miércoles, 19 de marzo de 2025

 

 

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HISTORIA SOCIAL DE LA LITERATURA ESPAÑOLA ( XXII )

 

 

 

Carlos Blanco Aguinaga, 

Julio Rodríguez Puértolas, 

Iris M. Zavala.

 

 

 

II

EDAD CONFLICTIVA

 

 



 

 

 

HUMANISTAS, FILÓLOGOS, HISTORIADORES

 

El nombre de ANTONIO DE NEBRIJA ya ha sido mencionado más de una vez en las páginas anteriores. Es preciso citarlo de nuevo, para situarlo ahora más ajustadamente en su preciso contexto histórico e ideológico. El proceso de formación del estado moderno  es, en cierto modo, el de una continua centralización de todos los aspectos de la vida humana en torno a la política nueva, y a ello no escapa la superestructura cultural ni en sus manifestaciones en apariencia más asépticas, como pueden ser la filología y la gramática. 1492 es el significativo año en que Nebrija publica su Gramática castellana, la primera de las lenguas románicas y no por casualidad, pues Castilla, después de todo, emerge también como el primer y más poderoso estado moderno. La lengua -ya lo sabemos- es compañera del Imperio, y si ello es así, no es extraño el que exista una clara conciencia de que el lenguaje es al propio tiempo que muestra del desarrollo de una cultura, un eficaz instrumento de centralización política. A la creación de normas estatales corresponde la creación de normas lingüísticas; por otro lado, si el Imperio Romano era el viejo modelo político y el latín su expresión cultural, Nebrija insistirá precisamente en la latinidad del castellano. Cuando la reina Isabel pregunta acerca de la posible utilidad de una gramática castellana, la respuesta que escucha es tan impresionante como reveladora:

 

Después que Vuestra Alteza metiese debajo de su yugo muchos pueblos bárbaros e naciones de peregrinas lenguas, e con el vencimiento aquéllos temían necesidad de recibir las leyes quel vencedor pone al vencido, e con ellas nuestra lengua; entonces, por esta mi Arte podrían venir en el conocimiento della, como agora nosotros deprendemos el arte de la gramática latina para deprender el latín.

 

 

Lengua y política aparecen así indefectiblemente unidas; el latín, cuyo esplendor ha sido heredado por el castellano, y Roma, son el espejo, para Nebrija, que se convierte así en el defensor elitista de las lenguas imperiales.

 

 

Sin embargo, frente al aristocratismo latinizante de Nebrija, el erasmista JUAN DE VALDÉS termina hacia 1535 su Diálogo de la lengua. Valdés, que comparte las ideas del italiano Pietro Bembo, se muestra en el diálogo como un humanista amplio de miras, que se acerca al pueblo y ensancha así sus puntos de vista intelectuales. Se declara también enemigo declarado de Nebrija, a quien acusa de que, por ser andaluz, no domina correctamente el castellano; le critica también por su obsesión latinizante, y frente a ello, su obra ofrece una valoración del aporte heleno a la lengua y la cultura españolas, de acuerdo con criterios más universales que los de Nebrija. Es Juan de Valdés muy realista al considerar que una lengua puede modificarse sensiblemente gracias al comercio y a la guerra; señala también el porqué existen diversidades lingüísticas en un mismo país, razonando en términos políticos: por

 

no estar toda [la nación] debajo de un príncipe, rey o señor, de donde procede que tantas diferencias hay de lenguas cuanta diversidad de señores.


Aconseja Valdés escribir como se habla y con la menor cantidad posible de palabras, critica la posibilidad de una lengua poética especial y minoritaria –nuevo ataque contra el aristocratismo lingüístico– y defiende, en fin, el uso de la sabiduría contenida en los refranes populares, siguiendo de cerca a su gran maestro Erasmo (como a otro nivel, en el propio Diálogo de la lengua demuestra sus ironías anticlericales). En resumen, pues, Valdés se manifiesta como mucho menos dogmático que Nebrija, más flexible, dentro de lo que se ha llamado el «humanismo vulgar», es decir, el humanismo que no desdeña sino que propugna una alianza con ideas y formas del pueblo, al tiempo que utiliza los conocimientos humanistas para aumentar las posibilidades expresivas de las lenguas vernáculas.

 

En esta polémica, otros teóricos de importancia aparecen para apoyar uno u otro partido o para, aprovechando algo de lo ya dicho, trazar ciertas interesantes derivaciones. Juan del Encina, por ejemplo, se muestra discípulo decidido de Nebrija en su Arte de la poesía castellana; ya en el siglo XVII, los ecos del primer gramático reaparecen con fuerza en Del origen y principio de la lengua castellana (Roma, 1606), de Bernardo de Aldrete: que Roma y su lengua son modélicas, que el castellano puede ser tan universal como el latín lo fue y que el poder político determina la existencia de una lengua dominante, son conceptos plenos de añoranzas ensoñadoras en un momento en que el Imperio español entraba definitivamente en crisis. Lo cual, a otro nivel también lingüístico, se había manifestado ya patente en el tratado de Alabanzas de las lenguas hebrea, griega, latina, castellana y valenciana (1574), del levantino Martín de Viciana, defensor de las lenguas regionales en claro choque con las ideas imperialistas de un Nebrija. La polémica habría de trascender del campo del lenguaje para pasar al literario: el garcilasismo por un lado y la reacción tradicionalista contra las novedades italianas por otro; los intentos épico-nacionalistas de la poesía de Fernando de Herrera, son ejemplos fundamentales que serán estudiados en su oportuno lugar.


