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CONTRAHISTORIA DEL LIBERALISMO
Domenico Losurdo
(…)
capítulo quinto
LA REVOLUCIÓN EN FRANCIA Y EN SANTO DOMINGO,
LA CRISIS DE LOS MODELOS INGLÉS Y NORTEAMERICANO
Y LA FORMACIÓN DEL RADICALISMO EN LAS DOS RIBERAS DEL ATLÁNTICO
LA REVOLUCIÓN NORTEAMERICANA
Y LA CRISIS DEL MODELO INGLÉS
A pesar de las perspectivas iniciales aparentemente favorables, en París el modelo inglés va hacia una rápida derrota. En realidad este resulta fuertemente empañado ya en el momento en que alcanza su maduración la crisis del Antiguo Régimen en Francia. En los años sesenta del siglo XVIII, mientras que del otro lado del Atlántico se desarrolla la rebelión de las colonias, en Londres John Wilkes ataca «toda la organización de la oligarquía británica» e inicia una crisis de tal gravedad que hace creer al italiano Pietro Verri en la inminencia de una «guerra civil». Perseguido en su patria, Wilkes encuentra refugio durante algún tiempo en París, donde estrecha relaciones con el grupo de los philosophes.
Pero, en el proceso que pone en crisis el modelo inglés en Francia, el momento de vuelco lo constituye la revolución norteamericana. Ahora la Constitución inglesa deja de ser celebrada, y hasta no faltan las críticas a Montesquieu por haberla transfigurado; la condena cada vez más áspera al Antiguo Régimen encuentra apoyo en los desarrollos políticos y sociales que se están produciendo al otro lado del Atlántico. Aunque Condorcet no niega a Inglaterra los reconocimientos por los méritos alcanzados con la liquidación del absolutismo monárquico, dirige su mirada, en primer lugar, hacia América, con su «magnífico espectáculo de igualdad», ya sin huellas de aquella creencia, difundida —aunque en diversa medida— en ambas orillas de la Mancha, según la cual la naturaleza «dividiría la raza humana en tres o cuatro categorías», condenando a una sola de estas a «trabajar mucho y comer poco». Ahora ya no se hace referencia a la Glorious Revolution, de la que surgió la Inglaterra liberal, sí, pero también aristocrática, sino a la «revolución feliz» (heureuse révolution) del otro lado del Atlántico, que ha dado vida a una realidad político-social netamente superior: «no hay distinción alguna de categorías» y «no hay nada que confine a una parte de la especie humana en una abyección que la entregue tanto a la estupidez, como a la miseria».
Mucho más drástico resulta Diderot. El nuevo país, que ofrece «a todos los habitantes de Europa un asilo contra el fanatismo y la tiranía», constituye un modelo alternativo respecto al Antiguo Régimen que continúa imperando en el viejo continente en su conjunto, donde se han elevado «a los cargos más importantes a los ineptos, a los ricos corruptos y a los malvados». La adhesión a la causa de los colonos sediciosos es, al mismo tiempo, una requisitoria despiadada contra el comportamiento de las tropas inglesas y contra Inglaterra en cuanto tal. Es lo que emerge de la celebración de los
«valerosos norteamericanos, que han preferido ver ultrajadas a sus mujeres, masacrados a sus hijos, destruidas sus casas, devastados sus campos, incendiadas sus ciudades y que han preferido derramar su sangre y morir, antes de perder una mínima parte de su libertad».
Gracias también al apoyo dado por Francia a los revolucionarios norteamericanos, sus argumentos no pueden dejar de hallar un eco favorable en París, y estos implican una condena sin apelación del país que el Paine del Common Sense (traducido en gran parte inmediatamente después de su publicación) cataloga como la «barbarie británica», la «Real bestia de Gran Bretaña», cuyo carácter aristocrático resulta evidente ya a partir de la «llamada Magna Carta». Ni tampoco hay que perder de vista la presencia en París —en los años decisivos de la crisis revolucionaria— de Jefferson, quien un par de semanas después de la toma de la Bastilla aconseja a Francia mantenerse alejada de los peores aspectos de Inglaterra (el tipo de representación para nada equitativo, mejor dicho, «parcial de manera abominable», y el poder «absoluto» de que en realidad continúa disponiendo el monarca gracias también a la venalidad de los parlamentarios).
En este clima espiritual en 1787 Brissot y Clavière, dos personalidades destinadas a desempeñar un papel relevante en la revolución francesa, publican un libro dedicado «al Congreso norteamericano y a los amigos de los Estados Unidos en los dos mundos», y que rebosa de admiración hacia los «americanos libres» y la «América libre»; hacia su «Constitución libre» y «excelente» y hacia sus «nobles costumbres republicanas». A tal celebración se contrapone, naturalmente, la condena del «despotismo ministerial de Londres», de la «ferocidad» de sus tropas. En vano ahora la «nación inglesa» trata de poner remedio a las «devastaciones de su cruel demencia» y de reanudar las relaciones con el país nacido durante la lucha contra esa nación inglesa. A esta laceración debe seguir la alianza intelectual y política de aquellos que han luchado juntos contra Inglaterra, es decir, los Estados Unidos y Francia, que «con sus armas ha contribuido a afirmar la independencia de la América libre» y que ahora está llamada a inspirarse en el nuevo gran modelo, encarnado por el país que surgió de la revolución. Sobre esa base Brissot y Clavière dan vida a la Sociedad Galo-Americana.
