lunes, 28 de octubre de 2024



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HISTORIA SOCIAL DE LA LITERATURA ESPAÑOLA ( XV )

 

Carlos Blanco Aguinaga, 

Julio Rodríguez Puértolas, 

Iris M. Zavala.

 

 

 

 

I

EDAD MEDIA

 

LA DISGREGACIÓN DEL MUNDO MEDIEVAL

 

 

 

 

 EL CANCIONERO POPULAR. EL ROMANCERO Y SUS HÉROES FRAGMENTADOS 



Paralelamente al proceso de asimilación de la poesía por el sistema establecido por los Reyes Católicos, coexiste toda una corriente de lírica popular y tradicional -villancicos, canciones- en que «los de abajo» manifiestan emociones, ideas y situaciones determinadas de modo finamente estilizado y expresivo. Ello no significa, sin embargo, que exista un divorcio total entre ambos tipos; ya se ha mencionado poco más arriba el hecho de que varios poetas conocidos se inspiran y toman canciones profanas, populares en su mayoría, para utilizarlas y transformarlas a lo divino, de modo semejante -salvando las oportunas distancias- a lo que hacían los poetas cultos árabes y hebreos de la alta Edad Media con las jarchas mozárabes. El cancionero tradicional se relaciona de forma muy directa con un colectivo más o menos homogéneo, y es manifestación artística de las capas inferiores de una sociedad todavía tradicional. En él, la herencia colectiva suele estar mezclada con elementos que se producen como con- secuencia del conflicto entre el pueblo y la clase dominante. Dentro, pues, de esta gran corriente, que desde la Edad Media penetra en el siglo XVI, para refugiarse –a nivel literario esta- blecido– en el teatro de un Lope de Vega o un Tirso de Molina, un grupo de poemas ofrecen un evidente reflejo de condiciones y problemas sociales vistos con ojos populares, dejando ahora a un lado otras muchas composiciones en que se canta el trabajo o el amor. La sociedad oficial es consciente de la oposición entre cultura popular y cultura establecida; de esa consciencia y del estudio de esa oposición ha nacido el llamado folklore, esto es, la apropiación oficial de la cultura popular a nivel académico. Será preciso estar alerta ante esta maniobra aunque por ahora nos veamos obligados a considerar el folklore como una concepción del mundo y de la vida de los estratos populares. Así con la lírica popular, distinguible dentro de una cultura «nacional» no exactamente por su origen histórico o su expresividad artística, sino por su modo de concebir la realidad en contraste con la sociedad oficial, la de las clases dominantes. 

 

Algunas canciones expresan finamente cierto tipo de relaciones entre los señores feudales y sus vasallos del sexo femenino: 



No me habléis, conde, 

de amor en la calle: 

catá que os dirá mal, 

conde, la mi madre. 

Mañana iré, conde, 

a lavar al río;

allá me tenéis, conde, 

a vuestro servicio... 

 

Otra canción de asunto en cierto modo semejante, pero mucho más directa, es la siguiente: 

 

Chapirón de la reina, 

chapirón del rey. 

Mozas de Toledo,

ya se parte el rey, 

quedaréis preñadas, 

no sabréis de quién. 

 

No falta el problema de la villana casada con caballero, que ha de enfrentarse con quienes la siguen considerando como infe- rior, o con su propio marido, que le recuerda sus orígenes: 

 

Llamáisme villana, 

yo no lo soy. 

Casóme mi padre

 con un caballero;

a cada palabra

'hija de un pechero'.

 Yo no lo soy.

 Llamáisme villana,

 yo no lo soy. 

 


La situación es, desde luego, tradicional, y la encontramos, como se recordará, en el Poema de Mio Cid , con variantes. El tema puede entroncarse con el muy abundante de «la mal casada», en que la esposa se rebela ante el marido autoritario o frío. Y no muy alejado de todo esto se halla el problema de «la mal monjada». Que la situación de las monjas sin vocación, enclaustradas no más que para cumplir con ciertos convencionalismos y conveniencias sociales, atraía la imaginación y la sensibilidad populares lo demuestra las abundantes muestras existentes sobre el asunto; baste la siguiente: 

 

¿Agora que sé de amor

me metéis monja?

¡Ay, Dios, qué grave cosa!

 Agora que sé de amor 

de caballero,

agora me metéis monja

en el monasterio.

¡Ay, Dios, qué grave cosa! 

 


Los resultados podían ser o trágicos o inmorales, como fray Iñigo de Mendoza señala en sus Coplas de Vita Christi: 

 


¡Oh, monjas! Vuestras mercedes

 deben de circuncidar

aquel parlar a las redes,

el escalar de paredes, 

el continuo cartear... 

 

El anticlericalismo escueto es continuo en la lírica popular, y no precisa de comentario alguno; baste el siguiente fragmento: 

 

Corrido va el abad

 por el cañaveral.

 El abad de Oriejo,

 viendo que aparejo

 tiene la de Alejo,

 para oír su mal

 por el cañaveral,

 váse allá derecho

………. 

