiene la sonrisa siempre a punto, como sus hermanos. Su rostro es sombrío y cerrado, pero qué expresivo cuando quiere. Debería haberla visto cuando actuaba en aquellas obras… Usted me habló del talento excepcional que tiene para la comedia y que, sobre el escenario, arranca tales carcajadas al público que le aplauden sin cesar y no dejan que se vaya.

 

¿De dónde le viene esa habilidad para el teatro? No había ni rastro de ella cuando regresó conmigo la segunda vez, después de tener que dejarla de nuevo. Ahora tenía un nuevo padre al que aprender a querer, y pienso que fueron tiempos mejores.

 

Salvo cuando teníamos que dejarla sola por las noches, diciéndonos a nosotros mismos que ya era lo bastante mayor para ello.

 

—¿No puedes ir otro día, mamá? ¿Por ejemplo, mañana? —preguntaba ella—. ¿Vas a tardar solo un rato en volver? ¿Me lo prometes?

 

Para cuando regresábamos, la puerta de casa estaba abierta y el reloj, tirado en el suelo de la entrada. Ella, despierta y rígida.

 

—No ha sido solo un rato. No he llorado. Te llamé tres veces, solo tres veces, y luego corrí escaleras abajo para abrir la puerta y que pudieras llegar más rápido. El reloj hablaba en voz alta. Lo tiré porque me asustaba lo que decía.

 

Volvió a decir que el reloj hablaba en voz alta la noche que me fui al hospital para tener a Susan.

 

Estaba delirando por la fiebre que le provocaba el sarampión, pero pasó completamente consciente la semana que estuve fuera y la siguiente, cuando ya estábamos en casa y ella no pudo acercarse ni a mí ni al bebé.

 

No se recuperaba. Seguía esquelética, no quería comer, tenía pesadillas una noche tras otra. Me llamaba y yo emergía por un instante del agotamiento para responderle medio dormida:

 

—No pasa nada, cariño, vete a dormir, es solo un sueño. —Y si seguía llamándome, le decía en un tono más severo—: Vete a dormir ya, Emily, no hay nada que pueda hacerte daño. —Solo dos veces, dos, me senté un rato a su lado porque, de todos modos, tenía que levantarme por Susan.

 

Ahora, cuando ya es demasiado tarde para abrazarla y consolarla igual que a los otros, me levanto y voy a su cama al mínimo quejido o agitación que la desvele.

 

—¿Estás despierta, Emily? ¿Quieres que te traiga algo, cariño? —Y siempre la misma respuesta:

 

—No, estoy bien, madre, vuelve a la cama.

 

En el hospital me convencieron para que la llevara a un sanatorio en el campo, donde «tendrá la comida y los cuidados que usted no puede darle, y así estará más libre para poder centrarse en el nuevo bebé». Siguen enviando a los niños a ese sitio. En la sección de sociedad veo fotos de mujeres jóvenes y elegantes que organizan actos para recaudar fondos, o bailan en esos actos, o decoran huevos de Pascua y rellenan calcetines navideños para esos niños.

 

Nunca ponen fotos de ellos, así que no sé si las niñas siguen llevando aquellos enormes lazos rojos y tienen aquellas miradas devastadas cada domingo, cuando los padres pueden ir a visitarlas «a menos que se notifique lo contrario», tal y como nos notificaron a nosotros las primeras seis semanas.

 

Oh, es un lugar bonito, con pastos verdes, árboles altos y canales con lechos de flores. Arriba, en los balcones de cada pabellón, están los niños, ellas con lazo rojo y vestido blanco, ellos con traje blanco y una enorme corbata roja. Los padres se ponen debajo y chillan para hacerse oír, y los niños chillan desde arriba para hacerse oír, y entre ellos se alza un muro invisible para «no contaminar con gérmenes familiares o afecto físico».

 

Había una niña pequeña que siempre aparecía de la mano de Emily. Sus padres no venían nunca. Y en una de las visitas, ya no estaba.

