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Sciascia
MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN
A partir de cierta edad los escritores nos volvemos casi impermeables a los demás escritores. El narcisismo del escritor maduro es más correoso, menos inocente que el del joven, y, sin embargo, a veces, por una quiebra de la perdida generosidad lectora se introducen literaturas inevitables.
Mi afecto lector por Sciascia viene de antiguo, del descubrimiento de que aún quedaba en Europa un gran escritor político. Vertebrado por el racionalismo ilustrado, Sciascia denunciaba la esclerosis de la retina crítica y proponía una nueva mirada.
La novela no es otra cosa que la propuesta de una mirada sobre la realidad reorganizada mediante las palabras. Por eso entré hace un mes en aquella salita de estar de Palermo con el embarazo de un aprendiz de escritor sinceramente agradecido porque el maestro le acababa de conceder un premio, sin otro nexo que el conocimiento literario a distancia. De la mano de dos adoradores de Sciascia, el fotógrafo Ferdinando Scianna y Myriam Sumbulovich, me convierto en uno más del círculo que rodea a un hombre evidentemente herido de muerte. Tanto me lo pareció que me propuse una inmediata retirada, pero fue el propio escritor quien la impidió, engolosinado por noticias culturales de España, su profunda pasión adolescente. Incluso, ilusionado con un encuentro posterior —"cuando esté mejor"—, añadió después de un silencio reflexivo: "Ahora me encuentro muy mal, muy mal".
Era una figurilla maltratada por un mal oscuro, asomado incluso a su piel cetrina, aunque los ojos apostaban por la conversación desde una pasión intelectual vencedora de las mordeduras internas de la enfermedad. Luego supe que quedaba ilusionado por el reencuentro. Tal vez en Milán, aprovechando un tratamiento medico. Antes de Navidad, repetía Sciascia, como si temiera una Navidad con crespones sobre las nieves.
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