Cuando, dos años después, comienza el debate que desemboca más tarde en la Declaración de los Derechos del hombre y del ciudadano, no pocas intervenciones se remiten al ejemplo norteamericano y a esa suerte de proclamación sintética de los derechos del hombre contenida en la Declaración de independencia. En el intento por obstaculizar el proceso de radicalización de la revolución, Malouet, que más tarde se convierte en el portavoz de los intereses de los propietarios de esclavos en las colonias, llama nuevamente la atención sobre las diferencias radicales que subsisten entre los Estados Unidos y Francia. En el primer caso tenemos ya una sociedad «totalmente compuesta por propietarios ya habituados a la igualdad». En el segundo vemos agitarse a «una inmensa multitud de hombres sin propiedad», en lucha cotidiana por la supervivencia y «colocados por la suerte en una condición de dependencia»: un abismo separa «las clases felices y las clases infelices de la sociedad»; aquí la apelación a la «democracia», a los derechos del hombre puede tener consecuencias devastadoras para el orden social. Despojado de sus cautelas y reticencias ideológicas, el sentido del discurso es claro. En América, gracias a la expansión hacia los territorios ocupados por los pieles rojas y a su expropiación, es posible ampliar notablemente el círculo de los propietarios de origen europeo; por otra parte, las «clases infelices» no están en condiciones de hacer daño: por lo general se trata de negros reducidos a la esclavitud o bien relegados a una casta subalterna y sometida a férreo control social. La bandera de la democracia y de los derechos del hombre —enarbolada exclusivamente en el ámbito de la comunidad blanca y de la raza superior— no tiene nada de subversivo; pero en Francia…
El razonamiento de Malouet es rigurosamente lógico. Sin embargo, ya no es posible volver a la situación que existía antes de la revolución americana. Tras la formación de organismos representativos netamente más democráticos a escala federal y estatal en los Estados Unidos, muy poca credibilidad puede tener el Parlamento inglés, elegido cada siete años y monopolizado por la aristocracia terrateniente, sobre la base de una ley de 1716, que permaneció en vigor durante casi dos siglos (hasta 1911). Corroído, además, por una corrupción que se hizo proverbial en Europa y del otro lado del Atlántico, que aparece en Francia como una reedición de la venalidad de los cargos, elemento esencial del Antiguo Régimen del que es necesario desembarazarse.
Ya en el curso de su polémica con Londres, los revolucionarios norteamericanos habían comparado a los ciudadanos privados del derecho de representación con los esclavos. Pero he aquí que ahora este argumento lo esgrimen en Francia aquellos que se oponen a la discriminación censal del sufragio; esta —se expresa con vehemencia Robespierre, criticando a aquellos que se inspiran en el «ejemplo de Inglaterra»— reduce a los excluidos a una condición similar a la del esclavo: «la libertad consiste en obedecer las leyes que nos han sido dadas y la servidumbre, en obligar a someterse a una voluntad ajena». De manera análoga argumenta Babeuf algunos años después: «ciudadanos cuya voluntad no actúe, son hombres esclavos». Se trata de declaraciones que habrían podido resonar en boca de un revolucionario norteamericano; solo que ahora, pronunciadas a favor no ya de una elite restringida de gentilhombres y propietarios, sino de la masa de desheredados, asumen un valor político y social bien distinto…
(continuará)
[ Fragmento de: Domenico Losurdo. “Contrahistoria del liberalismo” ]
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El capital engendró la pérfida 'City of London', más tarde emulada por Nueva York y Bruselas. Centros neurálgicos del capital. Sin embargo, ni la 'City' es capital del Reino Unido, ni Nueva York es la capital de EEUU, ni Bruselas es la capital de la Unión Europea. Las tres conforman la 'Hidra de Lerna' del capitalismo y de ellas proviene el hoy tan esgrimido lema imperialista del "Rules-Based International Order" ( u "Orden liberal internacional"). Cercena esas tres cabezas, y la bestia se derrumbará herida de muerte. Londres, Washington y Estrasburgo son sedes teatrales para las masas, donde se escenifica la gran farsa "democrática", los espejismos destinados a legitimarla y consolidarla.
ResponderEliminarSalud y comunismo
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ResponderEliminarLA DERIVA SANGRIENTA Y BELICISTA PARA EL LUCRO DE UNOS POCOS.
Ciertamente cada Imperio a lo largo de la historia, ha erigido sus propios centros de poder. Núcleos “reales y simbólicos” donde, si adoptamos denominaciones aplicadas por el vulgo, “los pastores” toman las grandes decisiones que a todos afectan, mientras “el rebaño” sestea.
Decisiones trascendentes cuyo contenido ya Engels sintetizó en los principios a los que se atienen las clases dominantes: «instigar a unos pueblos contra otros, utilizar a uno para oprimir al otro y asegurar la permanencia del poder absoluto».
Este “modus operandi” tiene siglos de solera, pero podemos constatar cómo con “dialécticas” adaptaciones “a los sucesivos nuevos tiempos”, al Imperio que nos ha tocado, “imperio moribundo pero que nunca acaba de morirse”, le sigue dando buenos frutos –y no tenemos mas que observar lo que ahora mismito ocurre a nuestro alrededor: Gaza, Siria, Yemen, Líbano, Ucrania… y tantos otros lugares de cuya existencia geográfica la mayoría absoluta del rebaño que sestea, no tiene ni siquiera vagas noticias–, lo cual no quita que este maldito Imperio yanqui se empeñe en cometer crímenes y más crímenes “de colores” sin tasa ni freno («Cuando el delito se multiplica [en la UE] nadie quiere verlo»), en busca de un “inexistente camino de retorno a la perdida grandeza unipolar”. ¿Un sangriento camino sin salida? De nuevo Brecht: «Las revoluciones se producen en los callejones sin salida».
Pero tal salida revolucionaria podrá ser o no podrá ser. ¿De qué y de quien depende? Pensémoslo, antes de hacer o no hacer, que de pensar las cosas nada se pierde.
Salud y comunismo
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