miércoles, 1 de junio de 2022

 

 

[ 149 ]

 

EL HIJO DEL CHÓFER

Jordi Amat

 

[ 01 ]

 

PRÓLOGO

 

 

Pla agoniza

 

El final empezó medio año atrás. Primero fue el desmayo durante la Nochevieja, antes de cenar en el motel donde tantas veces se ha arrastrado ebrio desde el comedor a la habitación. Después vino el ingreso en la clínica de Figueres. Una breve estancia inesperada en el monasterio de los monjes cistercienses. Finalmente, como siempre, el retorno a la casa que lo protege como un destilado amniótico. Allí, entre sus sombras, donde se ha salvado de todo menos de la propia decadencia. Era de esperar. Desde el momento en que había decidido no comer casi nada sólido arrastraba una anemia. Comer poco y beber. Whisky y café y whisky. Perdidas las fuerzas, a principios de semana los órganos vitales dejan de funcionar. La esclerosis le provoca problemas de irrigación y la congestión pulmonar se suma a la desnutrición. Cada vez menos proteínas, descontrol de los leucocitos. Tratan la infección con antibióticos. Fiebre y neumonía. Los análisis que le han hecho los médicos muestran que el estado del enfermo es crítico. Son pesimistas. Quizá sea cuestión de días. Quizá solo unas horas. Ya no habla. Todavía reconoce a quien tiene al lado, dicen, pero solo gesticula. No hay esperanza: ya no escribe, ya no escribirá. El viaje se acaba.

 

Alguien lo explica como si estuviese dentro de la casa, al lado de los hermanos, el sobrino, el editor y el amigo de siempre del pueblo. Y parece que él está allí, como una sombra oscura. La crónica más precisa del último día de la vida de Josep Pla la escribe el periodista Alfons Quintà. Está saturada de información. Sabe quién llama a la masía. Sabe quién acompaña al escritor. Incluso detalla el resultado de los análisis médicos. Sin moverse de su despacho en casa, o desde la redacción, que solo es un piso al final de la Rambla de Barcelona, podría ver aquellas habitaciones, recorrer la casa de Pla con su memoria. La conoce desde que era un niño y su padre iba allí con tanta frecuencia. Aparcaba el Lancia en la puerta y sacaba lo que llevaba en el coche. Un día un periódico —ejemplares de Le Monde— ; otro, el correo —cartas y más cartas—, demasiadas veces una botella de vino francés o whisky escocés. A veces a Josep Quintà lo acompañaba su hijo. El hijo del chófer.

 

Mirando lo que nadie quiere ver, Alfons Quintà oscurece la realidad con sus artículos a la vez que se autorretrata mostrando su carácter y sus obsesiones. Está la realidad, donde la vida pasa, y hay otra dimensión de la realidad, que también forma parte de la vida, donde domina la ambición, la lucha por el poder y la supervivencia. Esta otra dimensión es la que ve Quintà. La única. Como si viviera allí o casi siempre estuviera atrapado. Caído en sus ángulos muertos. El artículo sobre la agonía que publica en El País , como tantas otras veces, es ansioso. Él, que come compulsivamente a la vez que está obsesionado por su peso, repite no una sino más de dos veces que Pla, incomprensiblemente, había dejado de comer. El artículo vuelve y retorna a lo mismo, como quien grita, airado y rabioso. ¿Por qué nadie dice la verdad? Él cree que la dice, siempre, sin asumir que la verdad nunca se puede decir completa porque no se puede decir todo al mismo tiempo.

 

Cuando a primera hora el periódico llegue a manos de los lectores, se estará produciendo el desenlace. La agonía había empezado la madrugada del miércoles al jueves. El día se levantó gris. Sobre las diez y media de la mañana sobreviene el paro cardiaco. Este infarto de miocardio, a diferencia del de 1972, ya no lo podrá relatar. Mientras la noticia empieza a expandirse, los familiares visten el cadáver, le colocan el rosario entre las manos y dejan el cuerpo en la misma habitación donde Pla acaba de morir. A Llofriu llegan amigos, conocidos, saludados. Esa casa había sido el corazón de un país. Allí bombeaba el pasado, el mito y la inteligencia a través de la conversación y la literatura. Uno de los primeros en llegar es el expresidente Josep Tarradellas. Mientras vela el cadáver, quizá recuerda un encuentro anterior, cuando él se pudría en el exilio y soñaba con el regreso. Pla lo entrevistó para madurar una alternativa política a la dictadura franquista. Enero de 1960. Han pasado veinte años. De esa conjura formó parte Josep Quintà. Ahora, en abril de 1981, quizá solo lo valora Tarradellas. También lo sabe Alfons Quintà. Quién sabe si alguien más lo recuerda.

