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HISTORIA SOCIAL DE LA LITERATURA ESPAÑOLA ( XXVIII)
Carlos Blanco Aguinaga,
Julio Rodríguez Puértolas,
Iris M. Zavala.
II
EDAD CONFLICTIVA
LA MÍSTICA: ENTRE EL INDIVIDUALISMO Y LA TEOCRACIA
De familia campesina rica y de orígenes judíos, TERESA DE CEPEDA (1515-1582) entra en la Orden del Carmelo a los diecinueve años. A pesar de las pretensiones autobiográficas de su Vida, cuya primera versión escribe en 1562 (o sea, a los cuarenta y siete años), poco más sabemos de su origen, actividades o intimidad hasta que su existencia toda se vuelca hacia fuera en la fundación de monasterios, a partir, precisamente, de 1562. Por lo que cuenta en su Vida y alguno que otro texto, podemos apenas deducir que durante veintiocho años de oscuridad que van desde su entrada en la Orden hasta los orígenes de su prosa (escrita a petición de su confesor) y actividades de fundadora, Teresa de Cepeda fue siempre persona de gran fantasía, volcada hacia las formas absolutas de la religiosidad y, por supuesto, inclinada hacia el misticismo. De ello nos dan amplia cuenta tanto la Vida comoCa- mino de perfección, Conceptos del amor de Dios, Las Moradas, el Libro de las fundaciones y otras obras sueltas, inclusive sus convencionales poemas didácticos.
Padeció sospechas de iluminismo y tuvo largos y tormentosos conflictos con la Iglesia debido a su insistencia en «tratar a solas con Dios», a su búsqueda de la unión con Dios sin mediación institucional ninguna. Sus confesores y superiores tuvieron que hacerle entender -según se ha dicho- los peligros que significaban para la ortodoxia el haber alcanzado privilegiados estados de quietud antes, tal vez, de haber vencido el amor propio. De ahí que ella misma se cuide, por ejemplo, de distinguirse de los iluminados, de dejar bien en claro que funda conventos para fortalecer a la Iglesia en la lucha contra el luteranismo y de aclarar que la oración ha de ser no sólo «mental», sino «vocal» (y con ayuda de libros aceptados en el Indice Valdés,cf. Camino de perfección).
A partir de la dirección que recibe de los jesuitas parecen desaparecer las dificultades y, una vez reconocida su ortodoxia y aceptada su idea de la fundación de monasterios especiales para mujeres, su vida se resuelve en una constante actividad reconocida con entusiasmo por sus superiores. Así lo entenderán, por ejemplo, Fray Luis de León y su mayor admirador, el mismo Felipe II. Cuando muere Teresa de Cepeda en Alba de Tormes, está ya bien preparado el terreno para su canonización (1622).
No es de ningún modo claro que la obra de Santa Teresa haya de tratarse en una historia de la literatura. Por su muy específica doctrinalidad, sólo cabe aquí -al igual que la obra de Fray Luis de Granada- si aceptamos el sentido más amplio del término «literatura». Puede que así deba hacerse; pero entonces, contra el peso de la tradición, ello exigiría que se trataran también en una historia de la literatura española otras obras que de costumbre no suelen ocuparnos: piénsese en que no hay diferencia formal ninguna entre el documento teresiano clave que es las Fundaciones para la historia del pensamiento religioso en España y, por ejemplo, el documento de fundación del Partido Socialista (1876), del cual, por supuesto, no se ocupan las historias de la literatura.
Pero es seguramente debido a las cualidades poéticas de su lenguaje por lo que algunos momentos de la Vida de Santa Teresa, o de Las Moradas, merecen un lugar al lado, digamos, de la poesía de Fray Luis de León. Contra la nociva asociación que suele establecerse entre lo poético y lo irracional, no podemos sino aceptar lo que ha sido ya ampliamente demostrado: que el lenguaje poético es, como todo lenguaje, conceptual y racional. Pero con ello no se excluye en absoluto la necesaria diferencia entre lenguaje científico y poético, en la que entendemos que este último apela a intuiciones y coaexiones en que ha de expresarse la captación concreta de la sensibilidad. De ahí, por ejemplo, la importancia no sólo del ritmo (del verso o de la prosa), sino, por supuesto, de la imagen y la metáfora. En este sentido no podemos sino reconocer la peculiaridad «literaria» de algunos momentos de la obra de Santa Teresa, ya que en sus mejores momentos es Teresa de Cepeda una extraordinaria productora y organizadora de imágenes y metáforas. Y no ha de sorprender que ella misma en alguna ocasión acuda a la comparación entre místico y poeta que luego alcanzará gran popularidad entre los poetas visionarios del siglo XIX y XX.
