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LA GALLINA CIEGA
MAX AUB
(...)
3 de septiembre (1969)
El Palacio de Dos Aguas: todo el mundo lo sabe, verde joya del rococó, blanca llama retorcida del churrigueresco. Ahora gracias a la dedicación, a la devoción, al entusiasmo de don Manuel González Martí, joven de 92 años, se ha convertido en el museo más frecuentado de la ciudad. Todo el mundo está feliz. Nadie habla de San Carlos convertido en San Pío V. Todos preguntan:
—¿Ya has estado en el museo de la cerámica?
—¿Ya estuviste en el museo de don Manuel?
—¿Ya has visto el museo de González Martí?
Nos colamos gracias al desparpajo de Fernando Dicenta (para no pagar las dos o las cinco pesetas de entrada) preguntando por el director, y pasamos al bonito patio de mármol verde estriado y finos tallados de mármol blanco que no dejan de tener gracia y la elegancia propia de la época de la Valencia erudita que tan bien le va a la calle de Caballeros. Esa Valencia culta del siglo XVIII que todavía, seguramente, se puede oler en algunos barrios intocados de la ciudad. Cuando digo intocados me refiero a la de principios de siglo y aun antes, cuando Valencia se convirtió en la ciudad de El Pueblo y El Mercantil Valenciano.
Don Manuel González Martí, en su sillón, imponente, gordo, triste porque no puede llevar a cabo, en su museo, una sala García Sanchiz, igual a la que ha logrado hacer con desechos de los hermanos Quintero.
Sí. Esto explica el éxito. No necesito verlo aunque no me escaparé. Sí. Es la cursilería misma multiplicada por la pretensión, es decir: por sí misma. Dejando aparte que no estaría mal hacer un museo de la cursilería, éste es mejor porque toma la cursilería en serio. Este bueno de don Manuel González Martí, que he conocido toda mi vida, profesor de cerámica de las escuelas de Manises, fabricando rajoletes, imitando no solamente a las que desde siempre se hicieron con la arcilla de las cercanías, sino imitando las de Talavera, redescubriendo los tornasolados de los mosaicos árabes… Y vengan platos, ánforas y ceniceros. ¿Qué tiene Valencia que ha sabido mantener una corriente limpia, profunda, oscura como la de Ausías March, Joanot Martorell, Arnaldo de Villanova o los Borgia, al mismo tiempo que tiene por tan grandes o mayores a Arolas, Blasco Ibáñez o a los Benlliure? Sí, ya sé, es muy difícil hablar sin apasionamiento de Sorolla, prodigioso pintor, pero cuya falta de inteligencia hiere tan visiblemente. Ya sé, hay los grandes pintores realistas del siglo XIX: Sala, Domingo, perdidos, sin nombre, al lado de los Pinazo, que no dejan de tener su gracia, pero también su calendarismo siempre presente. Es el mal de Blasco: el Arreu y pa’alante. Es la fuerza —sin gracia—, el coraje, la desvergüenza, la valentía. Todo ello revuelto en una tierra que produce todo lo que se quiere al lado de otra más fina de color y mucho más pobre. Evidentemente de esta mezcolanza nacen museos como éste y personas como ésta. Este buen don Manuel González Martí, rodeado de sus veinte retratos hechos por veinte pintores valencianos de brocha gorda y de gran nombre, condecorado por todas partes, académico hasta donde se pueda serlo y llorando porque no puede tener su sala García Sanchiz como si García Sanchiz fuese Unamuno y no un triste Gómez Carrillo de vía todavía más estrecha. Cuenta sus vicisitudes, sus líos con la viuda, amiga de ministros… ¡Él, «tan amigo de otros», y que ha hecho su museo a fuerza de ministros conocidos, ministrables y exministros! Da pena y grima. Acaban de darle sus milloncejos para que agrande su tienda; el éxito económico y artístico más grande de la Valencia de hoy y de ayer…
Tal como suponía; el mayor batiburrillo que pueda existir. Por una parte la colección de mayólicas del Ayuntamiento, bien expuesta, con piezas absolutamente extraordinarias que no tienen nada que envidiar por la gracia y el color a algunas de las grandes piezas chinas, al lado de cosas sin ninguna importancia; dejando aparte lo que se salva por sí mismo, la cursilería general ahoga, tan de acuerdo con el numeroso público visitante. Sí, esto es lo que le gusta a la gente, y a donde va Vicente. Encantados. Éxito seguro del barroco llevado a su extremo, ¡ay!, popular.
