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“Tinísima”
Elena Poniatowska
10 DE ENERO DE 1929
Ya viene su sonrisa bajo el ala del sombrero. En cuatro zancadas cruza la oficina de cables. En Tina disminuye la opresión. Se adelantan dos brazos que pronto han de envolverla.
—¿Cómo estuvo, Julio?
—Bien. ¿Pusiste mientras el telegrama?
—Sí, Julio, pero ¿qué te dijo?
—Vámonos.
—¿De qué hablaron?”
—En la casa te platico.
—Dímelo ya.
—Bueno, pues han venido a México dos matones cubanos. Magriñá me advirtió que andan tras de mí.
La opresión vuelve a doler en el pecho de Tina; tanto, que debe detenerse. Julio Antonio le echa el brazo izquierdo alrededor de los hombros, junta su cabeza con la de ella: «No te pongas así». Van cada vez más aprisa. El frío arrecia los pasos.
—Ves, Tinísima, ese asno con garras que gobierna Cuba me considera más peligroso aquí que en La Habana. —Intenta bromear, pero se le cae la voz. Por cada dos pasos suyos Tina da cuatro.
Cruzan Balderas. México, qué ciudad tan vacía, qué desierto. Desde que suenan las ocho campanadas de Catedral, su millón y medio de habitantes echan cerrojo y se parapetan en su casa. No pasa un alma por la calle Independencia; hasta el azul marino de los gendarmes fue a dormir.
—Vámonos por Morelos, Julio. Es más ancha, menos oscura.
Julio le ciñe la cintura bajo la chaqueta negra. Tina quisiera hundirse en su costado, ser con él un solo aroma nocturno. Ojalá tuviera las piernas más largas, caminarían enlazados. «Falta poco», piensa. A unos metros los espera el abrazo.
Al doblar a la izquierda en Abraham González, un estampido, una raya de fuego la inmoviliza. Otra detonación casi simultánea. «Es contra él», piensa Tina. Se da cuenta de que ya no sujeta el brazo de Julio. «Julio, Julio», ¿grita, nombra, calla? Una sombra se aleja a sus espaldas —«Julio»—, allá va adelante.
Lo ve dar tres pasos, otro más y desplomarse. «Julio», corre hacia él. Grita en todas direcciones. Auxilio, auxilio, Julio, auxilio. Un automóvil, ayuden por favor, un médico, por caridad. Lo único real en la calle es el olor a pólvora en la manga quemada de su chaqueta y entre sus brazos la cabeza de Julio murmurante: «Pepe Magriñá tiene que ver en esto». Julio desangrándose, y en un supremo esfuerzo: «Muero por la Revolución».
—No, Julio, vas a estar bien, Julio, ahorita. —Lo besa en la frente.
Las rodillas de Tina se empapan en sangre, Julio no pesa. Se le va, ya casi no es él.
—¡Pronto, señor, un automóvil por favor! ¿Usted no es médico? Señor, ¿no hay un médico por aquí? ¡Hay que llevarlo al hospital!
Ya no está sola. En la oscuridad miradas los rodean.
—Mi amor.
Tina lo besa una y otra vez, le acaricia la frente, los cabellos.
—Señor, su sombrero, se quedó tirado, es aquel. Démelo, por favor.
En la Cruz Roja, los familiares de los internos no luchan; postrados, se tiran al suelo y esperan lo que Dios quiera. Tina exige, ningún poder humano va a impedírselo. Va y viene. La mala noticia corre por los barrios como el viento de enero. Los compañeros del Partido Comunista comienzan a llegar.
Rosendo Gómez Lorenzo, el Canario, a medianoche va por café a la esquina de El Oro: «Anda, Tina, traje para todos». El frío se ata al miedo y Tina no deja de estremecerse. Junto a ella, Enea Sormenti le devuelve el idioma de su infancia, la serena con golpecitos en el brazo; ya, ya, ya, ya, caricias suaves, ya, ya, idénticas, ya, ya, ya, hasta que Tina rendida recarga la cabeza en su hombro y parece sufrir menos; se da cuenta de que las lágrimas le escurren hasta el cuello, de que trae el pelo en desorden, de que siente tanto frío.
—Non si può fare altro, aspettiamo, Tina, aspettiamo.
El doctor Díaz Infante sale del quirófano, a Tina le parece normal escuchar que «técnicamente, la operación ha resultado un éxito». La noticia tiene el tamaño de su esperanza.
—Suturamos con siete puntos la herida de proyectil. El orificio de ocho milímetros en el tórax atravesó el epigastrio y la cavidad abdominal. Otro proyectil entró en el eje medio del brazo, pero esa herida es de menor importancia.
—¿Habló?