Es esclarecedora, por ejemplo, la metáfora central de la Vida, en la que se comparan los cuatro grados de oración que llevan a la unión con Dios con las cuatro maneras posibles de regar el «huerto» del religioso:
Pareceme a mí que se puede regar de cuatro maneras; u con sacar el agua de un pozo, que es a nuestro gran trabajo; u con norias y arcaduces... que es a menos trabajo que estotro y sácase más agua; u de un río u arroyo... que queda más harta la tierra de agua, y no se ha menester regar tan a menudo, y es a menor trabajo mucho del hortelano; u con llover mucho, que lo riega el Señor sin trabajo ninguno nuestro.
No es menos notable -entre muchas notables- su descripción de las consecuencias de la unión con Dios durante la cual «paréceme a mí que anda el alma como un asnillo que pace», lo que viene a ser también «como un navegar con un aire muy sosegado... ».
Recurre la literatura mística a la metáfora ante la imposibilidad de expresar con rigor conceptual científico el significado y las consecuencias de una experiencia que, según los místicos, se da, precisamente, «toda ciencia trascendiendo». No es otro el origen del estilo «poético» de Santa Teresa, quien una y otra vez emplea el concepto de trascendencia de todo saber, ya que «acá no hay sentir, sino gozar sin entender lo que se goza». Además, apela insistentemente Santa Teresa a su propia ignorancia para explicar sus comparaciones, su exceso de imaginación, etc. Sin que tengamos por qué creerle acerca de tal ignorancia, debemos reconocer, sin embargo, que los pasajes más importantes de su obra padecen de una inquietante falta de precisión conceptual y caen, por tanto, en monótonas repeticiones de lo mismo: no sé, no puede entenderse, tal vez esta imagen sirva de algo, pero no entiendo - ni nadie puede entender- qué es lo que siento; una y otra vez, en todos sus libros. Y lo que los más de los críticos consideran el encanto de sus frecuentes desviaciones del tema (porque sería el encanto de la lengua «hablada» en que se va poniendo una cosa detrás de otra, a lo que salga), característica que ella misma llama su «diversión» («No sé lo que había comenzado a decir, que me he divertido», por ejemplo, en Camino de perfección),resulta ser, cuando en verdad trabajamos con su obra toda y no sólo con los más «poéticos» fragmentos, monótona falta de control sobre el material en que ella trabaja.
Habiendo sido Teresa de Cepeda, como resulta obvio en la lectura de su obra que lo era, persona no sólo imaginativa, sino de notable inteligencia realista y perseverancia, ¿a qué se deben estas características de su prosa? A diferencia de Fray Luis de León, por ejemplo, no escamotea Santa Teresa ciertas verdades indiscutibles de su tiempo. Así, hemos visto a Fray Luis atacar tanto los valores burgueses como la «honra», pero justificar la estructura social que al defender lo segundo negando lo primero, pretende separar «dinero» y «honra»; Santa Teresa, en cambio, va derecha al bulto:
¿Qué se me da a mí de los reyes y señores, si no quiero sus rentas? ... Tengo para mí, que honras y dineros casi siempre andan juntos, y que quien quiere honra, no aborrece dineros, y que quien les aborrece, que se le da poco de honra...
Y en expresión que casi nos devuelve al Lazarillo:«La verdadera pobreza trae una honraza consigo que no hay quien la sufra...»(Camino de perfección). He ahí, más que la tan traída y llevada imagen de Dios entre los pucheros, el realismo de Santa Teresa, su certera inteligencia.
