miércoles, 26 de julio de 2023


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LA CIA Y LA GUERRA FRÍA CULTURAL

 

Frances Stonor Saunders

 

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«Operación Congreso»

 

(…) Koestler también se había convertido en objetivo. Su documento fue discutido por la Junta Directiva en su ausencia. Ni siquiera formaba parte de ella. La intransigencia de Koestler hacia la discrepancia, su ira irracional y la arrogancia con que defendía sus posturas, habían convencido a Washington de que era más un pasivo que un activo. Desde la conferencia de junio, Koestler había estado manteniendo reuniones regulares en su casa de Verte Rive con Burnham, Brown, Raymond Aron, Lasky y otros miembros del «círculo más próximo». En palabras de Mamaine, se «había obsesionado con el congreso» y «apenas podía dormir». Estas reuniones no pasaron inadvertidas. En agosto de 1950 el semanario comunista francés L’Action llegó a la imaginativa conclusión de que Koestler estaba preparando en su casa un grupo terrorista, junto a Burnham y Brown.

 

Josselson estaba convencido de que el tono de moderación era esencial si se quería que el Congreso por la Libertad Cultural consiguiese uno de sus principales objetivos: ganarse a los indecisos la respuesta desde la central fue autorizar la destitución de Koestler de su importante cargo en la organización. De esta manera, el hombre que había redactado el Manifiesto por la Libertad Cultural era ahora eliminado procurando hacer el menor ruido posible. En el tercer párrafo del manifiesto se decía:

 

«La paz sólo se puede mantener si todos los gobiernos aceptan el control y la vigilancia del pueblo sobre el que gobiernan».

 

La CIA, al marginar a Koestler y al dirigir de manera encubierta lo que sería la mayor concentración de intelectuales y «librepensadores», en realidad iba contra la propia declaración de derechos que, por otro lado, estaba financiando. Para promover la libertad de expresión, la Agencia primero tenía que comprarla y luego limitarla. El mercado de las ideas no era tan libre como parecía. Para Koestler fue una terrible traición. Sufrió una especie de «ataque de nervios», marchó a Estados Unidos y desde allí observó con amargura cómo el Congreso por la Libertad Cultural se desviaba de sus ideas.

 

Arthur Schlesinger fue otro valioso contacto para el Congreso. Formaba parte de lo que Stuart Hampshire, Isaiah Berlin y Stephen Spender llamaban «el aparato, el grupo de control». En una carta a Irving Brown para felicitarle tras la reunión de Berlín, Schlesinger decía con entusiasmo:

 

«Creo que tenemos un instrumento inmensamente poderoso para la guerra política e intelectual».

 

Schlesinger conocía de estos asuntos por haber trabajado durante la guerra en la Oficina de Servicios Estratégicos (OSS), donde había sido destinado al departamento de Investigación y Análisis, al que se le llamaba con ironía «el campus», por su halo intelectual y de gente bien.

 

Schlesinger se había mantenido en estrecho contacto con el «club» exclusivo de los veteranos de la OSS, muchos de los cuales, incluido él mismo, habrían de convertirse luego en los principales políticos de la época y en consejeros presidenciales. Conocía a Allen Dulles, quien, en 1950, le invitó a formar parte del Comité Ejecutivo de Radio Europa Libre, creada aquel año por la CIA (para lo cual utilizó la tapadera del Comité Nacional para una Europa Libre). Schlesinger también había participado en operaciones secretas cuando trabajaba de ayudante de Averell Harriman, jefe del Plan Marshall en Europa.

 

«Se pensaba de forma generalizada que la Unión Soviética estaba gastando mucho dinero en organizar a sus intelectuales, y que teníamos que hacer algo para responder»,

 

recordaba Schlesinger. Con Harriman, participó en la distribución secreta de fondos de contraparte a los sindicatos europeos, para lo cual tuvo que tratar a menudo con Irving Brown.

 

La relación de Schlesinger con Brown estaba ahora consolidada por los secretos que compartían. Para Schlesinger formaba parte del puñado de personas que no pertenecían a la Agencia que supieron desde el principio el verdadero origen del Congreso por la Libertad Cultural.

 

«Yo sabía gracias a mis relaciones con los servicios de inteligencia que la primera reunión del Congreso en Berlín fue pagada por la CIA —reconoció más tarde Schlesinger—. No parecía descabellado ayudar a las personas que estuviesen de nuestro lado. De todos los gastos de la CIA, el Congreso por la Libertad Cultural fue el que más mereció la pena y el que más éxito tuvo».

