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Todos LOS precios, EL precio…
Luis Casado
Mientras que cantamañanas -como los ministros de Hacienda (Finanzas)- vienen a explicarte cada día que todo va bien y mañana mejor. Lo cierto es que ahora toca defender EL precio. Porque LOS precios… van p’arriba. Inflación que le llaman…
En este período del año se produce una suerte de diarrea consumista asumida como «tradición», «fenómeno cultural», «práctica religiosa» o «manifestación del deseo de vivir». Algo así como la Copa del Mundo de fútbol pero en grande. La presente nota se inquieta muy a propósito de LOS precios, visto que EL precio, o sea el salario, no le inquieta a nadie excepto a los pringaos. Que aproveche.
Parece sencillo, pero no: desde los albores de la teoría económica quién intentó definir lo que son los precios se hizo la picha un lío.
Aun hoy, ofrecer un significado claro exige levantarse temprano. Como todo hijo de vecino crees que los precios -el valor de un producto expresado en dinero- los determina el mercado. Luego te enteras de que la Unión Europea le fija, por cojones, los precios a la energía y te asaltan las dudas a mano armada.
Un titular de prensa te tira de espaldas: “La UE llega a un acuerdo para imponer un tope máximo de 180 euros sobre el precio del gas.” La UE ya se había distinguido fijando el precio del petróleo ruso, (¿porqué no el qatarí o el texano?), lo que es otra prueba de que el libre mercado desapareció en combate admitiendo que alguna vez haya existido.
Peor aun: EEUU pone 400 billones de dólares para subvencionar a empresas que quieran instalarse en su territorio, y adoptan una serie de medidas proteccionistas para impedirle a la industria extranjera competir con sus productos locales. ¿Lo qué? Eso mismo: que la industria europea se muda con camas y petacas a los EEUU a cambio de un vil billete.
El libre mercado, la libre competencia y la mano invisible que guía los mercados hacia la eficiencia te mandan muchos saludos… pero llorar no pueden: donde manda capitán, no manda marinero. America first… ¿te dice algo?
En cuanto a los precios, Adam Smith publicó en 1776 el primer libro sabio sobre el tema: La Riqueza de las Naciones. Adam se interroga con relación a la proporción en que un bien puede ser cambiado por otro: verbi gratia ¿cuántos chorizos por un par de calcetines? Dicho de otro modo, cómo determinar el valor relativo de cada mercancía. El concepto tiene dos significados: el valor de uso y el valor de cambio. Astuto, Adam se ocupó solo del segundo.
(Calcula el valor de uso de la triterapia para un enfermo de SIDA y comprenderás. Sobretodo si solo queda una dosis… Si eres asopado y se te traba la pensadora, piensa en el valor de uso de un bote salvavidas en lo del Titanic… Y desde luego piensa en Jack…).
Para medir el valor de cambio nuestro buen Adam buscó un metro aplicable a todas las mercancías. ¿Cuál es el factor que determina la cantidad de un bien a la hora de intercambiarlo por otro? Adam llegó a la conclusión de que toda mercancía contiene algo en común: el trabajo. “El trabajo es pues la medida efectiva del valor intercambiable de toda mercancía”, se dijo mientras se admiraba en el espejo y se encontraba pirulo.
En ese momento se sirvió otra copa de malted barley (el whisky de los orígenes), y empezó a divagar en plan “experto”. Afirmó que el valor del trabajo es constante, : “Las cantidades iguales de trabajo deben ser, en cualquier tiempo y cualquier lugar, de un valor igual para el trabajador. […] Así, el trabajo, no variante nunca de su propio valor, es la única medida real y definitiva que puede servir, en cualquier tiempo y en cualquier lugar, para valorar y comparar el valor de todas las mercancías. Es su precio real; el dinero no es más que su precio nominal”.
No escapa a tu sagacidad que el trabajo, -otra mercancía en el bello sistema en el que vivimos-, también tiene un valor y que por ende Adam debía determinar cual es ese valor o bien seguimos pedaleando en la cebada (del whisky).
Por otra parte, el trabajo de un economista de Harvard especializado en mercados high yield no puede ser comparado con el trabajo de un modesto campesino productor de hortalizas. Si no me crees trata de comer lo que produce el economista y ya verás. Siguiendo el razonamiento de Adam debiésemos concluir en que el valor del trabajo, o de la fuerza de trabajo, es equivalente al trabajo que contiene… y ya la tenemos liada.
Si el elemento común que permite medir el valor (y a fortiori el precio) de cada mercancía es el trabajo necesario para producirla… la cuestión se resume en saber cuánto trabajo cuesta producir el trabajo, o más bien la fuerza de trabajo.
Karl Marx aclaró el enredo gracias a la noción de tiempo de trabajo socialmente necesario para producir algo. En otras palabras, un concepto que integra diferentes tipos de trabajo, y también su necesidad: si alguien produce lo mismo en menos tiempo… quiere decir que el tiempo socialmente necesario es menor, ergo que ese es el tiempo que hay que considerar para establecer el valor de un bien.