Esta aguda capacidad intelectual y su enorme fuerza de voluntad se reflejan también en los diversos modos que tiene Santa Teresa de salirse con la suya frente a posibles censuras de sus confesores, o lectores, o la Iglesia. Notable ejemplo, entre muchos, es el de su crítica de hombres y mujeres (pero siempre más de las mujeres) que «gastan» el pensamiento en pasajes del Cantar de los cantares como aquel de «Bésame el Señor con el beso de su boca» (Conceptos del amor de Dios), tras de lo cual declara paladinamente (aunque «dirán que soy muy necia») que ella misma lo hace porque está «abrasada de amor» -ya que, como en toda situación mística, la vivencia erótica es central-, para concluir afirmando que bien sabe que «[Señor] perdonarás diga eso y más, aunque sea atrevimiento». Por menos fue Fray Luis a dar a la cárcel de la Inquisición.
Y, sin embargo, tanto talento, tal realismo y tal fuerza de voluntad y perseverancia (virtudes sin las cuales no hubiera sido fundadora) acaban siempre por recalar en el más absoluto oscurantismo al que hemos aludido. A pesar de la enorme capacidad táctica que demuestra para expresarse ella a sí misma y lograr lo que ella quiere, firmes quedan sus consejos a los demás. «Y así os encomiendo mucho -predica a sus monjas- que, cuando leyereis algún libro y oyereis sermón o pensareis en los misterios de nuestra sagrada fe, que lo que buenamente no pudiereis entender, no os canséis, ni gastéis el pensamiento en adelgazado; no es para mujeres, ni aun para hombres muchas cosas.» Estamos, pues, en la fe del carbonero que fundamenta toda su obra; fe para la cual es absolutamente central su aceptación de la relación Amo-Esclavo («siervo», dice las más veces), relación en la cual los «nombres» que da a Dios, Rey, Majestad, Emperador, Amo que paga, premia, otorga galardón) son algo menos y mucho más que metáforas. Se cruzan aquí las formas más absolutistas de la tradición judea-cristiana con la noción de «servicio» del amor cortés (es decir: estructura mental feudal) en el mayor oscurantismo posible; que resulta obvio también en sus ideas acerca de la disciplina y dureza que necesariamente ha de imponer a su grey todo prelado (Modos de visitar los conventos de las carmelitas descalzas): Dios-hombre; hombre-mujer; confesor-pecador: autoritarismo inapelable del «Siglo de Oro», resaca de la destrucción que padeció la libre indagación a partir de Trento.
Este oscurantismo afecta principalmente a la mujer, que Santa Teresa distingue constantemente del hombre para denigrada, según la vieja tradición que hemos visto operaba también en Fray Luis de León. No es extraño, por tanto, que en la Carta que sirve de introducción a la VidaFray Luis proponga que es «milagro» que una mujer haya tenido tales experiencias y escrito tales cosas, ya que no es «de las mujeres el enseñar, sino el ser enseñadas, como lo escribe San Pablo». Por lo demás, una y otra vez, machaconamente, concuerda Santa Teresa con Fray Luis al insistir no sólo en su propia insignificancia (en su ser siempre sierva), sino en la de todas las mujeres.
Conflicto, pues, entre el más cerrado de los dogmatismos y la necesidad de expresión personal; huida del mundo hacia la intimidad (alejamiento del «mundanal ruido») que se da en angustiosa tensión con las exigencias de un mundo que lucha ferozmente contra el cambio. Lo que nos explica que quien tan convincentemente predica el abandono del mundo, insista a la vez en fundar conventos, ya que -dado el peligro luterano, según explica- «señor mío, no hace nada quien ahora se aparta del mundo» (Camino de perfección). Y aunque esos monasterios son para re- coger el alma en la verdadera fe, puesto que son mayores los trabajos de los contemplativos que los de los activos (op. cit.) existen también para impedir el intimismo en su rígida disciplina y estructura autoritaria.
Santa Teresa, al parecer, venció personalmente en su lucha; pero es ello a cambio de asumir que su huida del mundo es el correlato exacto de la lucha contra el mundo burgués que entonces nacía en Europa. La inteligente y fuerte mujer que así gana su propia batalla resultará, por tanto, modelo que erigen quienes a ella se oponían y, a la larga, en España, modelo para la más cerrada y antihumanista de las ideologías…
(continuará)
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