—La han cambiado al pabellón de las rosas —chilló Emily a modo de explicación—, aquí no les gusta que nadie se quiera.

 

Nos escribía una vez por semana, con su esforzada letra de niña de siete años: «Estoy bien. ¿Cómo está el bebé? Si escrivo bien la carta me darán una estrella. Un beso». Nunca le dieron ninguna. Siempre le respondíamos a vuelta de correo, cartas que nunca le dejaron abrir ni quedarse, solo escuchar cómo se las leían una sola vez.

 

—Es muy sencillo, no tenemos espacio para que los niños guarden sus efectos personales —nos explicaron pacientemente cuando aprovechamos un domingo de chillidos a coro para suplicar lo mucho que a Emily le gustaría conservar sus cartas y postales, ella que tanto disfrutaba guardando las cosas.

 

A cada visita parecía más débil.

 

—No come —nos decían.

 

—Para desayunar daban huevos pasados por agua o papilla con grumos —me contó Emily después—. Yo me llenaba la boca y no tragaba. No había nada que me gustara, solo cuando daban pollo.

 

Nos llevó ocho meses liberarla de allí para traerla de vuelta a casa, y lo único que convenció al asistente social fue que recuperó alguno de los tres kilos que había perdido.

 

Tras su regreso, yo intentaba abrazarla y quererla, pero su cuerpo continuaba rígido y, al cabo de un momento, me apartaba. Comía poco. La comida le daba asco, y creo que muchas otras cosas de la vida, también. Ay, era ligera y brillaba, centelleaba sobre unos patines, saltaba a la comba brincando arriba y abajo, arriba y abajo, como una pelota, subía la colina apenas rozándola… pero aquello duraba solo unos instantes.

 

Se preocupaba por su aspecto. Era delgada y morena, con pinta de extranjera en una época en la que todas las niñas aspiraban, o pensaban que debían aspirar, a convertirse en una rubia y regordeta réplica de Shirley Temple. A veces el timbre sonaba para ella, pero nadie parecía venir a casa a jugar o ser su mejor amiga. Quizá porque nos mudábamos continuamente.

 

Hubo un chico del que se enamoró dolorosamente durante un curso escolar. Meses después me dijo que me había sisado unas monedas de la cartera para comprarle caramelos.

 

—Los de regaliz eran sus preferidos y todos los días le llevaba unos pocos, pero, aun así, Jennifer le gustaba más que yo. ¿Por qué, mamá? —La clase de pregunta para la que no existe respuesta.

 

La escuela era un problema para ella. No era rápida ni elocuente en un mundo en el que la rapidez y la elocuencia se confundían fácilmente con la capacidad de aprendizaje. Para sus profesores, estresados y frustrados, era una niña «lenta» y quisquillosa que se esforzaba por seguir las clases, pero se ausentaba demasiado a menudo.

 

Yo le permitía esas ausencias, aunque a veces la enfermedad era imaginaria. Con las faltas de asistencia de los otros, en cambio, fui muy estricta. Pero entonces no trabajaba. Teníamos otro bebé y, de todos modos, yo estaba en casa. Cuando Susan se hizo mayor, a veces me quedaba con las dos, para que estuviéramos juntas.

 

Emily tenía frecuentes ataques de asma, y su respiración, áspera y dificultosa, llenaba la casa de un murmullo curiosamente apacible. Yo le llevaba a la cama los antiguos espejos del tocador y las cajas donde guardaba sus colecciones. Ella escogía abalorios y pendientes sueltos, tapones de botella y conchas, flores secas y guijarros, retales y postales viejas, toda clase de retazos. Entonces, Susan y ella jugaban a reyes y reinas, armaban paisajes y decorados y los llenaban de historias.

 

Esos fueron los únicos momentos de plácida compañía entre las dos. Con el tiempo, he ido olvidando aquel sentimiento venenoso que había entre ellas, ese terrible equilibrio de sufrimientos y necesidades con el que tuve que lidiar. Qué mal lo hice esos primeros años.