—No. Lo recibimos inconsciente… Mire, son poquísimas las esperanzas, su estado es grave en extremo, pero resistió la intervención; es un atleta, quizá con la ayuda de Dios salga adelante; tenemos que darle un plazo…
Tina deja que el llanto la anegue por esa mínima esperanza. Que viva, reza, aunque yo jamás vuelva a verlo, que viva. Ofrenda todo en un momento brevísimo. Entre los batientes de vidrio opaco sale otro de los cirujanos y, al encontrar sus ojos, Tina presiente sus palabras:
—Ha muerto.
Son casi las dos de la mañana. Los amigos la rodean, se abrazan entre sí, Luz Ardizana no pierde uno solo de sus movimientos, Tina es su dueña, Sormenti se quita el sombrero de fieltro negro, parecido al que Julio acostumbraba y dice con voz grave en el idioma de su infancia:
—Devi essere forte d’ora in avanti.
—¿Podrían dármelo, doctor?
—Lo siento, señora, es contra la ley.
—Oh, Dio —Tina aprieta los puños…—, quiero entrar a verlo.
—Tiene que esperar, señora.
—El cuerpo —insiste ella, crispadas las manos—, el cuerpo, quiero su cuerpo…
—De aquí lo llevarán al hospital Juárez, allá después de la autopsia se lo darán.
—La señora quiere verlo —interviene el Ratón Velasco— un ratito, mi doc.
—No es petición, es exigencia. Soy su esposa —miente Tina—; tengo derecho a verlo.
El médico retrocede, incómodo.
—Con su permiso.
—¿Puedo pasar?
—No, pero mire, póngase abusada. Cuando se lo lleven al Juárez, pídales a los de la camilla que la dejen verlo. ¿Trajeron sábana?
¿Cómo van a traer sábana? ¿Quién anda por las calles con una sábana para envolver a su muerto? Sandalio Junco ofrece: «Voy por una a mi casa». «¡No hombre, Peralvillo está muy lejos!». «Vivo por el Reloj Chino», informa el Ratón Velasco, «yo la traigo». «¿Qué hora es?». «Fíjate bien que nadie te siga». «Mejor compramos una nueva». «No; todo está cerrado». «Por fin, ¿quién va?». Hay temor en la voz de Alejandro Barreiro: «Seguro nos andan siguiendo. Si esto le pasó a Julio, qué no nos pasará a nosotros. Es mejor que no nos vean en la calle». «Podríamos pedir aquí una prestada, luego la devolvemos».
El comisario, señor Carrillo Rodríguez, y el empleado de la comisaría, señor Palancares, llegan desde el fondo de un pasillo con sus largos cuadernos de cartón bajo el brazo. Frente a Tina conservan sus sombreros puestos, nada tienen que ver con el interfecto, mucho menos con sus deudos. Con voz de subastador, el comisario enumera en medio del silencio:
«Un pantalón negro.
»Un saco negro.
»Una combinación color morado.
»Una camisa.
»Un suéter café.
»Unos tirantes.
»Un abrigo color rata.
»Un cinturón negro.
»Una libreta roja, con lápiz.
»Un periódico: El Machete».
—A ver, Palancares, apunte usted: «…Al registrar la ropa del occiso se encontró claro un orificio de proyectil en la espalda del abrigo color rata, de tela corriente; igualmente en la espalda del saco de casimir negro, en la parte trasera de un suéter de estambre, en la de la camisa, y en la de la camiseta color morado…».
El comisario toma cada prenda, manoseándola. Al mencionar cada orificio introduce su meñique por el agujero para mostrarlo y luego avienta la prenda sobre el escritorio, en un montón de desamparo.
—«…La salida del proyectil se nota en la combinación y en la camisa, pero no en el suéter ni en el saco, tampoco en el abrigo. Esto denota que el proyectil, después de haber traspasado el cuerpo, debió quedarse en el estambre del suéter y caer, probablemente al ser recogido el lesionado…».
—¿Me van a entregar su ropa? —inquiere Tina con voz neutra.
—Usted, ¿quién es?
—Soy su compañera. ¿Puedo llevarme su ropa?
—A usted se le va a citar para que declare y no le vamos a dar la ropa. Desde ahora va a ser muy acuciosa en sus respuestas, porque van a quedar asentadas en el expediente. Diga usted si reconoce en esta agenda la letra de su marido o compañero.
—Sí.
—No hay nada en ella, solo este nombre garabateado y este número. Diga usted si sabe quién es Magriñá.
—Sí, y ese es el número de su teléfono.
—¿Dónde está el arma?
—¿Cuál arma?
—La que mató a su marido o compañero.
—¿Cómo voy a saberlo?
