jueves, 13 de julio de 2023

 

[ 431 ]

 

EL ORIGEN DEL CAPITALISMO

Una mirada de largo plazo

 

Ellen Meiksins Wood

 

( 04 )

 

 

 

PRIMERA PARTE

HISTORIAS DE LA TRANSICIÓN

 

 

 

 

I.

EL MODELO MERCANTILISTA Y SU LEGADO

 

 

 

A partir del modelo mercantilista clásico

 

UNA EXCEPCIÓN DESTACABLE: KARL POLANYI

 

En su ya clásico La gran transformación (1944) y otras obras, el historiador económico y antropólogo Karl Polanyi defiende que la motivación del beneficio individual unida al intercambio mercantil no fueron principios dominantes en la vida económica de las personas hasta la Edad Moderna. Incluso en aquellos lugares que contaban con mercados bien desarrollados, es preciso establecer una clara distinción entre sociedades con mercados, como las que aparecen en la historia documentada, y una «sociedad de mercado». En todas las sociedades tempranas, las relaciones y prácticas «económicas» estaban «insertas» o inmersas en relaciones de índole no económicas –de parentesco, comunales, religiosas y políticas–. Por lo tanto, la obtención de estatus y prestigio o la conservación de la solidaridad comunal son motivaciones más allá de lo puramente «económico» –como el beneficio y la ganancia materiales–, que han dirigido la actividad económica. La vida económica no solo ha dependido de los mecanismos del intercambio mercantil, sino también de la «reciprocidad» y la «redistribución», en algunos casos mediante obligaciones recíprocas complejas determinadas por el parentesco o la apropiación autoritaria de plusvalía por parte de algún poder político o económico y sus mecanismos centrales de redistribución.

 

Polanyi discutía abiertamente los supuestos de Adam Smith sobre el «hombre económico» y su natural tendencia «al trueque, la permuta y el intercambio», afirmando que dicha «propensión» no había desempeñado el papel dominante atribuido por Smith antes de su propio tiempo, y que de hecho esta no habría regulado la economía hasta un siglo después. En las sociedades pre-mercantiles había mercados, en algunas incluso extensos y relevantes, pero eran un elemento subordinado de la vida económica, dominado por otros elementos del comportamiento económico. Y, no solo eso, estos mercados, incluso en los sistemas mercantiles más complejos y de mayor alcance, funcionaban en función de una lógica bastante distinta de la del mercado capitalista moderno.

 

En concreto, ni los mercados locales ni el comercio de larga distancia característico de las economías precapitalistas eran esencialmente competitivos (por no decir, podría haber añadido, que no estaban dominados por los criterios de la competitividad). Aquellas relaciones mercantiles –entre la ciudad y el campo, por un lado, y entre zonas de climas distintos, por otro– eran más «complementarias» que competitivas, incluso a pesar de que las relaciones de poder desiguales distorsionaran dicha «complementariedad». El comercio externo se basaba sencillamente en el tráfico de mercancías. La labor del comerciante consistía en trasladar las mercancías de un mercado a otro, mientras que en el comercio local, según Polanyi, la actividad mercantil era exclusiva y estaba estrictamente regulada. En general, se eliminó deliberadamente la competitividad porque tendía a desorganizar el comercio.

 

Polanyi destaca el hecho de que solo los mercados internos, a escala nacional –un cambio muy tardío al que se oponían los mercaderes locales y las ciudades autónomas de los centros mercantiles más avanzados de Europa–, se regían por principios de competitividad. Pero, incluso los mercados internos de los Estados-nación de principios de la Edad Moderna no fueron durante un tiempo más que una serie de mercados municipales, unidos por tráfico de mercancías no muy distinto en principio al comercio de larga distancia de Ultramar. El mercado interno integrado tampoco era un descendiente directo, ni una evolución natural, del comercio local o de larga distancia que lo precedió. Era, según Polanyi, un producto de la intervención del Estado, e incluso entonces, en una economía que aún se basaba en gran medida en la producción de hogares campesinos autosuficientes que trabajaban para subsistir, la regulación estatal siguió prevaleciendo sobre los principios de competitividad.

