martes, 25 de febrero de 2025



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CONTRAHISTORIA DEL LIBERALISMO

 

Domenico Losurdo

 

(…)

 

 

 

 

capítulo quinto

 

 

LA REVOLUCIÓN EN FRANCIA Y EN SANTO DOMINGO,

LA CRISIS DE LOS MODELOS INGLÉS Y NORTEAMERICANO

Y LA FORMACIÓN DEL RADICALISMO EN LAS DOS RIBERAS DEL ATLÁNTICO

 

 

 

EL PRIMER INICIO LIBERAL DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA

 

Hasta ahora nos hemos ocupado casi exclusivamente de Inglaterra y los Estados Unidos. El hecho es que en Francia el partido liberal revela bastante pronto su debilidad. Pero, ya algunos años antes de la aparición de El espíritu de las leyes, también Voltaire pondera el país que en ese momento encarna la causa del liberalismo: 

 

 

«El comercio ha enriquecido a los ciudadanos de Inglaterra y ha contribuido a desarrollar su libertad, y esta libertad, a su vez, ha extendido el comercio; y ello ha originado la grandeza del Estado»; sí, «la nación inglesa es la única en el mundo que, ofreciendo resistencia a sus reyes, consiguió reglamentar el poder»,

 

 

es la única auténticamente libre. En general, y a consecuencia de las dificultades que afrontan en su relación con una censura vigilante, los philosophesaspiran a salir de esta especie de jaula y, por tanto, miran con simpatía al otro lado de la Mancha. Incluso Helvétius —a quien Diderot reprocha su indulgencia por el despotismo ilustrado— se ve forzado a hacer un importante reconocimiento. «Este siglo, se dice, es el siglo de la filosofía […]. Hoy todo el mundo parece ocuparse de la búsqueda de la verdad: pero existe tan solo un país donde se la puede publicar impunemente, y ese es Inglaterra». La isla que felizmente se ha desembarazado de la monarquía absoluta ejerce una gran fuerza de atracción. Desde las columnas de la Enciclopedia, Diderot presenta a Inglaterra como ejemplo de «monarquía temperada», donde «el soberano es depositario solo del poder ejecutivo»; casi diez años después, al proponer que se reserven los organismos representativos a los «grandes propietarios», él demuestra que todavía observa con gran interés las instituciones políticas creadas al otro lado de la Mancha. Estas tienen el mérito, también a los ojos de Condorcet, de haber realizado aunque sea en medida no siempre adecuada, los principios de la limitación del poder monárquico, de la libertad de prensa, del habeas corpus, de la independencia de la magistratura.

 

 

En efecto, dos años antes de la toma de la Bastilla y de la intervención de las masas populares en la escena política, parecía que el modelo inglés tendría que triunfar también en Francia: los Parlamentos nobiliarios —sostenidos por un amplio consenso popular— desafían al absolutismo monárquico: el «antiabsolutismo parlamentario», o sea, el «liberalismo aristocrático», se convierte en el portavoz de una «reivindicación liberal» muy difundida. Prerrogativa de una nobleza que, también como consecuencia de la venalidad de los cargos, se abre a la burguesía, los Parlamentos franceses parecen, por un momento, estar destinados a apadrinar el advenimiento de una monarquía constitucional y a desempeñar una función análoga a la de la Cámara de los Pares y a la de la Cámara de los Comunes en Inglaterra. No por casualidad aquellos se remiten a Montesquieu, ya presidente del Parlamento de Bordeaux y gran admirador del país que tuvo su origen con la Revolución Gloriosa.

 

 

Cuando Burke pronuncia su dura denuncia contra una revolución que degeneró de manera rápida y desafortunada, está pensando con arrepentimiento en la oportunidad estrepitosamente perdida. Si se hubiesen detenido en la fase en que la lucha estaba dirigida por los Parlamentos,

 

 

«el despotismo se habría retirado vergonzosamente de la faz de la tierra [y] —agrega el whig inglés dirigiéndose a los franceses— habríais hecho la causa de la libertad venerable a los ojos de todo espíritu digno de cualquier nación […], habríais tenido una Constitución libre [free constitution], un orden liberal de representantes populares [a liberal order of commons] para emular a la nobleza y robustecerla con sus rangos».

 

 

Desafortunadamente, este momento feliz y prometedor resultó de breve duración; persiguieron una «democracia pura», la cual, sin embargo, alberga en sí la tendencia a una «tiranía de partido» y a «una dañina e innoble oligarquía».