Viendo Alejo

 al zote

 asió de un garrote

y de pie al cogote

le hizo cardenal 

por el cañaveral... 

 


Otro nivel temático aparece en una de las más justamente conocidas canciones de tipo tradicional, en la anotada a continuación, con la forma del viejísimo y oriental zéjel: 

 


Tres morillas me enamoran

 en Jaén,

Axa y Fátima y Marién.

Tres morillas tan garridas

 iban a coger olivas, 

y hallábanlas cogidas

en Jaén,

Axa y Fátima y Marién.

 Y hallábanlas cogidas, 

y tornaban desmaídas

 y las colores perdidas

 en Jaén... 

 


Además de la fina anécdota y de la simbología amorosa del poema, éste encierra obvias alusiones a realidades sociales de la última época medieval, realidades que han sobrevivido hasta hoy mismo. A los doscientos mil moriscos o mudéjares que hasta 1475, aproximadamente, convivían con los cristianos en la corona castellana, hay que añadir medio millón más desde 1492, una vez conquistada Granada. A esta minoría pertenecen las tres morillas de la canción, producto del sistema latifundista andaluz. Todavía hoy la recogida de la aceituna constituye en los campos de Jaén trabajo «típico», y un poeta contemporáneo, Bias de Otero, ha sabido expresar en violentos versos la relación dolorosa que a través de siglos une a las morillas del zéjel famoso con seres humanos de nuestro tiempo: 

 


María del Coro Fernández Camino

…………

buscando el amor y la libertad,

 en Jaén,

tres pesetas doce horas

 acumbrando las olivas, 

para quién... 

 


El tradicionalismo, a veces, no es solamente literario. 

 

De acuerdo con los profundos cambios producidos por el desarrollo de la economía monetaria y mercantil y por el lento pero continuo auge de la burguesía, el feudalismo castellano entra en crisis aguda en el XIV. Correlato inmediato es en la literatura la decadencia y casi desaparición de la poesía épica. Es en ese mismo siglo XIV cuando aparecen las primeras muestras de un género nuevo, el romance, que cristalizado en una forma octosilábica de versos pares asonantados e impares libres, llegará a constituir el núcleo representativo de la poesía hispánica popular de todos los tiempos. Suele aceptarse que formalmente los romances se originaron a causa de la descomposición de los grandes poemas épicos, y si bien es indudable para cierto tipo de ellos, también es cierto que otros proceden de crónicas en prosa, que otros muchos pueden entroncarse más fácilmente con el mundo de la lírica tradicional y que otros, en fin, nacen en momentos y situaciones que nada tienen que ver con la materia épica. De algunos pertenecientes a este último grupo es de los que, precisamente, se posee noticia más antigua: quizá uno sobre la muerte de Fernando IV en 1312 y sin duda los compuestos durante la guerra civil entre Pedro I y su hermanastro Enrique de Trastamara, finalizada en 1369 con el asesinato del primero. Estos romances de la guerra civil, por lo demás, poseen un carácter claramente político, pues forman parte del arsenal propagandístico del partido nobiliario rebelde al rey legítimo, y en ellos se acusa a don Pedro, entre otras cosas, de judío. En todo caso, el gran auge del romancero ocurre en la segunda mitad del siglo xv, y en tiempos de Enrique IV y de modo más especial de Isabel I, se cantaban ya en la corte; la aparición de la imprenta, en fin, aseguró la pervivencia del género a nivel culto, cuando ya la tenía firmemente establecida a nivel oral y popular. 

 


La crítica ha hecho mucho, sin duda, en lo que se refiere a recopilación de textos, estudio de diferentes versiones y variantes, origen y transmisión, tradicionalismo, formas y temas, etc. Si bien todo ello es tan meritorio como útil, también es cierto que casi toda la bibliografía existente sobre el romancero queda enmarcada dentro de unos límites positivistas; el resto está formado por hiperbólicas. vaciedades seudo-románticas en que se exaltan líricamente las bellezas poéticas y los valores populares y nacionales del género. Resulta necesario enfocar el estudio del romancero desde otros ángulos. Conviene destacar, primero, algunos hechos comunes a buena parte de los romances: narrador objetivo e impersonal; emocionalismo implícito, no desarrollado ni elaborado; ausencia de moralizaciones sermonarias y de connotaciones religiosas; finales trágicos; forma dialogada, a menudo en preguntas y respuestas de intenso dramatismo. Podría decirse que el romancero es la manifestación artística del feudalismo en descomposición. Los viejos valores están en crisis; el hombre no parece ya sentirse seguro ni integrante de un orden social y cósmico coherente; a la unicidad orgánica sucede la fragmentación múltiple de la realidad. El ser humano está solo, como el héroe del romancero. Se trata de problemas y situaciones que en Castilla se plantean ya en el siglo XIV, como ha sido visto, como demuestran en literatura el Libro de Buen Amor y su complejo autor, y que en el siglo xv culminan de manera desgarradora, sean testigos Fernando de Rojas y su Celestina…

 


(continuará)

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