 

Oh, claro que también hay conflictos entre los otros: todos son humanos y necesitan, exigen, hieren y toman, pero solo entre Emily y Susan, no, solo de Emily hacia Susan, hubo un resentimiento tan corrosivo. “A primera vista parece evidente y, sin embargo, no lo es. Susan, la segunda; Susan, regordeta y rubia con el pelo rizado, rápida, elocuente y segura; todo en ella tenía la apariencia y las maneras que a Emily le faltaban. Susan, incapaz de resistirse a los preciados tesoros de Emily, los perdía o rompía de la manera más torpe; Susan contando chistes o adivinanzas para llevarse un aplauso mientras Emily se quedaba sentada en silencio (y luego me decía: «Esa era mi adivinanza, mamá, yo se la dije a Susan»); Susan que, pese a llevarse cinco años con Emily, en desarrollo físico iba solo uno por detrás.

 

Me alegro de que ese desarrollo físico fuera tan lento y ensanchara la diferencia entre ella y los de su edad, a pesar de lo mucho que sufrió por ello. Era demasiado vulnerable para ese mundo terrible de competitividad juvenil, de pavoneo y exhibición, de evaluación constante de uno mismo frente a todos los demás, de envidia. «Si tuviera ese pelo cobrizo…» o «Si tuviera esa piel…». Bastante atormentada estaba ya por no ser igual que el resto, bastantes inseguridades tenía ya: pensarse muy bien cada palabra antes de decirla, mantenerse en vilo por el qué dirán —«¿Qué estarán pensando de mí?»—, bastante había ya como para magnificarlo todo con los despiadados cambios del físico.

 

Ronnie me llama. Está mojado y lo cambio. Ahora ya son raros los llantos de este tipo. Esa época de la maternidad ha quedado ya casi atrás, esa época en que no tenemos oído propio porque debemos estar siempre pendientes, carcomidas por el llanto y la llamada de los hijos. Nos sentamos un rato los dos juntos y lo sostengo en brazos mientras contemplo la vista de la ciudad, que se extiende entre el humo y los claros de luz.

 

—Chuchili —susurra, y se enrosca aún más fuerte.

 

Lo llevo de vuelta a la cama, dormido. Chuchili. Una palabra graciosa, familiar, heredada de Emily, que la inventó para decir a gusto.

 

«Nos va dejando su huella en esa y otras cosas» me digo en voz alta. Y acto seguido, me sobresalto. «¿Qué estoy diciendo? ¿Qué hago recogiendo los pedazos, tratando de componer algo coherente?» Yo estuve en esos años terribles en los que creció. Los años de la guerra. No los recuerdo bien. Estaba trabajando, había cuatro pequeños más, no quedaba tiempo para ella, que tenía que ayudarme a ser madre y ama de casa, ir a la compra. Tenía que aportar su granito de arena. Las mañanas de crisis rayando la histeria, intentando preparar almuerzos, hacer peinados, encontrar abrigos y zapatos, que todos llegaran puntuales a la escuela o a la guardería, en el caso del bebé de turno colocarlo en su correspondiente carrito. Y siempre las hojas garabateadas por alguno de los pequeños, el libro que Susan había hojeado y luego extraviado, los deberes sin hacer. Salíamos corriendo hacia esa enorme escuela donde ella estaba sola, estaba perdida, era apenas nada, y sufría por su falta de preparación, tartamudeando e insegura en clase.

 

Por las noches, después de acostar a los niños, quedaba tan poco tiempo… Ella se esforzaba con los libros, siempre con algo de comida a mano (en esos años desarrolló un enorme apetito que se hizo legendario en la familia) y yo me ponía a planchar, o a preparar la comida del día siguiente, o a escribir a Bill, que estaba en el frente, o a atender al bebé. Y a veces, para hacerme reír, o para aliviar su propia desesperación, ella improvisaba actuaciones o imitaba a alguien de la escuela.