 

Tan solo en la moderna «sociedad de mercado», según Polanyi, existe una motivación «económica» distintiva, unas instituciones y relaciones económicas distintivas diferenciadas de las relaciones no económicas. Puesto que, en un sistema de mercados autorregulados dirigidos por un mecanismo de precios, los seres humanos y la naturaleza –en forma de trabajo y tierra– son consideradas mercancías y, por muy ficticio que resulte, la sociedad misma se convierte en un «apéndice» del mercado. La economía de mercado solo puede existir en una «sociedad de mercado», es decir, en una sociedad en la cual en vez de estar incrustada la economía en las relaciones sociales, son estas las que están incrustadas en la economía.

 

Obviamente, Polanyi no fue el único en percibir el papel secundario que desempeñaba el mercado en las sociedades precapitalistas. Todo historiador económico o antropólogo competente acertará a reconocer la existencia de los diversos principios no mercantilistas que rigen el comportamiento económico en dichas sociedades, desde las más «primitivas» e igualitarias hasta las más complejas, estratificadas y explotadoras «altas» civilizaciones. Otros historiadores económicos (aunque menos de los que cabría imaginar) han constatado los cambios que han afectado a los principios del comercio. Sin embargo, cabe destacar la aportación de Polanyi, su rigurosa descripción de la ruptura entre la sociedad de mercado y las sociedades no de mercado que la precedieron, aunque estas fueran sociedades con mercados; no solo las diferencias entre sus distintas lógicas económicas, sino también los conflictos sociales que conllevó dicha transformación. El impacto del sistema de autorregulación del mercado, insiste Polanyi, fue tan disruptivo no solo para las relaciones sociales, sino para la propia psique de los seres humanos, fue tan desastroso su impacto sobre la vida de los seres humanos, que necesariamente la historia de su implantación conllevó la historia de la protección frente a los estragos que provocó. Si no se hubieran puesto en marcha «contramovimientos de protección», sobre todo de la mano de la intervención del Estado, «la sociedad humana habría quedado aniquilada».

 

Este argumento representa en muchos sentidos una ruptura evidente con las explicaciones del desarrollo económico que insisten en la continuidad (más o menos benevolente), entre el comercio de la Antigüedad y la economía capitalista moderna, incluso en los casos en los que dan cuenta del antagonismo entre los principios «mercantiles» o capitalistas y la lógica económica (o antieconómica) del feudalismo.

 

Pero, en algunos casos relevantes, la explicación de Polanyi guarda similitudes importantes con algunas interpretaciones históricas más convencionales. Los principales problemas derivan de su explicación de las condiciones en las que emerge la sociedad de mercado, el proceso histórico que le dio origen, y las implicaciones de todo ello para su interpretación del mercado como práctica social. No es este el lugar para abordar un análisis detallado de la naturaleza de la propiedad de la tierra en la Inglaterra medieval, del «mercantilismo», del sistema Speenhamland u otras concreciones históricas sobre las que algunos historiadores hoy podrían discrepar con el análisis de Polanyi. La cuestión aquí es que el relato histórico de Polanyi tiene un mayor alcance e impacto para nuestra comprensión del capitalismo moderno.

 

Su enfoque adolece, eso sí, de algo de determinismo tecnológico. Para Polanyi, la Revolución industrial fue determinante para el surgimiento de la sociedad de mercado –cómo en el contexto de la sociedad mercantil, la invención de complejas maquinarías trajo la necesidad de convertir «la sustancia natural y humana de las sociedades en mercancías»–. «Dado que la maquinaria compleja es cara, no se podrá amortizar a no ser que se produzcan muchos bienes», escribió, y para alcanzar la escala de producción necesaria, esta debe ser ininterrumpida, lo cual significa que «deberán de estar a la venta todos los factores implicados» para el comerciante. El último paso, y el que tuvo el impacto más desastroso para la creación de las condiciones necesarias, es decir, la creación de una sociedad de mercado para cumplir con los requisitos de la producción de maquinaria compleja, es la transformación del trabajo en «factor» mercantilizado.

 

La secuencia causal es aquí muy relevante. La Revolución industrial «no fue más que el inicio» de una revolución «extrema y radical» que transformó por completo la sociedad mediante la mercantilización de la humanidad y de la naturaleza. El progreso tecnológico produjo dicha transformación. En su núcleo mismo residía «el perfeccionamiento casi milagroso de las formas de producción»; y, a la vez que implicó una transformación social, era la culminación de anteriores mejoras de la productividad, gracias a factores técnicos y de organización del uso de la tierra, de manera muy relevante en Inglaterra, por medio de los cercamientos.