Volvemos andando; cada bocacalle, un recuerdo, cada tienda, un conocido que, como es natural, no me reconoce ni yo a ellos, incógnito forzoso. La librería de Plácido Cervera, otra vez.
Entro, miro. Nada. Una joven. Le pido el precio de un libro, por hablar.
—¿Plácido Cervera?
—Era mi abuelo.
—Le conocí.
Dejo irse la i abajo, confundiéndola con una posible o.
—Murió hace diecisiete años.
Las otras librerías. Nada de particular. Lo de siempre.
Una leche merengada, en la lechería de Lauria.
Allá, del brazo, me parece ver a Vicente y a Asunción. ¿No es aquí dónde se encontraron por primera vez?
A nadie le interesan aquí los libros: las librerías desiertas. Pequeña diferencia con Barcelona donde se ve a alguna gente hojeando. Aquí, nadie lee en los tranvías o en los autobuses o en las terrazas de los snacks bars —excafés—. La multiplicación de los bares, debido ante todo a que ahora van las mujeres en manadas (es decir, en grupos de tres o cuatro) y dominan. Chistes, chistes y fútbol. Por ser España —sin razón alguna, claro está— me parecen más intrascendentes. No me doy cuenta, sino después, que lo que sucede es que ya no frecuento estos buenos lugares ni en México ni en París ni en Londres.
—¡Qué duda cabe que España, la política española, debe cambiar y cambiará!
Sin eso sería un ejemplo único en la historia, e impensable. Pero debe y deberá cambiar por el esfuerzo mismo de los españoles y mientras éstos se satisfagan con lo que tienen y se alcen de hombros ante las injusticias patentes o se consuelen con canciones o danzas regionales, no habrá nada que hacer. Los españoles de 1923 fueron los mismos que los de 1936 —sólo les separan trece años— y los que se tragaron la dictadura de Primo de Rivera se negaron a aceptar la de Sanjurjo o la de Mola. Que ganara Franco es otro problema… Nadie responde del mañana y nadie menos que tú, Maxito. El mañana siempre es, aunque no queramos, de los jóvenes. Los soldados tienen, desde la Revolución francesa, alrededor de veinte años.
—Y ¿me tengo que conformar?
—Desde luego. Tú no eres tú sino, por hoy, ni siquiera tus hijas, sino tus nietos.
—Así que según tú, estoy en el limbo.
—Que siempre es mejor que el infierno.
—Se podría discutir.
—Sí. Pero no le interesa a nadie. Primero, porque es inútil.
—Entonces, no sigas. Y hablemos de putas.
Casa de Juan Gil-Albert. Juan más encorvado, la voz más fina, idéntica amistad y exquisito buen gusto. Misma figura en los modales y en la voz, incapaz de subir el tono, reconcomiéndose a cualquier disparidad o enojo.
Amable, encantador, inteligente. Sea porque hace menos tiempo, aunque hace mucho, muchísimo que no le he visto, pero menos tiempo que a los demás, noto más su envejecer.
El piso, no tan señorial como la casa de la calle de Colón, que están derrumbando, está alhajado con el mismo gusto que siempre le conocí en su vida y en su literatura. Se queja sordamente de los veinte años que lleva aquí sin que nadie le haga caso. La conversación recae rápidamente, después de hablar de las familias, en nuestros viejos amigos los entonces inseparables pintores. Lo que sufrieron al distanciarse y de cómo para él la obra de Pedro sigue siendo superior. Veo alguna de sus cosas que me traen a la memoria el recuerdo de Ramón Gaya. Y volvemos atrás: ya hace veintidós años que Juan regresó de México. (Máximo José Kahn, enterrado en el Brasil).
—No puedes darte una idea de lo que era esto entonces: las campanas, los rosarios de la aurora, las otras procesiones, los encapuchados, los Caballeros de Colón… Las campanas, las campanas. No puedes hacerte una idea. Hoy todo ha cambiado. ¡Hasta se han acordado de mí en el Ateneo Mercantil! Ya te contaré.
Entra su hermana, como si fuese ayer, y la cosa más natural del mundo, con su mesa de ruedas, el té perfectamente servido, en su punto, excelente.
—Nos hemos tenido que cambiar aquí no sólo porque tiran la casa sino porque, además, nos hemos arruinado.
La ruina debe de ser bastante relativa: los cuadros, los muebles, lucen su vieja calidad; Juan sigue publicando, en muy agradables ediciones, sus finos libros de ensayos y uno, verdaderamente excelente, último, de poemas.
