jueves, 12 de mayo de 2022

 

[ 131 ]

 

LA ESPECIE HUMANA

Robert Antelme.

  

[ y 004 ]

 

 

Primera Parte

GANDERSHEIM

 

 

“ (…) Un día unos compañeros habían ido a buscarlo para hablarle de un camarada que estaba muy enfermo y que acababa de ser designado para un traslado. Si se iba, tenía grandes probabilidades de morir durante el trayecto. Él se había reído y había repetido: «¿Así que no sabéis para qué estáis aquí?», y recalcando cada palabra: «Tenéis que saber de una vez que estáis aquí para morir. Id a decir a los SS que vuestro compañero está enfermo, ¡ya veréis!».

 

Los compañeros habían pensado que la idea de la muerte de un hombre podía conmoverle todavía. Pero todo ocurría como si nada de lo que pudiera pasarle de imaginable a un hombre consiguiese ya provocar en él ni piedad, ni admiración, ni asco, ni indignación; como si la forma humana no fuese ya susceptible de estremecerle. Ciertamente se ponía de manifiesto la sangre fría del hombre del campo de concentración. Pero sin duda alguna había acabado por dejarse engañar a sí mismo por esa sangre fría, esa disciplina que se había impuesto, acaso con esfuerzo. La resistencia de cada uno tiene unos límites que son difíciles de establecer. Pero a él le habría costado probablemente mucho jugar al juego de la indiferencia sólo exteriormente. De este modo había llegado a no sentir ya más lo que no debía expresarse bajo ningún concepto, y que en cualquier caso de nada hubiese servido expresar.

 

Las palabras del kapo, en los primeros días de estancia en el campo, habían llegado hasta los compañeros: «Aquí no hay enfermos; no hay más que vivos y muertos». Eso era lo que quería decir el jefe de bloque, lo que decían todos.

 

El jefe de bloque había proseguido: «Vuestro compañero debe marcharse. Lo único que cuenta es el traslado, los SS no deben ocuparse de nuestros asuntos, porque entonces sabríais lo que es bueno». Se había parado un instante moviendo la cabeza, después había repetido: «Vuestro compañero tiene que irse».

 

Y había continuado: «No conocéis a los SS. Para aguantar aquí se necesita disciplina y vosotros no sois disciplinados. Puedo entenderlo todo, pero no entiendo que no se sea disciplinado. Fumáis en el bloque. Está prohibido. Está prohibido, porque si se prende fuego, os encerrarán dentro y os achicharraréis. No os dejarán salir. Si salís, los SS os ametrallarán. Cogéis dos mantas cada uno. Hay algunos que las cortan para hacerse zapatillas, es un crimen. No hay carbón para encender la estufa, este invierno vuestros compañeros no tendrán mantas y se morirán de frío».

 

En general hablaba poco. Se decía que «los franceses no le gustaban». Antes que nosotros había habido en el bloque presos comunes de Fort Barrault. Se robaban el pan. El jefe de bloque zurraba. Habían querido matarlo. Por más que los compañeros le decían que ahora los que le hablaban eran presos políticos franceses, se mantenía escéptico. Sin embargo, a veces intentaba explicarse; decía que no le gustaba pegar, pero que a menudo era necesario. Los compañeros lo escuchaban, le dejaban hablar. Oír sus propias palabras ante otros que no fuesen los suyos le acercaba insensiblemente a nosotros. Pero nosotros ¿qué podíamos entender? No estábamos todavía familiarizados con la muerte, en cualquier caso no con la muerte de aquí. Su lenguaje, sus obsesiones estaban impregnados de muerte, su tranquilidad también. Nosotros pensábamos aún que podría haber algún recurso, que uno no se moría «así», que uno podía hacer valer unos derechos cuando finalmente se planteaba la cuestión, y sobre todo que no se podía ver morir a un compañero «sin hacer nada».

 

Los compañeros de él estaban muertos. Estaba solo.

 

La muerte existía aquí codo con codo con la vida, pero a cada segundo. La chimenea del crematorio humeaba al lado de la de la cocina. Antes de que llegásemos aquí había habido huesos de muertos en la sopa de los vivos, y el oro de la boca de los muertos y el pan de los vivos se intercambiaban desde hacía largo tiempo. La muerte estaba formidablemente adiestrada dentro del circuito de la vida cotidiana.

 

Realmente, éramos unos niños…”

 

 

[Fragmento de: Robert Antelme. “La especie humana”]

 

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