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CONTRAHISTORIA DEL LIBERALISMO
Domenico Losurdo
(…)
capítulo quinto
LA REVOLUCIÓN EN FRANCIA Y EN SANTO DOMINGO,
LA CRISIS DE LOS MODELOS INGLÉS Y NORTEAMERICANO
Y LA FORMACIÓN DEL RADICALISMO EN LAS DOS RIBERAS DEL ATLÁNTICO
LOS COLONOS DE SANTO DOMINGO, EL MODELO NORTEAMERICANO Y EL SEGUNDO INICIO LIBERAL DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA
Inicialmente en Francia no se comprende que la independencia conquistada por los colonos blancos refuerza su control sobre los pieles rojas y sobre los negros; y no se dan cuenta de que una dialéctica análoga tiende a desarrollarse también en las colonias francesas. En la edición de 1781 de la Historia de las dos Indias, por un lado, Diderot evoca la figura de un «Espartaco negro», llamado a sublevarse contra los propietarios de esclavos; por el otro, remitiéndose al ejemplo de la revolución norteamericana, se pronuncia por la concesión del autogobierno también a Santo Domingo, lo que precisamente habría significado el triunfo de los propietarios de esclavos. El filósofo no advierte la contradicción, así como no la advierte Brissot, quien asume una posición similar.
Con el estallido de la revolución francesa, el autogobierno se convierte en la consigna de los colonos interesados en perpetuar la institución de la esclavitud y en poner a buen recaudo sus propiedades de las interferencias, del arbitrio y del despotismo reprochados al gobierno central. Entre los primeros que se hacen portavoces de estas ideas y de estos intereses está Malouet, quien ya en 1788 se empeña en una dura polémica contra los abolicionistas. En realidad, la institución de la esclavitud no se le puede proponer a «una nación libre y enérgica» como Francia. Si se tolerara en el territorio metropolitano se correría el riesgo de borrar la línea que delimita libertad y esclavitud y de provocar una «sumisión general». Malouet es un liberal, admira a Inglaterra, donde se refugiará tras el fracaso de los proyectos de instauración en Francia, precisamente, de una monarquía según el modelo inglés; se remite al «sabio Locke» y a sus Tratados sobre el gobierno para sostener que la esclavitud sobre los «pueblos bárbaros […] no ofende el derecho natural». Por tanto, Malouet se cuida mucho de poner en discusión la delimitación espacial y racial de la esclavitud, como sucede, por el contrario, en el contemporáneo y coterráneo Melon (contra quien establece su polémica Montesquieu): la esclavitud no es imaginable en la metrópoli y, en el ámbito de las colonias, tampoco lo es para la raza blanca.
Pero, en lo que respecta a los negros, el discurso es bien distinto: transportados a América, son providencialmente salvados del «despotismo más absurdo» que azota a África. Es cierto que continúan sufriendo la esclavitud, aunque decididamente más moderada que la que está en auge en sus países de origen. Pero, mucho más que el esclavo americano, que tiene la subsistencia asegurada y está protegido por una serie de normas, es el «obrero» (journalier) europeo el que está «sometido a la voluntad absoluta»,al poder de vida y de muerte de su patrono quien, negándole o arrebatándole el trabajo, puede tranquilamente condenarlo a muerte. Se arma un escándalo por los castigos infligidos a los esclavos, ¿pero qué sucede en Europa? Un campesino que roba es ahorcado, un cazador furtivo es condenado «a trabajos forzados», es decir, a una esclavitud mucho más despiadada que la que está en vigor del otro lado del Atlántico. Nos enfrentamos así a los argumentos que, más tarde, conocerán una sistematización teórica más elaborada, en particular en Calhoun.
Una vez estalla la revolución francesa, los intereses y las razones de los colonos son sostenidos por el Club Massiac, fundado en París en agosto de 1789 y del que Malouet es un miembro eminente. También Antoine Barnave se alinea en defensa del derecho de los colonos al autogobierno y al disfrute tranquilo de sus propiedades (plantaciones y esclavos). Estamos en presencia de un importante autor, que expresa sus convicciones liberales no solo en el plano político inmediato, sino también en el de la filosofía de la historia. También en él se manifiesta la dialéctica que ya conocemos: la condena vibrante a la «esclavitud» política no le impide defender con fuerza y habilidad la causa de los colonos esclavistas. El «espíritu de libertad» —observa— crece y se refuerza en la medida en que se desarrolla la «industria», la «riqueza» y, sobre todo, la «riqueza mobiliaria»: he aquí por qué, antes de aparecer en Inglaterra, con su espléndida «Constitución», lo hace en Holanda, «el país donde la riqueza mobiliaria está más acumulada». De esta propiedad «mobiliaria» forman parte integrante los esclavos, que ya en el Código negro de Luis XIV son catalogados, precisamente, entre los bienes «muebles».