Se va a tener que operar. No parece preocupado más que por su edad. Le reanimo en lo que puedo. Seguimos charlando en el mismo tono bajo, de íntima confianza que dulcifica todavía más el suave declinar —aunque más brusco que el de las lentas tardes inglesas— de la restallante luz del otoño, iba a escribir: de nuestra lejana Valencia. Pero no, de nuestra Valencia, ahí, presente, viva, rica: la del Plan Sur.
(Juan Gil-Albert, Juan Chabás, José Gaos, Leopoldo Querol, Joaquín Rodrigo, Pedro Sánchez —luego «de Valencia»—, Genaro Lahuerta: mi adolescencia…).
Juan Gil-Albert tan contento, tan contento porque los directivos del Ateneo Mercantil «se han acordado de él» e incluido en una serie de veladas en que recitarán sus poemas «algunos poetas valencianos». Dejando aparte a María Beneyto, ¿quién? Porque Fuster… Esto le sucede por haber regresado hace tantos años. Le han tenido —a él, el mejor sin duda de los de aquí, por lo menos el único enterado, al tanto del mundo (de los que conozco, claro)— totalmente aparte, apestado, muerto o, a lo sumo, como fantasma. ¡Pobre Juan! Tan consumido y, al mismo tiempo, lleno de vida pero agradecido porque «se han acordado de él» aquellos que despreciábamos tan cordialmente: los del Círculo de Bellas Artes, el Ateneo, Lo Rat Penat… Se había borrado él mismo del mapa; ya no existía, había desaparecido para todos, ya no era, había muerto desde las páginas de Hora de España, que aquí nadie conoce y que los que se acuerdan no se atreven a nombrar. Como si le hicieran un honor… «¡Se han acordado de mí!». ¡Hijos de la mañana! Pero mañana nos veremos las caras, ya en tierra, bien comidos, o con el Padre Andrés… Y si no pasa, nadie me quitará la idea de que sucederá así ni el gusto que me da el figurármelo. Ya sé que irán gritando que: «¡Qué se ha creído!». Claro que lo digo, para quedarme tranquilo: me lo recomiendan los médicos. Claro que soy viejo y tengo malas pulgas. A Dios gracias —supongo— cada día peores. A la gente se le ha olvidado lo que decían de los españoles algunos de nuestros inmediatos predecesores; sin ir más lejos, que buenos eran: Baroja, por ejemplo, o don Antonio Machado, ahí, a la vuelta de la esquina. Pero, por lo visto, o no los han leído —es lo más probable— o creen que no se refieren a ellos sino a sus abuelos, que estaban en Babia…
Lo malo es que este libro no se venderá en España, y cuando pueda circular libremente nadie sabrá de qué estoy hablando. Lo más imbécil: clamar en el desierto. Ser inútil. ¿Perderé el brío? ¡Quién pudiera emplear —saber emplearlas— las palabras mayores! Todos éstos reducidos a razón, que deambulan tan tranquilos… No morder el freno, sino el polvo si no hay más remedio.
Juanito Gil-Albert, entre sus sombras soñadas, feliz, consolado por los mandamases del Ateneo Mercantil… Mas ¿qué harías tú, Maxito, tras veintidós años de estar aquí aplastado?
—Lo que sucede es que los españoles han perdido hace tiempo la idea de lo que es la libertad. Se creen libres porque pueden escoger, el domingo, entre ir a los toros o al fútbol. Pero no tienen concepto alguno —ya no lo tienen— de lo que fue, de lo que ha venido a ser para ellos, la libertad. A lo sumo, saben de la estatua de Bartholdi. La libertad en los Estados Unidos, para ellos, de piedra, como la llama de la antorcha que lleva en su mano; algo así como el Comendador: un monumento, una tumba. De acuerdo: la libertad, en los Estados Unidos, es únicamente para los norteamericanos, y blancos de preferencia —por lo menos por ahora— pero, con todo, es la libertad, tal como hoy se practica, aunque sea mal, en el mundo civilizado. Algo es algo y ese algo es mucho. Aquí, no. Aquí no es que no haya libertad.
Es peor: no se nota su falta. Falta hasta el concepto de lo que es. El español que se mueve hoy por la calle, que va y viene, de la Gran Vía al Grao, no tiene idea de lo que es ser libre. Si mañana le dieran suelta no sabría qué camino o qué partido tomar. Y recaería en la anarquía.
—Tal vez fue así siempre —dijo su hijo.
—No. No todos éramos anarquistas, ni muchísimo menos. Pero evidentemente nada tiene peor prensa, en nuestro tiempo, que el liberalismo.
