martes, 29 de abril de 2025

[ 769 ]

 

 

 

CONTRAHISTORIA DEL LIBERALISMO

 

Domenico Losurdo

 

(…)

 

 

 

capítulo quinto

 

 

LA REVOLUCIÓN EN FRANCIA Y EN SANTO DOMINGO,

LA CRISIS DE LOS MODELOS INGLÉS Y NORTEAMERICANO

Y LA FORMACIÓN DEL RADICALISMO EN LAS DOS RIBERAS DEL ATLÁNTICO

 

 

 



Toussaint Louverture

 

 


CRISIS DE LOS MODELOS INGLÉS Y NORTEAMERICANO Y FORMACIÓN DEL RADICALISMO FRANCÉS

 

En realidad, en el campo abolicionista no faltan personalidades que continúen ilusionándose con el posible retorno del modelo norteamericano a su antiguo esplendor: bastaría que fuera borrada una institución de la que no se logra comprender su tenaz supervivencia en un país tan fuertemente apegado a la causa de la libertad. Cuando, en 1824, La Fayette visita los Estado Unidos —donde casi cincuenta años atrás había combatido en la guerra de independencia— prueba a aludir cautelosamente, en Ohio, a las «desventajas de la esclavitud»; sin embargo, su discurso no obtiene apoyo, más bien sus buenas intenciones reciben un objetivo acompañamiento irónico, dado que en varias ciudades del Sur avisos públicos advierten a las «personas de color» (no solo a los esclavos, sino también a los libres) que se mantengan alejadas de las ceremonias en honor del ilustre visitante.

 

 

También en Grégoire se manifiestan restos de ilusiones. Este, dando prueba de ingenuidad política, en el intento por convencer a Jefferson de que abandone sus prejuicios raciales, y para demostrar que los negros también poseen la capacidad de elevarse a niveles de excelencia, ¡se remite a la figura de Toussaint Louverture! El abate francés ignora el empeño desplegado por su interlocutor, utilizando su autoridad de presidente de los Estados Unidos, para reducir al hambre y obligar a la capitulación a la república nacida paralelamente a la revolución de los esclavos negros y dirigida por Toussaint Louverture; así como ignora que este último, en 1801, se lamenta en su correspondencia del hecho de que ciudadanos de Santo Domingo sean secuestrados por corsarios americanos y vendidos como esclavos. En 1801 dirige los Estados Unidos precisamente Jefferson, quien, algunos años más tarde, en carta a un amigo, se expresa en términos irónicos sobre el abate abolicionista francés.

 

 

A medida que la prevista y deseada emancipación de los esclavos negros se hace cada vez más problemática y cada vez más remota, crece una desilusión cada vez más intensa —como lo demuestra en particular la evolución de Condorcet—. Todavía en vísperas de la revolución francesa, cuando en la otra orilla del Atlántico ya está en vigor la Constitución que consagra la esclavitud, él continúa trazando un cuadro muy optimista: los distintos Estados de la nueva república y el «senado común que los representa» están de acuerdo en desear la abolición de la esclavitud; sí, es un «acto de justicia» impuesto por la «humanidad», pero también por el «honor». En esta última observación ya está implícita una severa puesta en guardia: «¿Cómo atreverse, sin sonrojar, a reivindicar estas declaraciones de los derechos, estos baluartes inviolables de la libertad, de la seguridad de los ciudadanos, si todos los días se nos permite violar los artículos más sagrados?».

 

 

Algunos años más tarde, el distanciamiento pasa, de ser implícito, a ser explícito, aunque este continúa siendo expresado en términos cautos: respecto a la revolución francesa, la americana se presenta «más tranquila», pero también «más lenta» y «más incompleta». Sí, tarde o temprano, también la segunda terminará por hacer valer en su universalidad el principio de la libertad y de la igualdad; pero, entre tanto, continúan imperando los «delitos con los que la avidez enloda las riberas de América, de África o de Asia», «el desprecio sanguinario por los hombres de otro color», la trata de los negros entre las dos orillas del Atlántico, la tragedia de África y el vergonzoso bandidaje que la corrompe y la ha despoblado desde hace dos siglos; por el contrario, es mérito de las más avanzada cultura francesa el tratar de «amigos […] a aquellos mismos negros que sus estúpidos tiranos desdeñaban considerar entre los hombres».