 

Si bien Polanyi no comparte la creencia del «progreso espontáneo», no parece dudar ni por un momento del carácter inevitable de esas mejoras, por lo menos en el contexto de la sociedad mercantil occidental, con sus «instituciones libres», en especial sus comunas urbanas libres y la expansión del comercio, lo que él denomina «la tendencia de Europa occidental hacia el progreso económico». Su argumentación contra los enfoques convencionales del progreso espontáneo se centra sencillamente en que estos no tienen en cuenta en qué medida el Estado afecta, y en concreto ralentiza, el ritmo del cambio (igual que los Tudor y los primeros Estuardo retrasaron la implantación de los cercamientos). Sin este tipo de intervenciones, «el ritmo de ese progreso podría haber acabado siendo ruinoso y haber convertido el propio proceso en un acontecimiento más degenerativo que constructivo» igual que la Revolución industrial necesitó servirse de la intervención del Estado para poder conservar el tejido social.

 

De modo que, los elementos centrales del relato histórico de Polanyi no difieren del todo de los del modelo mercantilista: el moderno capitalismo industrial se debió tanto a la expansión de los mercados como al progreso tecnológico. Y, si bien el proceso culmina en Inglaterra, es un proceso europeo. En este sentido, pudiera parecer que el proceso que condujo de la mercantilización a la industrialización y de ahí a la «sociedad de mercado» podría haber sido una evolución más o menos natural en el contexto de un mundo cada vez más mercantilizado, un cambio que culminó solo en Europa sencillamente por la ausencia de determinados obstáculos de índole no económica. Como ha expresado un estudioso de las clases de historia económica general de Polanyi, el autor defendía que, al contrario que sucediera en Oriente, que gozaba de un nivel similar de mercantilización, el feudalismo propio de Europa occidental no se basaba en lazos tan fuertes de parentesco ni en clanes y tribus, de modo que «al debilitarse y desparecer las ataduras feudales, la dominación de las fuerzas del mercado no encontró muchas resistencias». Y, si bien era necesaria la intervención del gobierno para la creación de mercados, «la economía de mercado en desarrollo contribuyó a destruir las instituciones económicas y políticas del feudalismo».

 

Sin embargo, quedarían sin explicar aquí cómo la transformación radical de las relaciones sociales precedió a la industrialización. La revolución de las fuerzas productivas presupuso la transformación de las relaciones de propiedad y un cambio en la forma de explotación que creó una necesidad históricamente única de incrementar la productividad del trabajo. Presuponía la emergencia de los imperativos capitalistas: la competitividad, la acumulación y la maximización del beneficio. Esto no quiere decir que Polanyi pusiera el carro delante de los bueyes. Lo verdaderamente relevante es que el orden causal que sugiere parece indicar que fracasó a la hora de entender el mercado capitalista como una forma social específica. No considera los imperativos específicos del mercado capitalista, las presiones ejercidas por la necesidad de acumulación y de incrementar la productividad del trabajo, como producto de unas determinadas relaciones sociales, sino como el resultado de un desarrollo tecnológico más o menos inevitable, por lo menos en Europa occidental.

 

Lo cierto es que La gran transformación se alejaba de la interpretación historiográfica convencional de la «transición». Resulta sorprendente la escasa influencia que ha tenido el libro sobre el modelo dominante, incluso a pesar de que recientemente parece que ha resurgido el interés por Polanyi. El caso es que, en términos generales, no hemos avanzado nada desde nuestra posición de partida. O bien observamos que ni se plantea la cuestión de los orígenes del capitalismo o bien, incluso cuando sí se plantean cuestiones relativas al cómo y al porqué de su emergencia en determinados casos, estas tienden a sustituirse por otra interrogante: ¿por qué no emergió el capitalismo en otros contextos? Algunos lectores seguramente estén familiarizados con la idea, por ejemplo, de las «transiciones fallidas» empleada para describir lo ocurrido –o lo que no pudo ocurrir– en las ciudades Estado mercantiles del norte de Italia o de los Países Bajos. La propia noción de «transición fallida» lo dice todo…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: “EL ORIGEN DEL CAPITALISMO Una mirada de largo plazo” / Ellen Meiksins Wood ]

 

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