 

Una de las primeras tareas de Schlesinger consistió en persuadir a Bertrand Russell, uno de los auspiciadores honoríficos del Congreso, de que no dimitiese. El filósofo había amenazado con hacerlo después de leer los «maliciosos informes» de Hugh Trevor-Roper, en el Manchester Guardian, en los que calificaba a los sucesos de Berlín como algo incómodamente cercano a una concentración nazi. En una visita a Russell en Londres, acompañado de Koestler, el 20 de septiembre de 1950, Schlesinger escuchó a Russell contarle su preocupación ante el informe de Trevor-Roper (respaldado por A J. Ayer), y su subsiguiente decisión de retirarse. Russell se mostró frío hacia Koestler (el filósofo antaño había intentado tener relaciones amorosas con Mamaine Koestler, y el residuo de aquellos celos aún seguían interponiéndose en su relación de amistad), pero finalmente, aceptó sus razones y las de Schlesinger.

 

1950 fue el año de Bertrand Russell, matemático y filósofo reconocido mundialmente. Aquel año le concedieron la Orden de Mérito Británica y el Premio Nobel. Había conocido a Lenin y no le había causado buena impresión:

 

«Su carcajada al pensar en los que habían sido masacrados me heló la sangre… Mis recuerdos más vívidos eran los de los abusos y crueldades cometidos en Mongolia».

 

Russell había sorprendido a sus admiradores cuando, en 1948, en un discurso en el salón de actos del Westminster School, dañado por los bombardeos, sugirió amenazar a Stalin con la bomba atómica. En esa época, Russell era

 

«acérrimo anticomunista [e] insistía que por nuestro lado, la fuerza militar y el rearme tenían precedencia sobre cualquier otro asunto».

 

Russell también era apreciado por el IRD, del que le encantaba recibir «Chismes de vez en cuando». Pero si por entonces Russell era un «halcón», a mediados de los años cincuenta abogaba por el inmediato desarme nuclear

 

«Su aristocrático culo se ha sentado/sobre el pavimento de Londres/junto con reinas y rojos», escribió un poeta»

 

Su postura política parecía cambiar con el viento, y habría de causar al Congreso y a sus patrocinadores americanos muchos ardores de estómago durante los años que duró su presidencia honoraria, hasta que, finalmente, dimitió en 1956. Pero de momento, su nombre añadía lustre y satisfacía lo que para algunos era la debilidad de Josselson por el talismán de la fama.

 

Como Russell, los demás presidentes honorarios eran también filósofos, Y todos ellos «representantes de la recién nacida “mente euroamericana”». Benedetto Croce era un monárquico conservador que no tenía tiempo para el socialismo o para la religión organizada (sus libros figuraban en el Índice de Libros Prohibidos del Vaticano). Ahora, ya octogenario, era reverenciado en Italia como elocuente padre del antifascismo, como hombre que había desafiado abiertamente el despotismo de Mussolini y que había sido erigido en líder moral de la resistencia. También fue un valioso contacto para William Donovan la víspera de la invasión aliada de Italia. Croce murió en 1952, y fue sustituido por Salvador de Madariaga, también muy ligado a Donovan a través del Movimiento Europeo. John Dewey, que había encabezado el Comité por la Defensa de León Trotsky, representaba al pragmático liberalismo americano. Karl Jaspers, el existencialista germano, había sido un crítico implacable del Tercer Reich. Como cristiano, en una ocasión había desafiado públicamente a Jean-Paul Sartre a que dijera si aceptaba o no los Diez Mandamientos. Jacques Maritain, humanista católico y liberal, era un héroe de la resistencia francesa. Era amigo íntimo de Nicolas Nabokov. A Isaiah Berlin le propusieron que se uniese a este rosario de filósofos-patrocinadores, pero lo rechazó porque el apoyo público a un movimiento anticomunista pondría en peligro a sus parientes del Este. Sin embargo, sí prometió su apoyo al Congreso en cualquier otra forma, no tan conspicua. Lawrence de Neufville recordaba que Berlin lo hizo a pesar de que sabía que el Congreso estaba siendo financiado secretamente por la CIA.

 

«Conocía nuestra participación —dijo Neufville—. No sé quién se lo dijo, pero supongo que fue uno de sus amigos de Washington».

 

Como sucede en todas las organizaciones profesionales, los primeros días se caracterizaron por constantes cambios de puestos mientras los participantes hacían todo lo posible por conseguir los mejores cargos. Denis de Rougemont, que nunca había sido comunista y procedía de la neutral Suiza, fue nombrado presidente del Comité Ejecutivo. Autor de L’amour et l’Occident [El amor y Occidente], De Rougemont procedía de la izquierda antifascista no marxista. Tras la guerra, había trabajado de locutor para la Voz de América, y había trabajado junto a François Bondy en la Unión Europea de Federalistas, en cuyos objetivos seguiría trabajando con la ayuda encubierta de la CIA (de lo cual, diría luego, que no sabía nada) desde su Centre Européen de la Culture (que aún sigue existiendo) desde su sede de Ginebra.

