miércoles, 11 de mayo de 2022

 

[ 130 ]

 

LA ESPECIE HUMANA

 

Robert Antelme.

 

[ 003 ]

 

Primera Parte

GANDERSHEIM

 

 

  (…) La mayoría de nosotros no sabíamos nada acerca de la historia del campo; una historia que explicaba sin embargo en gran medida las reglas a las que los presos se habían visto forzados a someterse, y el tipo de hombre que de ellas había surgido. Pensábamos que ése era el peor lugar para vivir en un campo de concentración, porque Buchenwald era inmenso y porque ahí nos sentíamos perdidos. Ignorantes de los fundamentos y de las leyes de esta sociedad, lo que primero se manifestaba era un mundo rabiosamente erigido en contra de los vivos, tranquilo e indiferente ante la muerte. En realidad, a menudo no era más que sangre fría en medio del horror. Todavía no habíamos tenido tiempo de entrar seriamente en contacto con una clandestinidad cuya existencia los recién llegados estaban lejos de sospechar.

 

Pero a un camarada llegado al mismo tiempo que nosotros, en el mes de agosto, le había aterrorizado un kapo alemán durante uno de los primeros recuentos en el Petit Camp y se había vuelto loco. Cada vez que uno de nosotros se le acercaba con un trozo de pan y un cuchillo, se tapaba la cara con el brazo y suplicaba: «No me mates». Los últimos llegados creían que sólo podían comprenderse entre ellos. Por esta razón creían que en un traslado poco numeroso podrían volver a estar juntos y recuperar «sus» costumbres. Por eso, ahora que ya se había hablado de ello, muchos deseaban marcharse. «No puede ser peor que aquí», decían. «Mejor cinco años en Fresnes que un mes aquí. No quiero oír hablar más del crematorio».

 

Así que, aquella mañana, después de la diana, al salir de su habitación, el Stubendienst belga llevaba en la mano una lista de nombres escritos a máquina. Era un tipo delgado, tenía una cabeza menuda, ojos pequeños, llevaba una amplia boina sobre el cráneo. Acababa apenas de amanecer. Nos encontrábamos en la galería del bloque. Ha empezado a leer los nombres. Paul, Georges, Gilbert y yo estábamos apoyados contra los largueros de los catres. Esperábamos. No nos llamaban por orden alfabético. Los que ya habían sido nombrados se reagrupaban en el extremo del bloque, cerca de la puerta. Desde ese mismo momento ellos habían sido designados, les esperaba el traslado.

 

Los nombres desfilaban, el grupo de los nombrados aumentaba.

 

Y para aquellos que aún no habían sido llamados la partida se transformaba en una nueva realidad; el hecho de que esos compañeros no volverían jamás a trabajar en la cantera, que nunca más verían humear la chimenea del crematorio, se convertía en una verdad de mayor peso. No se sabía adonde iba ese traslado, pero de golpe aparecía ante todo y, con toda la fuerza de la palabra, como un cambio.

 

Y cuanto más aumentaba el grupo de los designados, tanto más se preguntaban los otros si no se sentían frustrados por no arriesgarse a la aventura, al viaje.

 

Han llamado a Paul. Lo hemos mirado dirigirse hacia los demás. Después a otros. Georges, Gilbert y yo seguíamos apoyados en los largueros de los catres. Hacíamos señas a Paul que se hundía ya en el grupo, detrás de los últimos designados, desorientado ya, medio perdido.

 

Después el Stubendienst ha acabado por llamarnos a todos, a Georges, a Gilbert y a mí. La lista se ha terminado pronto. Así que estábamos nuevamente juntos. Entonces he tenido realmente ganas de marcharme.

 

Nos han reunido afuera. Eramos unos sesenta. Había amanecido. Los hombres de faena del bloque de enfrente empezaban ya a fregar el suelo. Algunos Lagerschutz (policías del campo) y algunos kapos empezaban a deambular por las galerías. El Stubendienst belga nos ha llevado al almacén de ropa. Dos horas más tarde hemos vuelto al bloque. Cuando hemos entrado, los otros, los que se quedaban, nos han seguido con la mirada y al miramos tenían otras caras. Llevábamos un traje rayado azul y blanco, un triángulo rojo a la izquierda del pecho, con una F negra en el centro y zuecos nuevos. Estábamos arreglados, afeitados, limpios, nos movíamos con soltura. Aquellos a los que en la mascarada de Buchenwald les habían colocado para su escarnio un pequeño sombrero puntiagudo, una gorra de marinero o un gorro ruso; los que habían acarreado piedras en la cantera con un traje popular húngaro y una gorra de conductor de tranvía de Varsovia; los que habían llevado una pequeña guerrera que no les llegaba ni a las nalgas, y sobre la cabeza una gorra de chulo, habían dejado esa mañana de ser grotescos; estaban transfigurados.

 

Los compañeros que no se iban nos miraban con apuro. En ese momento algunos sentían sin duda la tentación de envidiarnos. Íbamos a escapar de la asfixia, de la incoherencia de esta ciudad. Pero en su mayoría parecían angustiados y apurados como se suele estar ante aquellos a quienes acaba de ocurrirles una desgracia y lo ignoran todavía. Una sola cosa era cierta para todos: en Alemania, al menos, no nos volveríamos a ver jamás.