El Club Massiac y Barnave son considerados en general, «anglómanos», y realmente lo son, en el sentido de que se oponen al proceso de radicalización de la revolución francesa y admiran y envidian el país situado al otro lado de la Mancha por el ordenado gobierno de la ley y la rigurosa discriminación censal, que consagra el dominio tranquilo y exclusivo de las clases propietarias. Sin embargo, por otra parte, ellos se ven llevados a remitirse sobre todo al modelo americano, con su pathos de inviolable autonomía de los organismos representativos y de los Estados respecto al poder central y con la garantía que se deriva de ella de la inviolabilidad de la institución de la esclavitud. En sus relaciones con el gobierno central, las colonias se comportan como los Estados del Sur. En marzo de 1790 los colonos consiguen una victoria temporal:
«La Asamblea nacional declara que ella no ha tenido la menor intención de modificar ningún sector de su comercio con las colonias; la asamblea pone a los colonos y a sus propiedades bajo la salvaguarda especial de la nación, declara criminal contra la nación a cualquiera que trame incitar a la sublevación contra aquellos».
Este éxito se reitera casi un año después:
«La Asamblea nacional sanciona como norma constitucional que ninguna ley concerniente al estado de las personas no libres en las colonias podrá ser dictada, sino tras la petición formal y espontánea de las Asambleas coloniales».
Aunque todo el discurso versa sobre el problema de la esclavitud, el término en cuestión no aparece: los artículos de la Constitución norteamericana son imitados tanto en su mérito como en su forma. Es el segundo inicio liberal de la revolución francesa. Así como en la metrópoli los Parlamentos expresan el deseo de autogobierno de la nobleza liberal, del mismo modo, en las colonias, las Asambleas coloniales hacen público el deseo de autogobierno de los propietarios de esclavos.
Y sin embargo, este segundo inicio liberal resulta más precario aún que el primero. Tras la derrota sufrida en el curso de la guerra de los Siete años, Francia había perdido, en 1763, casi todo su imperio colonial. Esto había conferido a la crítica del colonialismo y de la institución de la esclavitud una difusión y un radicalismo amordazados, por el contrario, en el mundo inglés y norteamericano, por densos intereses materiales y por un espíritu nacional y chovinista comprensiblemente reforzado por la victoria. Se comprende entonces la escisión que sobreviene de inmediato en el partido liberal francés. En su aspiración a una monarquía constitucional con el derecho reservado al rey de hacer la guerra y la paz, también Mirabeau dirige su mirada a Inglaterra, de manera análoga a como lo hacen Malouet y Barnave; pero, contrariamente a estos últimos, termina por rechazar el modelo americano cuando se trata de reglamentar las relaciones entre poder central, por un lado, y colonias y colonos, por el otro. En la Asamblea constituyente estos exigen estar representados en proporción no solo a su número, sino también al número de sus esclavos, según un criterio idéntico o similar al adoptado por la Constitución norteamericana. Y he aquí la sarcástica réplica de Mirabeau:
«Si los colonos quieren que los negros y la gente de color sean hombres, entonces que emancipen a los primeros, que todos sean electores, que todos puedan ser elegidos. En caso contrario, nosotros les rogamos que observen que, al establecer la proporción del número de diputados en relación con la población de Francia, nosotros no hemos tomado en consideración la cantidad de nuestros caballos y de nuestros mulos. La pretensión de las colonias de tener veinte representantes es absolutamente ridícula».
Es una polémica que, por encima de los colonos franceses, ataca también a los Estados Unidos, como lo confirma la ulterior toma de posición de Mirabeau:
«Yo no degradaré ni a esta asamblea ni a mí mismo tratando de demostrar que los negros tienen derecho a la libertad. Vosotros habéis decidido esa cuestión cuando habéis declarado que todos los hombres nacen y se mantienen iguales y libres; y no será a este lado del Atlántico donde los sofistas corruptos osan sostener que los negros no son hombres».
La condena de las ideologías esclavistas toma como punto de referencia tanto a los colonos franceses como a los colonos ingleses ya constituidos como un Estado independiente: la polémica contra unos no puede no atacar a los otros; el equívoco inicial, que había conducido a los abolicionistas franceses a atribuir a los protagonistas de la revolución norteamericana una carga universalista del todo imaginaria, se disuelve. Más aún cuando son los propios ideólogos de la esclavitud quienes llaman la atención acerca de la vitalidad de esta institución en los Estados Unidos. Brissot había creído que el ejemplo de los cuáqueros en Pennsylvania se convertiría en modelo; retomando de alguna manera una observación presente ya en Smith, en 1788 Malouet había hecho notar que la abolición de la esclavitud decidida por ellos concernía a un número muy reducido de personas y en realidad no se extendía a los Estados del Sur, allí donde la presencia de los esclavos y de los negros era mucho más consistente. Ferozmente sarcástico manifiesta Baudry des Lozières en 1802: justo allí donde «Brissot hace residir la perfección» la esclavitud no solo florece sin ser molestada, sino que se manifiesta en formas particularmente rígidas;
«Los norteamericanos, estos amantes de la libertad, estos celosos republicanos, que en sus libros celebran tanto su independencia, adquieren y venden esclavos».
Por lo demás, «este país de libertad es muy avaro en conceder la libertad» y, por otra parte, «los propios liberados» son tratados «con extrema dureza»…
(continuará)
[ Fragmento de: Domenico Losurdo “Contrahistoria del liberalismo” ]
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