 

Para el cargo de secretario general, Josselson hizo todo lo que pudo para que se nombrase a su candidato predilecto, Nicolas Nabokov, quien, aun en el caso de que no lo supiese, había hecho méritos para uno de los papeles protagonistas cuando declamó en la conferencia de Berlín:

 

«Al salir de este Congreso hemos de construir una organización para la guerra. Debemos tener un comité permanente. Debemos procurar que recurra a todas las figuras, a todas las organizaciones de lucha y a todos los métodos de lucha, con vistas a entrar en acción. Si no lo hacemos antes o después todos seremos colgados. Teníamos que haberlo hecho hace mucho tiempo».

 

Como era de esperar, Nabokov fue elegido para el cargo.

 

Aparte de su viejo amigo Josselson, Nicolas Nabokov tenía padrinos poderosos. Estaba Chip Bohlen, «ese americano de pura raza» que hizo que los Estados Unidos fuesen «un verdadero hogar» para Nabokov a principios de los años cuarenta y que habría de seguir siendo, dijo Nabokov, «mi modelo, mi consejero, a menudo mi consuelo». También estaba George Kennan, que con anterioridad tan incómodo se había sentido cuando no fue admitida la solicitud de Nabokov para un empleo en la Administración. El nombre de Nabokov también aparecía en una lista supersecreta de personal para la guerra psicológica, recomendado para ser destinado a los puestos más delicados, y que se envió a la Oficina de la secretaría del Ejército en 1950. Esta combinación de poderosos padrinos políticos logró que Nabokov aprobase el examen de seguridad que había suspendido unos años antes.

 

Irving Brown, el cajero pagador, ofreció a Nabokov 6.000 dólares. Nabokov, con dos hijos pequeños en el colegio, y que en aquel momento recibía un sueldo de 8.000 dólares como profesor en el Peabody Conservatory y en el Sarah Lawrence College, dijo que necesitaba más:

 

«No olvides, que en este trabajo, habrá necesariamente gastos de representación. No es que piense dar fiestas, pero tendré que ver a mucha gente, convencerles, invitarles a comer, etc., etc.».

 

En realidad a Nabokov le encantaba dar fiestas, y durante los siguientes dieciséis años daría muchas, y muy espléndidas, a costa de la CIA. Por el momento, sin embargo, la cuestión del sueldo de Nabokov se dejó sin resolver. Irving Brown, que tenía acceso a unos inmensos fondos de reptiles, tenía varios ases en la manga. A la vez que era decidido partidario del Congreso, su inclinación natural era gastar el dinero disponible en financiar a la Force Ouvriere, apoyada por la CIA, en sus intentos de anular la acción de los sindicatos comunistas de estibadores en Marsella, donde estaban siendo bloqueados a diario los suministros y los envíos de armas estadounidenses del Plan Marshall. La cuestión se resolvió cuando James Burnham, en enero de 1951, ofreció un complemento al salario de Nabokov.

 

«Se tomarán otras medidas para compensarme de mi considerable disminución de ingresos en el nuevo cargo, y que no aparecerán en la contabilidad de la operación en Europa»,

 

le dijo Nabokov a Brown, sin preocuparle, a lo que parece, la manga ancha de Burnharn en relación con la contabilidad. Durante el primer año, aproximadamente, Nabokov estuvo, prácticamente a las órdenes de Burnham.

 

Se decidió que Lasky habría de permanecer en Berlín como director de Der Monat, cuyas oficinas serían la sede de la organización que representaría a Alemania en el Congreso. Josselson y Neufville se trasladarían a París y se pondrían al frente de la oficina principal, en contacto con Irving Brown, al que se dieron instrucciones para que alquilara y equipara un local adecuado. Cuando estaban haciendo los preparativos para salir de Alemania, Josselson y Neufville conocieron interesantes novedades que se habían producido en el cuartel general de la CIA en Washington: Allen Dulles acababa de entrar en la Agencia, y con él llevó a un ayudante llamado Tom Braden. Las cosas iban a cambiar.