El valor del trabajo, por consiguiente, es el equivalente del tiempo de trabajo socialmente necesario para reproducirlo, o dicho de otro modo lo que cuesta producir y mantener vivo al currante cuya fuerza de trabajo se transa en el mercado. En los días de nuestra enceguecedora modernidad a ese valor le llaman salario.
De paso Marx subrayó que el trabajo es la única mercancía cuyo consumo genera valor. Para quién compra fuerza de trabajo con ese fin, es importante quedarse con (buena) parte del valor que genera el consumo de la fuerza de trabajo. Y reducir al máximo la parte que se lleva el currante que vende la suya propia por un precio que llaman salario.
Desde tiempos inmemoriales, buscando producir mercancías baratas dizque para satisfacer al consumidor, el empresario o patrón ha buscado procurarse fuerza de trabajo gratuita. Para alcanzar ese noble objetivo inventaron el esclavismo y la servidumbre, el “mediero” (currante que trabaja a “medias”), el “trabajador independiente” (¿de qué, de quién?), el empresario de sí mismo (las trabajadoras sexuales son un buen ejemplo), el “cuentapropismo”, el “comisionista”, el trabajador inmigrado y toda suerte de formas destinadas a reducir al máximo el precio de la fuerza de trabajo, o sea el salario.
Para ser justo debo decir que, buscando proteger al currante, también inventaron la media jornada, es decir trabajar solo 12 horas al día.
Lo cierto es que con los años se fue reduciendo el tiempo de trabajo socialmente necesario para reproducir la fuerza de trabajo. En Francia…
En un contexto de ganancias de productividad del trabajo agrícola y de aumento de la dimensión de los predios, en cerca de 40 años la proporción de agricultores disminuyó grandemente. En 1982, había 1,6 millones de agricultores, o sea 7,1 % del empleo total. En 2019, alrededor de 400 mil personas empleadas en el sentido del Bureau Internacional del Trabajo (BIT) son, en su empleo principal, agricultores, o sea 1,5 % del empleo total.
En la Francia del siglo XVIII la población agrícola representaba el 85% del total de la población francesa. Hoy en día, considerando a los agricultores y a los obreros agrícolas (en torno a 250 mil), menos del 2,5% de los trabajadores franceses nutren al conjunto de una población de 67 millones de habitantes y producen uno de los principales rubros de exportación del país.
Desde luego, con el tiempo la cantidad y la diversidad de lo que es necesario para mantener en vida a un currante que vende su fuerza de trabajo ha cambiado. Pero, sin entrar en los arcanos de los econometristas, parece evidente que el tiempo de trabajo socialmente necesario para “producir” al currante ha disminuido prodigiosamente, aun si le agregas un par de sneakers de marca, la última versión del iPhone y dos o tres virguerías más sin las cuales, al parecer, no puede vivir.
Todo esto queda en evidencia cuando miras la evolución de la productividad a lo largo de los años. Desde hace siglos no cesa de aumentar a tal punto que cuando un economista intenta explicar la inflación por un aumento de los costes salariales se refiere a “una reducción del ritmo del aumento de la productividad”. Claro como el agua de roca: se trata de la disminución del aumento…
No obstante, como canta Michel Jonasz, “Y a rien qui dure toujours” (No hay nada que dure para siempre). Confrontados a una reducción de la inversión, o a inversiones crecientemente especulativas, a la privatización de la educación y de la formación profesional, a la parte cada vez mayor del sector terciario en la economía, a la baja de la demanda (sí, sí, hay economistas que se quejan de una demanda insuficiente lo que determinaría una inversión decreciente), a la baja de la oferta (sí, sí, hay economistas que se quejan de una oferta insuficiente)… las ganancias de productividad se hacen cada vez más modestas. Incluso hay quien explica la disminución de la inversión -y por ende de la productividad- en razón de la baja tendencial de la tasa de ganancia…
Tú ya sabes:
Un economista = una
opinión.
Dos economistas = una contradicción.
Tres economistas = una confusión.
En cuanto a mí, intentando explicar lo que explico mi objetivo es sencillo: ofrecer herramientas para sobrevivir en medio de este mambo.
Los “expertos” auguran una crisis duradera y una inflación que será muy difícil de controlar. Los bancos centrales optan por utilizar la única herramienta que conocen para luchar contra la inflación: generar una recesión mediante el aumento de las tasas de interés. La recesión tiene como principal consecuencia la de reducir la masa salarial y por consiguiente la demanda…
Mientras que cantamañanas -como los ministros de Hacienda (Finanzas)- vienen a explicarte cada día que todo va bien y mañana mejor. Lo cierto es que ahora toca defender EL precio. Porque LOS precios… van p’arriba. Inflación que le llaman…
¿Te queda claro?
Luis Casado para La Pluma, 23 de diciembre de 2022
Fuente:
https://www.lapluma.net/2022/12/23/46370/
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