 

 

Hemos visto a Condorcet denunciar la «corrupción general» de Holanda e Inglaterra en cuanto sociedades esclavistas. Esta denuncia tiende cada vez más a incluir también al país surgido de la tercera revolución liberal. El Terror se cierne ya sobre el propio Condorcet, y, sin embargo, este sigue considerando la Francia revolucionaria el país llamado a acabar con

 

 

«aquella política astuta y falsa que, olvidando que todos los hombres tienen iguales derechos en virtud de su propia naturaleza, quería, por un lado medir la extensión de los derechos que había que conceder sobre la base de la magnitud del territorio, del clima, del carácter nacional, de la riqueza del pueblo, del grado de perfección del comercio y de la industria; por otro lado, quería subdividir de manera desigual esos mismos derechos entre distintas clases de hombres, conforme al nacimiento, a la riqueza, a la profesión, y crear así intereses contrarios y poderes opuestos, para después establecer entre ellos un equilibrio que ha sido considerado necesario solo por estas instituciones y que ni siquiera corrige sus peligrosas influencias».

 

 

Los Estados Unidos ya no constituyen una real antítesis respecto al Antiguo Régimen, que es, según interpreta Condorcet, ese complejo sistema de discriminación y privilegios que laceran la unidad del género humano. Es necesario superar de una vez y para siempre un ordenamiento político en el que se entrecruza la jerarquización de los pueblos sobre la base del clima, de la ubicación geográfica o del distinto desarrollo económico con la jerarquización —dentro de cada pueblo en particular— sobre la base del nacimiento o del orden de pertenencia. Si el primer tipo de discriminación halla su expresión concentrada del otro lado del Atlántico, el segundo realmente no ha desaparecido en Inglaterra: la referencia crítica o desdeñosa al argumento del «clima» (bien presente en Montesquieu y con la que a menudo se justificaba la esclavitud de los pueblos coloniales) y el argumento del «equilibrio» de los poderes (con frecuencia invocado en Inglaterra como justificación de los privilegios de la Cámara de los lores y de la aristocracia terrateniente) demuestra que Condorcet se ha hecho muy crítico tanto con respecto al modelo norteamericano como al inglés, y ha roto, en resumidas cuentas, con las dos fracciones del partido liberal.

 

 

Para comprender de manera adecuada la visión madurada por Condorcet, conviene tener en cuenta una peculiaridad de la revolución francesa. En el curso de su desarrollo, a la sublevación popular contra el Antiguo Régimen en la metrópoli le sigue de inmediato el enfrentamiento entre libres y esclavos, y blancos y negros en las colonias; los dos conflictos resultan tan estrechamente vinculados porque los sectores de la burguesía y la nobleza liberal, empeñados en París contra el proceso de radicalización que allí tenía lugar, en ocasiones están al mismo tiempo interesados, por ser propietarios de esclavos en las colonias, en impedir la emancipación de estos. Quienes se les enfrentan, asocian entonces privilegio nobiliario y privilegio racial, para tildarlos a ambos de ser sendas manifestaciones distintas de la arrogancia aristocrática. En 1791 el jacobino Sonthonax señala al liberal y portavoz de los colonos esclavistas Barnave como «protector de la aristocracia de la epidermis». Pocos años antes del estallido de la revolución de julio, siendo ya un crítico feroz del jacobinismo, el abate Grégoire pronuncia una firme condena —desde el propio título de su librito— contra la «nobleza de la piel». La analogía resulta ahora desarrollada en todas sus facetas. La prohibición de los matrimonios interraciales en los Estados Unidos es comparada con la obligación social que —en el ámbito del Antiguo Régimen— impone la aristocracia de no contaminarse con elementos ajenos a ella, con la roture: en uno y otro caso actúa la insana preocupación de custodiar «la pureza de la sangre». Queda claro que «la nobleza de la piel sufrirá la misma suerte que la nobleza de los pergaminos». En fin: el poder absoluto de que dispone el propietario de esclavos no es en realidad más tolerable que el ejercido por el monarca y, por lo tanto, los «colonos» son «similares a todos los déspotas».

