[ 383 ]
MONSIEUR TESTE
Paul Valéry
[ 05 ]
CARTA DE MADAME ÉMILIE TESTE
Señor y amigo,
Le agradezco su envío y la carta que ha escrito a Monsieur Teste. Estoy convencida de que la piña y las mermeladas no le han desagradado; estoy segura de que los cigarrillos le han gustado. En cuanto a la carta mentiría si dijera algo acerca de ella. Se la he leído a mi marido y no la ha entendido. Sin embargo, le confieso que he extraído de ella cierto deleite. Las cosas abstractas o demasiado elevadas para mí no me impiden comprender; le encuentro un encanto casi musical. Hay una parte hermosa del alma que puede gozar sin comprender y ésta es grande dentro de mí.
He leído, pues, su carta a M. Teste. Ha escuchado mi lectura sin mostrar lo que de ella pensaba ni lo que pensó de su contenido. Usted sabe que no lee casi nada con sus propios ojos, de los que hace un raro uso y como interior. Me equivoco; quiero decir un uso particular. Pero esto no es todo. No sé cómo expresarme; digamos un uso a la vez interior y particular..., y ¡ ¡universal! ! Sus ojos son muy hermosos; me gustan por ser más grandes que todo lo que de visible existe. Nunca se sabe si se le escapan por cualquier cosa o bien si, al contrario, el mundo entero no representa para ellos más que un simple detalle de todo lo que ven, una mosca voladora que puede obsesionar pero que no existe. Querido señor, desde que estoy casada con su amigo jamás he podido cerciorarme de sus miradas. El objeto en el que se fijan es quizá el propio objeto que su espíritu quiere reducir a la nada.
Nuestra vida sigue siendo la que usted ya conoce: la mía nula y útil; la suya llena de hábitos y ausencia. No es que no se despierte ni reaparezca, cuando quiere, terriblemente vivo. Me gusta así. Es fuerte y de repente temible. La máquina de sus actos monótonos estalla; su rostro se ilumina, dice cosas que no entiendo más que a medias, pero que ya no se borran de mi memoria. Pero no quiero ocultarle nada, o casi nada: A veces es muy duro. Yo no creo que nadie pueda serlo como él. Te destroza el ánimo con una palabra, y me veo como la vasija abandonada que el alfarero arroja a los desechos. Es duro como un ángel, señor. No tiene conciencia de su fuerza: tiene palabras inesperadas que son demasiado ciertas, que anonadan a las personas, las descubre en plena estupidez, frente a ellas mismas, completamente atrapadas por ser lo que son y por vivir tan naturalmente de frivolidades. Vivimos a gusto, cada uno en su estupidez, como peces en el agua, y jamás nos damos cuenta sino accidentalmente de todas las estupideces que contiene la existencia de una persona razonable. Jamás pensamos que lo que pensamos oculta lo que somos. Espero, señor, que valgamos más que todos nuestros pensamientos y que nuestro más grande mérito ante Dios sea haber intentado detenernos ante algo más sólido que la charlatanería incluso admirable de nuestro espíritu consigo mismo.
De otra parte, M. Teste no tiene necesidad de hablar para rendir a una humildad y a una simplicidad casi animal a las personas que lo rodean. Su existencia parece anular a los demás, e incluso sus manías hacen reflexionar.
Pero no crea que es siempre difícil ni pesado. ¡Si usted supiera, señor, qué distinto puede ser! En efecto, es duro a veces; pero en otros momentos se adorna con una exquisita y sorprendente dulzura que parece descender de los cielos. Su sonrisa es un regalo misterioso e irresistible, y su rara ternura es una rosa de invierno.
No obstante, es imposible prever su docilidad y sus violencias. Es inútil esperar el rigor o la indulgencia; frustra, por su profunda distracción y por el orden impenetrable de sus pensamientos, todos los cálculos ordinarios que hacen los humanos acerca del carácter de sus semejantes. Mis halagos, mis favores, mis desvelos, mis pequeños errores, nunca sé lo que obtendrán de M. Teste.
Pero le confieso que nada me ata más a él que la incertidumbre de su humor. Después de todo, soy muy feliz por no comprenderlo demasiado, por no adivinar cada día, cada noche, cada momento inmediato de mi paso por la tierra. Mi alma tiene más necesidad de ser sorprendida que de cualquier otra cosa. La espera, el riesgo, algo de duda, la exaltan y la vivifican más que lo haría la posesión de la verdad. Creo que esto no está bien, pero soy así, a pesar de los reproches que me hago. Me he confesado más de una vez de haber pensado que prefería creer en Dios antes que verlo en plena gloria y he sido censurada. Mi confesor me ha dicho que era una majadería más que un pecado.
Perdóneme por escribirle acerca de mi pobre existencia cuando usted sólo desea saber algunas noticias de quien tan vivamente le interesa. Pero yo soy algo más que el testigo de su vida; soy una pieza de ella y una especie de órgano, aunque no esencial. Como marido y mujer que somos, nuestras acciones están acomodadas al matrimonio, y nuestras necesidades temporales bastante bien ajustadas, a pesar de la inmensa e indefinible diferencia de nuestros caracteres. Estoy, pues, obligada a hablarle incidentalmente de la que le habla de él. ¿Tal vez usted tiene un mal concepto de cuál es mi condición junto a M. Teste y cómo me las arreglo para pasar mis días en la intimidad de un hombre tan original, de encontrarme tan próxima y tan alejada de ella?
Las mujeres de mi edad, mis amigas verdaderas o aparentes, están asombradísimas de verme, de que parezca tan bien hecha para una existencia como la suya y siendo bastante agradable —nada indigna de un destino comprensible y simple— aceptar una posición que ellas de ningún modo pueden figurarse en la vida de semejante hombre, cuya reputación de extravagante les choca y les escandaliza. No saben que el más pequeño afecto de mi querido esposo es mil veces más preciado que todas las caricias de los suyos.