—¿Recogió usted el proyectil que lo mató?
—¿Qué? No pensé en eso. Yo buscaba su sombrero, él lo necesitaba.
—Señora, el cadáver queda a disposición del Servicio Médico Forense en el hospital Juárez y usted a disposición del Ministerio Público.
—En el Juárez trabaja un cuate mío —recuerda el Canario.
—Quiero tomarle a Julio una fotografía. ¡Mi cámara!, que alguien vaya por ella, tengo que dejar una constancia. Luz, ¿puedes traerla de mi casa? Tienes llave. Luz sale corriendo como los voceadores de Bucareli.
—¿Quiénes están esperando el cuerpo? —chilla una voz.
—Nosotros. —Salta el Canario.
—Bueno, ya mero.
Desde las tres de la mañana el grupo se trasladó al corredor de la sala de autopsias del hospital Juárez. En la rueda del infortunio giran sangre, orina, vapor de cloroformo, gargajos. Cerca del baño de mujeres se desborda un tambo atascado con vendajes, papel de escusado y las porquerías ensangrentadas de todo el día que nadie se ha ocupado de retirar. Sormenti mira a Tina recargada en la pared de mosaico blanco, Graflex en mano, mortalmente cansada. Ya no llora. Tiembla. Sormenti se quita el saco y se lo acomoda en los hombros.
—No tengo frío.
—Quédatelo.
Le permitieron tomar la fotografía de Julio Antonio, su cabeza. No la dejaron sola, ni siquiera en ese instante. Disparó el obturador y salió erguida. No iba a darles a los cuicos el gusto de que la vieran derrotada. Más tarde le contaría a Luz Ardizana: «Con el pretexto de la toma, acaricié su mejilla. Solo eso, mi mano sobre su mejilla, un segundo, sin que se dieran cuenta».
Tina le pasa la Graflex a Sormenti y enciende otro cigarro raspando el cerillo en la pared. Toda la noche, a la altura de las sienes, la cabeza le ha latido tanto que pensó con alivio: «Se me va a reventar», y eso le dio esperanza; la tenderían junto al cuerpo de Julio, la amortajarían con él. Pero sigue viva. La eternidad se junta con la mañana.
—¿Quién es el responsable? —Se asoma un enfermero.
—La señora… bueno, nosotros; todos somos responsables.
—Ah, bueno, porque ya mero.
—Hombre, estamos aquí desde las tres de la mañana, ya son casi las dos de la tarde, no es posible que una necropsia dure once horas.
—Es que no namás es el de ustedes, tenemos muchos, y van por turno.
Tina aplasta el cigarro contra un radiador, la colilla rueda al piso; la patea y la destroza con el zapato. Automáticamente toma otro, se lo pone en un ángulo de la boca y lo prende, ocultando el cerillo en el hueco de su mano.
Entre los que esperan el cadáver de Mella, destaca por negro Sandalio Junco. Cada vez que los batientes de la puerta se abren, Sandalio se precipita, con Teurbe Tolón y el cigarrero Alejandro Barreiro Olivera. «Son buenos compañeros», solía decir Julio, «los tres». Y ahora Tina busca en ellos algo de Julio, los «no, chico» en su conversación rápida y desolada. No se han sentado un minuto; fuman, los ojos enrojecidos, las cabezas juntas.
«Así que la vida es esto», piensa Tina, «este tránsito, esta espera». Recorre el pasillo una y otra vez, cigarro en mano. «Has fumado ya una cajetilla», le reprocha Sormenti. «Toma tu saco». «Sigues temblando, Tina». «Sí, pero no de frío, de rabia». «Claro, es comprensible. Te has portado como una verdadera comunista. Tu valentía…». Al ver su mirada se detiene.
Su valentía… Cuando más la necesitó fue al verlo en la plancha. Tina cierra los ojos, oye en sordina la voz de los compañeros. De pronto un portazo la vuelve a la realidad: está en un corredor, espera el cuerpo de Julio como se espera una maleta: ahorita sale su bulto.
—¿Usted se lo va a llevar? —Se asoma un guardia.
—Hace horas que llegó la funeraria —reclama exasperado Gómez Lorenzo— y, como nosotros, también espera el cuerpo, ya ni la amuelan.
—Ah, carajo, bueno… pues ya mero.
Tina encaja sus dedos en la palma de sus manos; tiene que enfrentarse al simple hecho de seguir viviendo. Siente que no puede mover los dedos, ni sus piernas.
El Canario advierte:
—¿Saben qué? Sin mordida, no hay celeridad. La única manera de apresurarlos es con un billete. ¿Cuánto traen?
El único que trae dinero es Sormenti…”
[Fragmento de: Elena Poniatowska. “Tinísima”]
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