 

Allen Dulles entró en la CIA en diciembre de 1950, en el puesto de subdirector de Operaciones. Era un cargo de inmenso alcance, que le otorgaba a Dulles la responsabilidad de recopilar la información, y de supervisar la división de Frank Wisner, la Oficina de Coordinación de Políticas (OPC). Una de sus primeras decisiones fue fichar a Tom Braden, uno de sus más brillantes oficiales de la OSS, hombre que había cultivado multitud de contactos en las altas esferas a su retorno a la vida civil. Enjuto, de pelo rubio rojizo y con semblante curtido y atractivo, Braden era un coctel de John Wayne, Gary Cooper y Frank Sinatra. Nacido en 1918, en Dubuque, Iowa. el padre de Braden era agente de seguros y su madre escribía novelas románticas. Ella le enseñó a apreciar las obras de Ring Lardner, Robert Frost y Ernest Hemingway. Obtuvo su licenciatura en ciencias políticas en Dartmouth, en 1940, y luego se entusiasmó tanto con el inicio de la guerra, que se alistó en el ejército británico. Fue destinado al 8.º Ejército, 7.ª División Blindada —las famosas Ratas del Desierto— donde entabló íntima amistad con Stewart Alsop. Ambos entrarían en la OSS, lanzándose en paracaídas en la Francia ocupada para luchar en los bosques al lado de la resistencia, dominada por los comunistas. Después de la guerra, Braden y Alsop escribieron juntos un libro, Sub Rosa: The OSS and American Espionage, en el que de la OSS decían que daba a sus hombres «oportunidades para vivir las aventuras más increíbles que se recuerdan en ninguna guerra desde los tiempos del rey Arturo».

 

De vuelta a la vida civil, Braden pasó los siguientes cuatro años abogando por la creación de un servicio de inteligencia permanente. A finales de 1950, Allen Dulles le telefoneó y le pidió que entrase en la CIA como ayudante suyo. Braden aceptó. Con el nombre clave de Homer D. Hoskins, Braden en principio no estuvo asignado a ningún departamento en concreto, siendo destinado nominalmente a la OPC de Wisner, pero en realidad, trabajaba directamente para Dulles. En unos pocos meses, llegó a conocer a la perfección la ofensiva de propaganda comunista, sintiendo poco aprecio por la respuesta americana.

 

«Qué extraño, pensé para mis adentros, cuando veía lo que pasaba, que los comunistas, que temen entrar en cualquier tipo de organismo excepto en el Partido Comunista, consigan aliados de masas gracias a la guerra organizativa, en tanto que nosotros, los americanos, que nos apuntamos a todo, estábamos aquí sin hacer nada».

 

William Colby, futuro director de la CIA, llegó a la misma conclusión:

 

«Los comunistas no ocultan su creencia en lo que llaman “el arma organizativa”: organizar el Partido como fuerza fundamental, pero después, organizar todos los demás frentes —grupos de mujeres, grupos culturales, sindicatos, agricultores, cooperativas— toda una panoplia de organizaciones de manera que incluyan la mayor cantidad de gente posible del país, dentro de estos grupos y, por lo tanto, bajo una dirección e incluso disciplina fundamentalmente comunista».

 

«Si el otro bando puede utilizar ideas camufladas como si fueran del propio país, en lugar de que parezca que están apoyadas o estimuladas por los soviéticos, entonces, nosotros deberíamos poder utilizar ideas camufladas de locales»,

 

razonaba Braden. Cuando tuvo una perspectiva general de la OPC de Wisner, Braden se convenció de que estaba sobrecargada de proyectos que carecían de objetivo central. Un funcionario de la CIA lo calificó como «montón de chatarra operativa».

 

«Había una Sección de Organizaciones Internacionales, pero era un batiburrillo de trabajitos que la Agencia tenía en marcha, y carecía por completo de importancia —recordaba Braden—. Fui a ver a Al [Allen Dulles] y le dije: “¿Por qué no unimos todo esto en una sola división?”. Tal vez Al esperaba que yo le propusiese algo así».

 

En tanto que Dulles se mostró entusiasta, la propuesta de Braden fue recibida con consternación por los miembros de la CIA que pensaban que las operaciones encubiertas implicaban el derrocamiento de líderes extranjeros «poco amistosos», como Jacobo Arbenz. Si la mitad de la Agencia en sus comienzos estaba formada por profesores de universidad (ya se la conocía como «el campus»), la otra mitad estaba formada por policías y ladrones. Junto a los universitarios que fumaban en pipa, estaban el tipo de personas, decía Braden, que no habían entendido que la guerra había terminado. Peligrosamente empecinado, su forma de pensar era análoga a la de hombres como el general MacArthur, que quería extender la guerra de Corea bombardeando Manchuria, o el secretario de Marina, que, en 1950, había exhortado al mundo para que se preparase para otra conflagración mundial.

 

«Yo estaba mucho más interesado en las ideas que estaban bajo el fuego comunista que en volar por los aires Guatemala —explicaba Braden—. Yo me consideraba más “intelectual” que belicista»…

 

(continuará)

 

 

[ Fragmento de: Frances Stonor Saunders. “La CIA y la guerra fría cultural” ]

 

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