—Vamos a tomar una copa a su salud.
—De los nueve o diez millones de huelguistas que hubo en París en mayo del año pasado ¿por qué no ha votado más de la mitad? Sólo han tenido cuatro millones de votos en total.
Curiosa historia ésa del mayo francés del año 1968. Las barricadas. Las luchas de los estudiantes contra la policía. Las cargas. Los heridos, los lesionados. Y un solo muerto y porque no sabía nadar y se echó al Sena, huyendo. Centenares de miles. Todo el barrio latino levantado. La Sorbona y las escuelas, en París y sus alrededores, convertidas en fortalezas.
Ese resurgir del anarquismo, ese abandono de los comunistas. Esa que parecía revolución a punto de estallar, de la que todos se acuerdan hoy con melancolía. ¿Qué pasó? ¿Qué sucedió? Todos esos slogans que huelen todavía al surrealismo más añejo, ¿qué se han hecho? Se han editado. Ahí están. Se han reproducido por el mundo entero, ahí están. Corrió por Asia, por América, ese reguero de pólvora hacia una redención feroz y rápida. Costó muchos muertos. En París, uno. En España, pocos: apaleados, muchos; encarcelados, otros tantos. El recuerdo del Che, de Camilo Torres pero, sobre todo, nuestra juventud. La huelga revolucionaria del 17 y cierta revolución del mismo año. ¿En qué quedó todo? En nada. Mejor dicho, sí: en un número impresionante de carros de la policía que se estacionan por los alrededores. Hay conatos de huelga. Dicen que mañana… Dicen que pasado… Dicen que ayer. Pero nada en serio. Van más o menos a clase. Es una guerra de clases, no de clase. En el momento en el que pasan del primero al segundo año, se acabaron los arrestos —en todos los sentidos—. Hay que acabar la carrera. Hay que trabajar y vivir confortablemente.
El confort, esa palabra inglesa [¿es inglesa?] ha invadido el mundo. Queremos vivir confortablemente. Hacer huelga, pero no durante el week-end. Los fines de semana han acabado con las semanas. Si no se trabaja durante la semana, o los cuatro días a que ha venido a quedar reducida, ya no se puede descansar el final de semana. Carlos Marx no habló nunca de los week-ends. Habría que hacer una teoría de los week-ends considerados como la base de la humanidad futura. De cómo el descanso se va comiendo al trabajo y la gente no trabaja más que pensando en el descanso. Que les digan lo que quieran, que les toquen lo que quieran, pero que no les toquen sus vacaciones. Sobre todo aquí, o en Francia, o en Inglaterra. Antes, las vacaciones eran cosa de burgueses. No creo que la aristocracia, la nobleza, hablara de vacaciones en los tiempos en que mandaba. Para ellos, su distracción —sus vacaciones— debió ser la guerra, las guerras, el asedio, el pillaje, robar, matar. Ahora, se trata de tumbarse al sol, de dorarse, de tostarse, de no hacer nada o, al contrario, de cansarse, escalar picos o dejarse deslizar por la nieve. Muchos más, la gran mayoría, la enorme mayoría… Las vacaciones: los clubes de vacaciones, paraíso abierto para todos: España. España, para los franceses, para todos los franceses como antes la Costa Azul para los ingleses, para algunos ingleses. Ya no son los cien mil hijos de San Luis sino los veinte millones de nietos de Santa Genoveva).
—Pero aquí, en Valencia, no se nota mucho. A ver si ahora, con el Plan Sur…
En Alicante, sí; en Castellón, también. Aquí no. O poco.
No me atrevo a traer a discusión lo cochino de las playas, el abandono en que tienen al Cabañal, la Malvarrosa, el Saler. Además tienen las fallas: el turismo nacional, y la paella…
(continuará)
[ Fragmento de: Max Aub. “La gallina ciega” ]
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Describe el paisaje con tan selectiva precisión y espontaneidad, que casi podemos oler el perfume del azahar... y las alcanforadas emanaciones de los viejos armarios. En Levante, parece como si el principal propósito del rancio conservadurismo fuera despojar a la luz de su naturaleza subversiva, suplantándola por un reloj que le es ajeno. Tal vez si Sorolla hubiese sido consciente de ello...
ResponderEliminarSalud y comunismo
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Y sobre el paisaje humano: el grado cero de la estulticia, que aún perdura:
ResponderEliminarMax Aub: “Aquí (España 1969) no es que no haya libertad. Es peor: no se nota su falta”.
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En cierto modo, eso (que no se nota su falta) es más cierto hoy que en 1969.
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