 

Nosotros andábamos por la galería del bloque. El aire había cambiado. Los jergones, la estufa, el «mobiliario» con el que habíamos soñado en el Petit Camp ya no existía para nosotros. Todavía no sentíamos ningún desgarro, sino solamente una amargura confusa al ver a los compañeros, tan grotescos, tan anticuados con sus ropas de presos. Mañana acudirían una vez más a pasar revista durante varias horas, y nosotros ya no estaríamos allí. Para ellos continuaría cada día la cantera, la chimenea y el recuento antes de la salida hacia el trabajo, cada mañana, bajo los focos de la Torre, dirigidos sobre miles de cabezas grises que era impensable llegar a distinguir por un nombre, por una nacionalidad, ni siquiera por una expresión.

 

 

Todo Buchenwald estaba ya caduco para nosotros, y caducos los compañeros. Ellos se quedaban. Casi les teníamos lástima.

 

Sabíamos que no íbamos a Dora, ni a las minas de sal; incluso nos habían dicho que no era un mal traslado. Emanaba de ahí un estado vagamente eufórico y ese lujo que nos permitíamos, esa semitristeza ante los compañeros.

 

Hemos pasado el día deambulando por el bloque. El Blockältester no nos ha reunido hasta bien entrada la noche. Ha mandado que nos distribuyeran pan y un pedazo de salchichón. Estábamos alineados de cinco en cinco en la galería del bloque. Los que no se marchaban nos rodeaban. El Blockältester nos miraba con calma, pero con aspecto de pensar en nosotros a pesar de todo. Era rubio (los presos que estaban aquí desde hacía un cierto número de años podían conservar sus cabellos), su rostro, que era bastante fino, estaba endurecido por un rictus de la boca. Tenía cortado medio pie y cojeaba. En otros tiempos había sido naturalista y boxeador. Era preso político; ni hablaba ni comprendía el francés. Por eso, algunas veces cuando nos veía reír creía que nos burlábamos de él. Habíamos conseguido con dificultad hacerle comprender que no nos burlábamos, pero seguía desconfiando y cuando nos escuchaba sus ojos acechaban sin cesar. Tenía un aire de crueldad que no era vulgar, un cinismo que no era ni agresivo ni despreciativo. Parecía estar siempre sonriendo, sonriendo a una respuesta, que aparentemente conocía, pero que quería guardarse para él solo, la sonrisa de alguien que desbarata permanentemente la ilusión. Llevaba aquí once años. Era un personaje, uno de los actores de Buchenwald. Su decorado eran la Torre, la chimenea, la llanura de Jena, con pequeñas casas alemanas en la lejanía, como la suya que había dejado hacía once años. Y los SS, desde el comienzo siempre los SS —once años el mismo enemigo—, la misma gorra quitada ante la misma gorra verde con la calavera. Sometido desde hacía once años, un hombre que hablaba el mismo idioma que ellos, al odio más perfecto, tan perfecto que el nuestro le hacía sonreír. Y esa sonrisa quería desenmascarar la ilusión que teníamos al creer que los conocíamos. Él y sus camaradas podían conocerlos, y tenían motivos mucho más antiguos que los nuestros para odiarlos. Cuando le hablábamos de la guerra e intentábamos decirle que esperábamos volver pronto a Francia y que él mismo sería liberado, decía «no» con la cabeza y se reía con cierta altanería, sin complicidad, como delante de unos niños. Hasta 1938 había esperado esta guerra y el Múnich de Checoslovaquia había sido también el de los campos de concentración. Él estaba allí en los comienzos de Buchenwald, cuando no había más que el bosque, cuando muchos de nosotros estábamos todavía en la escuela. Nosotros acabábamos apenas de llegar a esta ciudad que ellos mismos habían construido, con la chimenea edificada por ellos, a esta ciudad que habían arrancado a los bosques y que les había costado miles de compañeros, y nosotros decíamos: «Pronto seremos liberados». Reía y decía: «No, no seréis liberados. No sabéis quién es Hitler. Aunque la guerra acabe pronto, reventaremos todos aquí. Los SS harán bombardear el campo, le prenderán fuego, pero no saldremos vivos de aquí. Miles y miles de los nuestros han muerto, nosotros también moriremos aquí». Cuando hablaba así, su voz, que era débil, subía de tono, sus palabras se atropellaban, su mirada se quedaba fija, pero conservaba su sonrisa, ya no nos hablaba a nosotros; hechizado por el drama, se repetía a sí mismo esta oración. Era evidente que ya no lograba imaginarse eso que nosotros llamábamos liberación. Hubiésemos querido decirle que todavía era posible, que era incluso seguro, que lo que ellos esperaban desde hacía once años iba a ocurrir, pero no podía creemos. Nos consideraba unos niños…”

 

(continuará)

 

 

[ Fragmento de: Robert Antelme. “La especie humana” ]

 

 

*

11 comentarios:

  1. "El dispositivo instaurado para el exterminio masivo descansa menos en disposiciones disciplinarias que en la puesta en marcha de configuraciones de fascinación y anonadamiento que van a permitir la asunción del proceso por los propios exterminados."

