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DIARIO DE MOSCÚ
Walter Benjamin
1926
15 de diciembre
Después de levantarse, Reich salió un momento y tuve la esperanza de poder saludar a Asja a solas, pero ella ni apareció. Por la tarde, Reich supo que Asja no se había sentido bien por la mañana. Tampoco quiso Reich que yo fuera a verla por la tarde. Pasamos parte de la mañana juntos; él me tradujo el discurso pronunciado por Kamenev ante la Komintern. Uno no conoce un lugar hasta no haberlo vivido desde el mayor número posible de dimensiones. Para sentir un sitio como propio hay que haber entrado en él desde los cuatro puntos cardinales, e incluso haberlo abandonado en esas mismas direcciones. De lo contrario uno se lo puede cruzar, inesperadamente, tres o cuatro veces en medio del camino sin siquiera haber pensando en encontrárselo. En un segundo estadio, uno ya lo busca y lo utiliza como punto de orientación. Lo mismo ocurre con las casas. Recién después de mucho divagar en búsqueda de una específica entre tantas otras es que uno puede comprender qué hay en ellas. Desde los arcos de la entrada; sobre los marcos de las puertas; en letras de distintos tamaños, negras, azules, amarillas o rojas; con forma de flechas o con la imagen de unas botas o de ropa recién planchada; o en un porche desvencijado o en el descanso de una escalera; se nos viene encima una vida beligerante, decidida, muda. Hay que haber recorrido también las calles en tranvía para darse cuenta de cómo esta lucha continua sube varios pisos hasta librar, en los techos, su batalla final. Hasta esa instancia sólo resisten las consignas más fuertes y venerables o los carteles publicitarios, y sólo desde el avión se logra tener a la vista la elite industrial de la ciudad (que por aquí se trata de escasos nombres). Por la mañana, visita a la Catedral de San Basilio. Los colores cálidos e íntimos de su fachada relucen en la nieve. La regularidad del terreno de la planta baja permitió una construcción cuya simetría no es perceptible desde ningún punto. Siempre oculta algo y la contemplación sólo podría ser total desde una vista aérea; la percepción cenital fue la única que los constructores no tuvieron en cuenta. A la parte interior de la iglesia no sólo la vaciaron: más bien la destriparon como se hace con un ciervo cazado, para hacer de ella una especie de «museo» que atraiga al público masivo. Con la remoción del mobiliario interior, que a juzgar por los altares barrocos que sobrevivieron era de escaso valor artístico, las enredaderas de flores de tonos vivaces que engalanan las bóvedas y los pasillos cuelgan sin esperanza alguna; como si esto no fuese triste, los muros (pintados sin duda hace mucho tiempo), que en las recámaras evocan ligeramente las coloridas espirales de las cúpulas, pasaron a ser víctimas de la frivolidad del estilo rococó. Los pasillos abovedados son angostos y se ensanchan de golpe en altares o capillas redondas, donde la escasa luz que penetra desde la altura de las ventanas prácticamente impide reconocer los objetos religiosos que han quedado. Hay, sin embargo, una pequeña habitación bien iluminada, atravesada por una alfombra roja, en la que se han expuesto íconos de las escuelas de Moscú y Nóvgorod, además de algunos evangelios —probablemente de un valor incalculable— y también tapices con las imágenes de Adán y de Cristo desnudos, aunque despojados de genitales, en blanco sobre fondo verde.
La encargada de vigilar esta habitación es una mujer gorda con aspecto de campesina: me hubiese gustado oír cómo explicaba estas imágenes a unos proletarios que se encontraban en la sala. Antes di un breve paseo por unos pasajes a los que aquí llaman «líneas comerciales superiores». Traté, sin éxito, de comprar unas figuras muy interesantes, unos jinetes de colores brillantes hechos de arcilla, que había visto en la vidriera de una juguetería. Me tomé el tranvía para ir a almorzar. El trayecto me llevó por las orillas del Moscova, pasando por la Catedral del Salvador hasta cruzar la Plaza Arbatskaya.
Allí volvería al caer la tarde, anduve entre las hileras de puestos de madera; luego bajé por la calle Frunze hasta llegar al Ministerio de Defensa, que se alza muy elegante, y terminé perdiéndome. Volví a casa en tranvía. Reich quería ir él solo a ver a Asja. Por la noche fuimos a casa de Pansky, sobre una capa de hielo recién caída. Nos tropezamos con él en la puerta de su casa, estaba a punto de irse al teatro con su mujer. Para tratar de arreglar el malentendido nos pidió que fuésemos a verlo a su oficina en unos días. Entonces podríamos aclarar el incidente. A continuación, nos dirigimos a la casa grande de la Plaza Strasnoy, a buscar a un conocido de Reich. En el ascensor nos encontramos con su mujer, que nos dice que su marido está en una reunión. Pero dado que en esa misma casa, una especie de casa de huéspedes gigantesca, vive la madre de Sofía, decidimos pasar a saludar. Al igual que todas las demás habitaciones que me tocó ver hasta el momento (en casa de Granovsky, de Illés), también se trataba de una pieza con pocos muebles. Su aspecto lúgubre, de pequeño burgués, luce aún más deprimente por lo poco amueblada que está. La plenitud es un factor esencial para el pequeño burgués: las paredes deben tener cuadros colgando de ellas, el sofá debe contar con almohadones; los almohadones, funda; los aparadores, llenos de adornos; las ventanas, con cristales de colores. Y aquí sólo se conservan, indiscriminadamente, unos u otros. Si la gente se las arregla para vivir en lugares que parecen hospitales después de una inspección es porque su estilo de vida actual los despojó de cualquier posibilidad de existencia doméstica. En realidad viven en la oficina, en el club, en la calle. Basta con dar el primer paso en el interior de esta habitación para reconocer que la asombrosa estrechez, la terquedad de Sofía es legado de esta familia, de la que se ha emancipado, aunque no desprendido en su totalidad. En el camino de regreso, Reich me cuenta la historia de la familia. Sofía es hermana del general Krylenko, quien primeramente peleó del lado bolchevique, rindiendo servicios inestimables a la Revolución. Dadas sus dotes políticas limitadísimas, posteriormente le dieron el puesto representativo de Fiscal Superior del Estado. (Él fue también querellante en el caso Kindermann). Parece ser que la madre también forma parte de alguna organización. Debe de tener unos setenta años y aún muestra signos de energía considerables. Ahora los hijos de Sofía han de sufrir su tutelaje, acostumbrados al trajín de ir y volver de las manos de su abuela a las de su tía. Hace ya años que no ven a su madre. Los dos son fruto de su primer matrimonio con un aristócrata que en la guerra civil estuvo del lado de los bolcheviques y murió. Cuando llegamos estaba allí la hija menor. Es bellísima, segura de sí misma y de movimientos elegantes. Parece muy introvertida. Acababa de llegar una carta de su madre y estaba discutiendo con su abuela por haberla abierto, pese a que no estaba a su nombre. Sofía cuenta que no le permiten prolongar su estadía en Alemania. Su familia parece haberse enterado de su trabajo clandestino; es una calamidad, y su madre está visiblemente disgustada. Desde la habitación se tiene una vista magnífica de la gran hilera de luces sobre el bulevar Tverskoi…
(continuará)
[ Fragmento de: Walter Benjamin. “Diario de Moscú” ]
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