 

Al día siguiente, funeral a las cinco de la tarde. Minutos antes, cuando el ataúd todavía espera a que la funeraria se lo lleve de la masía, llega uno de aquellos personajes influyentes que, como tantos otros durante más de medio siglo, habían quedado magnetizados por la inteligencia salvaje del difunto. Es Narcís de Carreras. Un hombre del poder regional. Política, fútbol, finanzas. En una ocasión, en la vida de Carreras también se cruzó la obsesión asediante de Quintà. Fue en 1972. El periodista, usando el rencor personal y las influencias que ha heredado de su padre, obtuvo un piso en condiciones privilegiadas en el barrio de Les Corts de Barcelona. Es donde vive ahora. Aquel piso de la calle Fígols formaba parte de una promoción que había construido la principal entidad de ahorros del país —La Caixa—, y Quintà, tirando de sus hilos con fuerza, había conseguido reunirse con Carreras, que era quien presidía la institución. Fue Pla quien hizo la gestión y Quintà consiguió lo que pretendía. Durante días Carreras sintió un regusto amargo que, al cabo de los años, todavía experimenta cuando vuelve a cruzarse con el nombre de Quintà impreso en las páginas del periódico. Casi un año antes, en el mes de mayo, había sentido otra vez la agria bocanada. Fue cuando debía elegirse su sustituto para presidir la entidad bancaria. Usando la cabecera del diario El País como un proyectil, Quintà atacó al presidente elegido —Salvador Millet i Bel, cuñado de Carreras— para defender a un amigo, de su padre y de Josep Pla y de Tarradellas, que aspiraba al cargo —Manuel Ortínez— y que tanta información confidencial le había dado. Horas y horas de conversación telefónica y biliosa con Ortínez. Horas y horas de teléfono para entrar en la dimensión oscura de la realidad.

 

Mientras Narcís de Carreras, a quien acompaña su hijo Francesc, habla con Pere Pla, una comitiva de coches oficiales aparca ante la puerta de la masía. Bajan primero los agentes de seguridad. Le abren la puerta del coche oficial. Sale Jordi Pujol. Hace un año que es presidente de la Generalitat. Atraviesa el umbral, sube las escaleras para ir al primer piso, llega a la sala de la chimenea, da el pésame a la familia. Silencio. No habían sido unas relaciones fáciles, las de Pujol con Pla. Tampoco lo son las de Pujol y Quintà. Es una historia larga. Se cumple un año desde el momento en que el periodista asedia al presidente. El ataque había empezado con aquel artículo de página entera, a cuatro columnas, firmado por Quintà y Carlos Humanes. «Dificultades económicas del grupo bancario de Jordi Pujol.» Se había publicado el 29 de abril de 1980, cuando solo habían transcurrido cinco días de su elección como presidente de la Generalitat.

 

Aquel artículo hizo pública una crisis bancaria que tendría consecuencias políticas. Quintà no lo sabe, pero lo que dice y aquello que da a entender esa página se convertirá en el centro irradiador de su vida profesional, y condicionará para siempre su proyecto de vida. No lo sabe ni lo puede saber. Como mucho, al final, lo intuirá. Pero nadie conoce el argumento completo de su vida. La vida no tiene argumento. Solo lo inventan los biógrafos cuando elaboran sus ilusiones biográficas. Ésta lo es, y es oscura, demasiado, como su protagonista.

 

El artículo de Quintà publicado hace un año fue el primero de una campaña sostenida. Artículos escritos por Quintà o por los periodistas que trabajan con él en la redacción barcelonesa de El País . A algunos dirigentes de Convergència, Pujol les dirá que aquella campaña, avalada por la dirección del periódico, acabó con la salud de su padre. Ni siquiera cuando escribió el obituario de Florenci Pujol, el 1 de octubre de 1980, Quintà perdió la oportunidad de ir tramando su insidia. Todo el mundo lee sus artículos. Escribe en el diario más influyente de España cuando los diarios todavía tienen influencia. Él se sitúa en el pico de su prestigio. Dispara contra todo. Todo lo ve embrutecido. La agonía de Pla, la locura de Salvador Dalí. Partidos que se autodestruyen y un President, a quien conoce y con quien ha hablado en privado, a quien está dispuesto a coaccionar con la coartada del periodismo de investigación. Éste es su poder y lo quiere, quiere más, para vengarse.

 

Pujol deja pasar el rato, esperando que los presentes salgan con él hacia la iglesia de Palafrugell. Narcís de Carreras también lee incomodado aquellos artículos que hablan del banco creado por los Pujol hace algo más de veinte años. En un aparte, el presidente de la Generalitat y el expresidente de La Caixa conversan. Para ganar la atención de Jordi Pujol, casi con lisonja, Narcís de Carreras carga contra el periodista obsesionado con Banca Catalana. Contra ese hombre que pasó demasiadas horas de su infancia y juventud en aquella casa. Con el cadáver de Josep Pla en la habitación contigua a la sala, mientras los dos esperan el momento de encaminarse hacia el funeral, Pujol levanta la cabeza. Lo mira con la convicción de quien tiene el poder y sabe ejercerlo. Pocos como él saben hacerlo. Le anuncia con naturalidad que gracias, pero que no se preocupe. El caso Quintà ha quedado resuelto.”

 

(continuará)

 

 

[ Fragmento de: Jordi Amat. “El hijo del chófer” ]

 

*


No hay comentarios:

Publicar un comentario