    "El campo [de concentración] no está protegido únicamente por sus alambradas. Está a resguardo, cuando existe, detrás de la incredulidad de sus contemporáneos".

    "El principio de anonadamiento consiste en hacer funcionar una realidad inaceptable para el sujeto que la recibe. En el campo nazi esta realidad es radical: indica al sujeto que no existe y que su única vocación es concretar esta inexistencia muriendo".

    La sociedad sin amo, Ensayo sobre la sociedad de masa. Leo Scheer. La société sans maître. Essai sur la société de masse, publicada en París, en 1978, por Editions Galilée.
    Ruedo Ibérico. Biblioteca crítica Al otro lado

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    1. Las ideas o más bien hipótesis cuando no meras descripciones que expresan esas citas de Leo Scheer (1978), me parece que eran más ‘novedosas’, y en cierto modo más interesantes y respetables leídas años antes en los textos de sus antecesores, no sólo Hannah Arendt (1951), Guy Debord (1967) y los posteriores estructuralistas, post-estructuralistas y por fin los muy caducos posmodernos. Pero todos ellos, unos más y otros menos, han perdido mucho fuelle y, en casi todos los casos, han acabado mostrando su auténtica poquedad, que decía Manuel Sacristán y en ese juicio también coincidía su rival aunque no enemigo, MVM. Tampoco pretendo negar las indudables aportaciones que han podido hacer ‘en sus limitados campos’ algunos de ellos, caso de Deleuze, Foucault, Althusser, Todorov, Barthes, Lévi-Strauss…

      El problema de todos ellos, con todos los grados y matices que se quieran –y a estas alturas después de las obras de Frederic, Eagleton, Kohan y demás– no es un juicio muy original, es que sus teorías carecen de anclaje con la realidad – y no puede haber mayor contraste que el que se da entre las citas de Scheer y el ‘inverosímil’ texto de Antelme– de los hechos, con los múltiples procesos y relaciones que se dan entre los elementos interrelacionados que conforman esa tan variada, variable y compleja composición. Ellos, no digo siempre ni en todos los casos, se lo montan en plan ‘realidad simbólica’ situada en campo o estructura acotada sin vasos comunicantes, sin vínculos, sin nexos, sin roces –‘con el otro y lo otro de fuera’– que acaricien… o provoquen rozaduras y escoriaciones… o sea ignorando lo fundamental: el marco ineludible y determinante en toda sociedad dividida en clases con intereses antagónicos: la lucha de clases.

      Salud y comunismo

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    2. Gracias, camarada. Tomo (como siempre) buena nota de tus valiosas precisiones.

      Salud y comunismo



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    3. ¿Anónimo? Pues el comentario anterior lo he hecho desde mi cuenta. Qué raro.

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    4. También a mí me ha llamado la atención, pero no tenía dudas sobre el autor del comentario, así que desde que estoy en la red con el blog, es la primera vez que publico el comentario de un 'Anónimo'. Claro que la contraseña de la salud y el comunismo siempre encontrará en lo que de mí dependa una acogida fraternal.

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  2. Parece ser que en la Alemania del Este hay una considerable suma de... "nostálgicos", como puede verse en el vídeo, sobre todo a partir del minuto 18:15.

    Salud y comunismo

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    1. La edad hace mella... Disculpa.

      https://youtu.be/lh-DgYZkri8?t=1098

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    2. Desconozco el motivo, aunque yo también tengo una edad, pero no consigo encontrar el video.

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    3. Copié mal el enlace. Creo que es este:

      https://youtu.be/lh-DgYZkri8

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    4. El video es como la cara oculta de ‘La vida de los otros’.

      “ Y LUEGO DIRÉIS QUE SOMOS CINCO O SEIS…”


      A esto es lo que ellos, digo los medios de desinformación y sus voceros mercenarios, con tono despectivo y paternalista llaman ‘nostalgia’, y así, dándole a la palabra connotaciones de rancio anacronismo pretenden –primero ocultar y si eso les resulta imposible, en última instancia– ridiculizar a aquellos que no se resignan a que les borren el pasado, a olvidar sus raíces y orígenes, a ignorar las justas luchas de sus mayores y los crímenes pasados y presentes del enemigo de clase.

      Bertolt Brecht: “quien lucha puede perder, quien no lucha, ya perdió…”

      Así, saliendo unidos a la calle y enarbolando los símbolos del proletariado internacional, queda patente que para nosotros los comunistas el significado de la palabra nostalgia aplicado a nuestra conciencia de clase –poseemos nuestro propio y contrahegemónico continente semántico– y la historia de nuestros triunfos y derrotas tiene que ver con la dignidad que no se mercadea y el espíritu de lucha revolucionario de quienes no descansaremos hasta enterrar, sin ningún honor, el criminal sistema capitalista.

      Salud y comunismo

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