 

Creo que una vez le pregunté:

 

—¿Por qué no haces algo así en el concurso de teatro de la escuela?

Una mañana me llamó por teléfono al trabajo, casi no la entendía entre sollozos:

 

—Mamá, lo he conseguido. He ganado, he ganado el primer premio. No paraban de aplaudirme, no dejaban que me fuera.

 

Ahora, de repente, era alguien, tan encerrada en su diferencia como antes en su anonimato.

 

Empezaron a llamarla para actuar en otros institutos, incluso en universidades, y luego en centros municipales y estatales. La primera vez que fuimos a verla la reconocí solo al principio, cuando, flaca y tímida, por poco se ahoga entre las cortinas del telón. «¿Era esa Emily?» Primero el control, el dominio, las risas convulsas y las terribles payasadas, el hechizo; y luego los rugidos, los pataleos del público que se negaba a dejar escapar a la causante de esas insólitas y preciadas risas.

 

Y después:

 

—Con un talento como ese, debería hacer algo con ella —Pero, sin dinero ni conocimiento, ¿qué se puede hacer? La cargamos a ella con toda la responsabilidad, y el talento se le ha atascado y coagulado tantas veces como ha crecido y fluido en otras.

 

Ya viene. Sube las escaleras de dos en dos, con su paso ligero y elegante, y sé que esta noche está contenta. Hoy no ha ocurrido nada de lo que motivó su llamada.

 

—¿Es que nunca vas a terminar de planchar? Whistler pintó a su madre sentada en una silla. Yo voy a tener que pintar a la mía de pie ante una tabla de planchar. —Esta es una de sus noches locuaces y me habla de esto y lo otro mientras se prepara el plato de la cena junto a la nevera.

 

Es encantadora. ¿Por qué quería usted que viniera a verla? ¿Por qué estaba tan preocupada? Seguro que ella sabrá encontrar su camino.

 

Emily empieza a subir las escaleras para irse a la cama.

 

—Mañana no me levantes con los demás.

 

—Creía que tenías exámenes.

 

—Bah, los exámenes. —Se da la vuelta, se acerca a darme un beso y añade en tono ligero—: Dentro de un par de años, cuando estemos todos muertos por la bomba atómica, no importarán lo más mínimo.

 

Eso ya lo ha dicho otras veces. Lo cree de verdad. Y yo, como he estado fondeando en el pasado, y como todo lo que forma parte del ser humano me resulta tan valioso, esta noche no puedo soportarlo.

 

Nunca llegaré a una conclusión. Nunca llegaré a decir: «Era una niña que apenas sonreía. Su padre me abandonó antes de que cumpliera un año. Tuve que trabajar durante sus primeros seis años, cuando había trabajo, o llevarla a casa de la familia de su padre. Odiaba ir a la guardería. Era morena y flaca y con pinta de extranjera en un mundo en que toda la admiración era para las niñas rubias con rizos y hoyuelos; era lenta cuando se premiaba la rapidez. Era hija de un amor ansioso, no orgulloso. Éramos pobres y no podíamos ofrecerle una tierra fértil donde crecer tranquila. Yo era una madre joven, una madre descentrada. Había otros hijos creciendo, con sus demandas. Su hermana pequeña parecía todo lo que ella no era. Hubo un tiempo en que no me dejó tocarla. Se guardaba demasiadas cosas, la vida que llevaba le hacía guardarse demasiadas cosas. La sabiduría me llegó demasiado tarde. Pese a lo mucho que tiene dentro, no conseguirá sacar más que una pequeña parte. Es hija de su época, de la depresión, la guerra y el miedo».

 

Déjela. Aunque todo lo que hay en ella no vaya a florecer, ¿en cuántos llega a hacerlo? Ya le da para vivir. Solo queda ayudarla a comprender, darle una razón por la que entienda que es algo más que un vestido sobre una tabla, desamparado, antes de que lo planchen.

 

 

[ Fragmento de: Tillie Olsen. “Dime una adivinanza” ]

 

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