¿Qué es su amor, que se imita y se repite, que desde hace tiempo ha perdido todo lo que hace que las más ligeras caricias estén cargadas de sentido, de riesgo y de fuerza, que la sustancia de una voz sea el único alimento de nuestra alma y que, en fin, todas las cosas sean más bellas, más significativas —más luminosas o más siniestras, más importantes o más vanas— según el solo presentimiento de lo que sucede en una persona cambiante que se nos vuelve misteriosamente esencial?
Mire, señor, es necesario no entender de placeres para desear separarlos de la ansiedad. Por ingenua que sea, sé lo que las voluptuosiades pierden al estar sujetas y acomodadas a los hábitos domésticos. Un abandono, una posesión que se corresponden, crecen infinitamente, creo, si se ignora su proximidad. Esta suprema certeza debe surgir de una suprema incertidumbre y revelarse como la catástrofe de un cierto drama cuyo desarrollo y comportamiento desde la calma hasta la extrema amenaza del desenlace tendríamos dificultad en recordar.
Felizmente —o no— jamás estoy segura de los sentimientos de M. Teste hacia mí; y esto me importa menos de lo que usted creería. Extrañamente casada como estoy, lo estoy con conocimiento de causa. Sabía que las grandes almas no crean una familia más que por accidente, o bien lo hacen para construirse una alcoba tibia donde lo que de mujer puede caber en su sistema de vida sea siempre embargable y esté siempre recluido. ¡No es detestable ver aparecer el suave brillo de un hombro purísimo entre dos pensamientos...! Los caballeros son así, incluso profundos.
No digo esto por M. Teste. ¡Es tan extraño! ¡En verdad, no puede decirse nada de él que no sea inmediatamente inexacto! Yo creo que tiene demasiada cohesión en sus ideas. Te extravía de repente en una trama que él sólo sabe tejer, romper, continuar.
Prolonga en sí mismo hilos tan frágiles que no resisten su delgadez más que por el auxilio y la armonía de toda su pujanza vital. Los estira sobre no sé qué laberintos personales, y se aventura, sin duda, bastante lejos del tiempo ordinario, en algún abismo de dificultades. ¿Me pregunto lo que llega a ser en ese abismo? Está claro que en esos apuros ya no se es uno mismo. ¡Nuestra humanidad no puede seguirnos hacia luces tan alejadas. Su alma sin duda se fabrica una planta singular cuya raíz, y no la fronda, crecería, contra natura, hacia la claridad!
¿No es esto asomarse fuera del mundo? ¿Encontrará la vida o la muerte en el límite de sus atentas voluntades? ¿Será esto Dios, o alguna espantosa sensación de no encontrar en lo más hondo del pensamiento, más que el pálido resplandor de su propia y miserable materia?
¡Es necesario haberlo visto en esos excesos de ausencia! En esos momentos su fisonomía se altera —¡se borra! Un poco más de esa absorción y estoy segura de que se volvería invisible.
¡Pero cuando vuelve de la profundidad! ¡Parece descubrirme como a una tierra nueva! Le parezco desconocida, nueva, necesaria.
Me apresa ciegamente en sus brazos como si yo fuera una roca de vida y de presencia real donde ese gran genio incomunicable se estrellaría, conmovería, se aferraría de golpe, ¡después de tantos inhumanos y monstruosos silencios! Retumba sobre mí como si fuera la tierra misma. Se despierta en mí, se reencuentra en mí,
¡qué felicidad!
Su cabeza pesa en mi cara y soy presa de toda la fuerza de sus nervios. Tiene en las manos un vigor y una presencia enormes.
Me siento presa de un escultor, de un médico, de un asesino, sometida a sus acciones precisas y brutales, y me veo con terror caída entre las garras de un águila intelectual. ¿Le diría a usted todo lo que pienso? Imagino que no sabe exactamente lo que hace, lo que modela.
Todo su ser, que estaba concentrado en un determinado lugar de los límites de la consciencia, acaba de perder su objetivo ideal, ese objetivo que existe y que no existe, pues sólo depende de un poco más o un poco menos de esfuerzo. Esto era una pequeña parte de toda la energía de un gran cuerpo para sostener ante el espíritu el instante de diamante que es al mismo tiempo la idea, la Cosa, el umbral y el fin. Pues bien, cuando este esposo extraordinario me captura y en cierto modo me adiestra, y me imprime sus fuerzas, tengo la impresión de que soy sustituida por ese objetivo de su voluntad que acaba de perder. Soy como el juguete de un musculoso conocimiento. Se lo cuento como soy capaz de hacerlo. La verdad que él esperaba ha tomado mi fuerza y mi resistencia viva; y por medio de una trasposición completamente inefable, sus voluntades interiores pasan, se descargan en sus manos duras y determinadas. Son momentos muy difíciles. ¿Qué hacer entonces? Me refugio en mi corazón, en el cual lo amo a mi antojo.
En cuanto a sus sentimientos hacia mí, en cuanto a la opinión que él puede tener de mí misma, son cosas que ignoro, del mismo modo que ignoro de él todo lo que no se ve o se oye.
Le he dicho anteriormente mis suposiciones, pero no sé verdaderamente en qué pensamientos o combinaciones pasa tantas horas.
Yo permanezco en la superficie de la vida; me abandono al curso de los días. Me digo que soy la sirvienta del instante incomprensible en que mi matrimonio se decidió en sí mismo. ¿Instante quizá adorable, sobrenatural quizá?...
(continuará)
[ Fragmento de: “Monsieur Teste”. Paul Valéry ]
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