 

 

En esta comparación resulta transparente el juicio negativo sobre los Estados Unidos: «La civilización está solo en sus inicios: cinco millones de africanos transportados a América todavía están encadenados allí». Y si en el Nuevo Mundo hay un ejemplo reconfortante, no está constituido por los «colonos» y por el país fundado por ellos en Norteamérica:

 

 

«La república de Haití, tan solo por el hecho de existir, podrá tener una gran influencia en el destino de los africanos del nuevo mundo […]. Una república negra en medio del Atlántico es un faro elevado, hacia el que dirigen la mirada los opresores sonrojándose y los oprimidos suspirando. Al verlo la esperanza sonríe a cinco millones de esclavos esparcidos por las Antillas y por el continente americano».

 

 

La crisis del modelo americano se hace tanto más explícita y tanto más áspera cuanto más se remiten a él aquellos que quisieran perpetuar la esclavitud en las colonias. Contra los proyectos o las veleidades abolicionistas de París, los colonos evocan el espectro de una reedición de la revolución norteamericana: también ellos están listos para la secesión si no logran obtener el autogobierno, de manera que puedan disponer libremente de sus esclavos, sin que un poder «despótico» interfiera desde fuera y desde arriba sobre su legítima propiedad. Aún después de la revolución de julio, los colonos franceses declaran estar listos para «entregarse a la Unión americana si la metrópoli no les deja sus esclavos». El que hace esta observación, en 1842, es Schoelcher quien, seis años después, desempeñará un papel de fundamental importancia en la abolición definitiva de la esclavitud en las colonias francesas, que había sido reimplantada por Napoleón en 1802. Y se comprende entonces la aspereza de la polémica contra la república situada del otro lado del Atlántico: sí, «los prejuicios de la piel» resultan particularmente «inveterados entre los americanos», estos pueden ser considerados «los amos más feroces de la tierra», los protagonistas de uno de los espectáculos más estremecedores que el mundo haya ofrecido nunca». No solo los negros son castigados con violencia salvaje, sino también los abolicionistas blancos; el linchamiento amenaza a cualquiera que se atreva a poner en discusión la «propiedad inicua» y a «reivindicar la libertad para todos los miembros del género humano». En conclusión: «No existe crueldad de las épocas más bárbaras de la que los estados esclavistas de Norteamérica no hayan sido responsables». He aquí, entonces, el augurio de una revolución desde abajo: «espero que estos drásticos ahorcadores sean todos ahorcados un día por los esclavos sublevados». No por casualidad Schoelcher, al condenar los crímenes cometidos por «nosotros, los bárbaros de Occidente», expresa su admiración por «la colosal revolución de Santo Domingo» y por la figura de Toussaint Louverture, a quien dedica una objetiva biografía.

 

 

Es palmario el abismo que separa la nueva corriente política que se va formando en Francia de las dos fracciones del partido liberal. Brissot, quien ha desempeñado un importante papel en la fundación de la Sociedad Galo-Americana, no vacila en justificar, al igual que Schoelcher, la revuelta armada y el derecho de los esclavos negros a la revolución. Llegados a este punto la Sociedad Galo-Americana está muerta y sepultada. Entre la revolución de julio y la revolución de 1848, en abierta polémica con el radicalismo francés, Tocqueville puede presentar de nuevo a los Estados Unidos como un modelo o una fuente de inspiración solo a condición de eliminar la analogía entre aristocracia nobiliaria y aristocracia racial, entre despotismo monárquico y despotismo esclavista, la analogía a partir de la cual la república norteamericana se configura no como un modelo de libertad y de democracia, sino como una variante, y ni siquiera la mejor, del Antiguo Régimen…

 

(continuará)

 

 

 

 


[ Fragmento: Domenico Losurdo. “Contrahistoria del liberalismo” ]

 

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