 

 

Las Reflexiones acerca de la revolución en Francia ven la luz el 1.º de noviembre de 1790, pero los argumentos de fondo del libro ya habían sido expuestos con gran claridad en el discurso pronunciado por Burke ante los Comunes el 9 de febrero de ese mismo año. El jacobinismo aún está por venir: en lugar de transformar al whig inglés en el profeta de una catástrofe que en aquel momento nadie era capaz de prever, conviene preguntarse acerca de los acontecimientos que estaban ocurriendo en el momento en que pronuncia su dura acusación contra la revolución francesa. Esclarecedora resulta la observación según la cual, en lugar de enfrascarse en crear una «mala Constitución» partiendo de la nada, los franceses debían haberse empeñado en mejorar más «la buena», que «poseían ya el día en que los Estados se reunieron en estamentos separados». El vuelco desastroso tuvo lugar cuando, en el curso de la reunión de los Estados Generales proclamada por el rey —la «buena» Constitución, que finalmente veía la luz o, mejor, retornaba a la luz—, se impone el abandono de la tradición según la cual los estamentos se sentaban en cámaras separadas y se decide el paso al voto individual, con la consecuente transformación, el 9 de julio, de los Estados Generales en Asamblea nacional constituyente, en el ámbito de la cual el ex Tercer estado goza ya de la mayoría. Y es entonces cuando irrumpe la «mala Constitución», que disuelve «el todo en una masa incongruente y mal conectada». De aquí se deriva todo lo demás: el ataque a las «raíces de toda propiedad» y la «confiscación de todas las posesiones de la Iglesia» —se refiere a la noche del 4 de agosto de 1789 y a la abolición de todos los privilegios feudales (derecho de caza, diezmo eclesiástico, etcétera)— y la promulgación, el 26 de agosto, de la «insensata declaración» de los derechos del hombre, esa «especie de institución y compendio de la anarquía».

 

 

Pero todo comienza el 9 de julio. La revolución francesa está ya fatalmente degenerada aún antes de la toma de la Bastilla y de la intervención de las masas populares, en cierto sentido, aún antes de comenzar. Y Burke se preocupa por subrayar que la «llamada» Revolución Gloriosa en realidad «no hizo una revolución, sino que la previno»: Guillermo III de Orange «fue llamado por la flor y nata de la aristocracia inglesa a defender su antigua constitución, no ya a nivelar todas las distinciones», como desgraciadamente sucede en Francia. Esta ya ha dejado atrás su fugacísima fase liberal, que va desde la agitación de los Parlamentos hasta la convocatoria de los Estados Generales. La posterior tradición liberal tiende a prolongar poco más el período feliz de la revolución francesa, y a identificar el momento del vuelco con la intervención tumultuosa de las masas populares, primero rurales y más tarde urbanas. Así también piensa Tocqueville. Pero es interesante notar que él también, al menos después del 1848, procede a una exaltación del período en que el movimiento es dirigido por los Parlamentos, todos proclives a destruir «el antiguo poder absoluto» y «el viejo sistema arbitrario» y a conquistar la «libertad política», en el ámbito de una lucha promovida y dirigida, no ya por las «clases bajas», sino por las «más altas». En realidad, al contrario de Burke, que tiende a imaginar la agitación parlamentaria según el modelo de la «llamada» Revolución Gloriosa, Tocqueville se dedica a subrayar que ya en esta fase, a pesar de las apariencias, estamos en presencia de una auténtica revolución:

 

 

«No hay que creer que el Parlamento presentara estos principios como novedades; al contrario, los extraía con mucho empeño de los abismos de la antigüedad monárquica […]. Es un espectáculo extraño ver las ideas que apenas habían surgido, cubiertas de ese modo con esas envolturas antiguas».

 

 

Era «una grandísima revolución, pero que debía bien pronto perderse en la inmensidad de la que sobrevendría y desaparecer así de la vista de la historia». Solo en una fase posterior, en el ámbito del movimiento revolucionario, «no solo ya no se alaba al Parlamento, sino que se lo vilipendia, volviendo contra él su propio liberalismo». En síntesis, la parábola desastrosa de la revolución francesa puede ser sintetizada así: «Al inicio es a Montesquieu a quien se cita y se comenta; al final, se habla solo de Rousseau». El momento de vuelco es descrito en términos similares a los ya vistos en Burke: la destrucción comienza cuando se marcha precipitadamente hacia la «democracia pura» y se pretende modificar el «orden mismo de la sociedad».

 

 

Mucho más cercano a Burke resulta Guizot, que señala en la irrupción de la «lucha del Tercer estado contra la nobleza y el clero» el momento en que la revolución francesa deja de tener como objetivo la «libertad» para perseguir exclusivamente el «poder», abriendo el camino a las sucesivas, interminables luchas, «la de los pobres contra los ricos, del vulgo contra la burguesía, de la canalla contra la gente respetable [honnêtes gens]»…

 

(continuará)

 

 

 

 


[ Fragmento de: Domenico Losurdo. “Contrahistoria del liberalismo” ]

 

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