Pero más allá de polémicas y de teorizaciones, el Imperio, como tal, continuaba su marcha inexorable. Y toda una literatura le acompañaba, llevando a las crónicas y narraciones sus hechos espectaculares, por lo general con un tono de inconfundible exaltación y mesianismo. Aparte de libros de nuevo cuño, misceláneas y silvas en que se narran anécdotas y sucedidos a diferentes niveles, y de crónicas locales y regionales (Pero Mexía, Silva de varia lección; Pedro de Medina, Libro de grandezas y cosas memorables de España), y aparte de las crónicas de Carlos V o sobre algunos de sus hechos (Pero Mexía y Alonso de Santa Cruz; Luis de Avila), uno de los textos más curiosos es la Crónica Istoria de Francesillo de Zúñiga, «hombre de placer» del emperador y crítico de lo que ve y lo que oye desde su miserable puesto, de mordaz y chistosa agudeza (Francesillo pagó con su vida sus ironías, ase- sinado en 1532 por un noble ofendido).


 

Mas es el descubrimiento y conquista de América lo que moverá sin descanso las plumas. Ya el propio Cristóbal Colón en su diario y en sus cartas a los Reyes Católicos había iniciado la nueva historiografía; ya el humanista italiano trasplantado a España, Pedro Mártir de Anglería, redactaba en latín De Orbe Novo, con las noticias que le iban llegando de Indias; viajeros, capitanes, testigos, narraban sus propias aventuras o las de otros... Hernán Cortés escribía sus Cartas de relación (1520-1526) de la conquista de México, empresa más tarde narrada apologéticamente por su capellán, Francisco López de Gómara (m. 1557), en la Historia General de las Indias. La historia de Gómara, articulada en torno al culto de la personalidad de Cortés, fue revisada de modo más realista por un soldado sin pretensiones de intelectualismo, Bernal Díaz del Castillo (m. 1581). Su Verdadera historia de los sucesos de la conquista de la Nueva España, libro de título ya polémico, en efecto, corrige las exageraciones individualistas de Gómara e imprime un tono colectivo a la conquista, al tiempo que, más veraz, se aleja de las interpretaciones puramente divinales de otros historiadores. El cronista oficial de América es Gonzalo Fernández de Oviedo, autor de la Historia general y natural de las Indias (el tomo I se publicó en 1526). Aquí, el asombro del español ante novedades nunca vistas da origen remoto al futuro concepto novelístico de lo real-maravilloso; los huracanes tropicales, por ejemplo, son obra del demonio para inquietar a los indígenas:


Cuando el demonio los quiere espantar, promételes el huracán, que quiere decir tempestad, la cual hace tan grande que derriba casas y arranca muchos y muy grandes árboles..., estar todo el monte trastor- nado y derribados todos los árboles chicos y grandes, y las raíces de muchos dellos para arriba, y tan espantosa cosa de ver que sin duda parecía cosa del diablo, y de no poderse mirar sin mucho espanto.


 

Fernández de Oviedo, por otra parte, en la conclusión de su Historia y aliado de un evidente triunfalismo, señala con claridad algo que, como sabemos (cf. Nota Introductoria) forma parte bá- sica de las contradicciones del Imperio español:


... considerar qué innumerables tesoros han entrado en Castilla por causa de estas Indias, y qué es lo que cada día entra, y lo que se espera que entrará..., lo cual no solamente hace riquísimos estos reinos, y cada día lo serán más, pero aún a los circunstantes redunda tanto provecho y utilidad que no se podría decir sin muchos renglones... Testigos son estos ducados dobles que Vuestra Majestad por el mundo desparee, y que de estos reinos salen y nunca a ellos tornan; porque como sea la mejor moneda que hoy por el mundo corre, así como entra en poder de algunos extranjeros, jamás sale...

 

 

La conquista misma es al propio tiempo tan real como «maravillosa», equiparable -y algunos cronistas así lo hacen constar- a esos otros asombrosos hechos de las novelas de caballerías, textos bien conocidos y de los que los españoles no se separaron al ir al Nuevo Mundo. Y no sólo los textos: California se llama así, precisamente, por influencia de una de tales novelas. Tan real como sorprendente es, en efecto, la peregrinación de un grupo de españoles por tierras que hoy son los Estados Unidos, en un viaje que desde la Florida les llevó hasta el Mississipi. Alvar Núñez Cabeza de Vaca (m. c. 1560) es el cronista de tal aventura en sus Naufragios y comentarios, aventura en la cual tantas cosas fueron observadas por vez primera por ojos europeos; por ejemplo, los míticos bisontes de las grandes praderas norteamericanas, que aparecen descritos en los Naufragios como «vacas corcovadas».


 

Mas la Historia, por muy maravillosa que sea, tiene sus zonas oscuras, expuestas tan apasionada como generosamente por fray Bartolomé de las Casas (m. 1566), que en su Brevísima relación de la destrucción de Indias (1552) y en sus campañas ante la corte misma del emperador, pone al descubierto -con criterios muy cercanos al erasmismo- la otra cara del imperialismo de todos los tiempos: la guerra, el genocidio y la explotación…

 

(continuará)

 

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