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EL HIJO DEL CHÓFER
Jordi Amat
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El hijo del chófer
El único hijo del matrimonio Quintà Sadurní nace en Figueres el 28 de agosto de 1943. Fue en el Carrer Nou, aunque han vuelto a cambiar el nombre y ahora es la avenida José Antonio. Ese día de verano, en esa pequeña ciudad del norte de Cataluña y cercana a la frontera con Francia, nace el hijo de Josep y Lluïsa: Alfons. La familia de la madre regenta una zapatería ubicada en la principal avenida comercial de la ciudad: El Globo. Josep Quintà, que tiene treinta años cuando nace su hijo, se dedica al textil. Es viajante y para hacer su trabajo tiene algo que en esa España pocos tienen: vehículo propio. La vida es difícil. La posguerra es mísera. Un día, en el guardabarros de su coche, Quintà oculta zapatos que roba en la tienda de la familia de su mujer. Los quiere revender. Lo descubren. La relación con los Sadurní se degrada.
A Josep Quintà no le gusta estar en casa y le gusta hacer favores. Manuel Brunet le pide uno. ¿Puede llevarlo en su coche a Palafrugell? Para Brunet la vida tampoco es fácil. El mundo donde este periodista había brillado ha desaparecido. Ahora sobrevive escribiendo artículos reaccionarios sobre el curso de la Segunda Guerra Mundial. Los publica en el semanario que tiene como colaborador estrella a Josep Pla: Destino . Brunet quiere verse con Pla. Quintà acepta. Lo acompañará. Le gusta conversar y aproximarse a la gente interesante. Tipos como el periodista Brunet. Tipos como Pla. El 6 de diciembre de 1944 aparca su coche en la cercana y silenciosa Palafrugell. Pasan unas horas con unos amigos. Brunet los conoce. Quintà todavía no. Y no saben que en ese país sin libertad alguien les está vigilando.
El guardia civil de Palafrugell ha recibido una orden clara de la superioridad policial de la provincia. Es probable que en la localidad, en la casa en la que Brunet y Quintà están entrando, se celebren de forma periódica reuniones de conspiración política. El policía llama por teléfono a la central de Girona e informa sobre quiénes estaban presentes en la casa, que es propiedad de Pere Pla, el hermano del escritor. Entre seis y ocho personas. Al día siguiente redacta un informe ampliando la información. Había sido otra reunión de un grupo de amigos del pueblo a la que se habían sumado los dos hombres del coche. Brunet es conocido, Quintà no. El policía redacta una breve nota sobre él: «Corredor mercantil, domiciliado en Figueres, calle José Antonio ignorándose el número (sus suegros son dueños de la zapatería El Globo)». Esa noche Josep Quintà conoce a quien va a convertirse en el hombre de su vida. Josep Pla. Vive solo en la casa de campo familiar, tiene la diabólica manía de escribir, se va acercando a los cincuenta y no tiene coche. Es así y en aquel momento cuando empieza la relación entre ellos dos.
Dedicatoria manuscrita en un ejemplar de Costa Brava. Guía general y verídica , fechada en agosto de 1945: «Querido Quintà, muy agradecido y con la amistad de siempre». Medio año después, una segunda dedicatoria en otro ejemplar del mismo libro. Ahora, al matrimonio Quintà Sadurní, y fechada en Figueres. Ya no son solo palabras de compromiso, porque en algunas ocasiones Pla cena con el matrimonio y el niño en el piso de la avenida José Antonio. Lluïsa cocina muy bien. Y a los dos les agradece su colaboración para redactar el libro. ¿Cómo le han ayudado? Pocos meses después Pla amplía la dedicatoria de ese ejemplar. Otra vez en Figueres, coincidiendo con las fiestas patronales de la ciudad. Escribe a mano que algunos de los itinerarios de la guía están incompletos, pero los escribirá después del verano tras haber navegado por esa parte de la costa con los amigos pescadores de Quintà. Quintà tiene un velero amarrado en el puerto de Roses. Un Tumlare. A Pla le gusta navegar en esa barca. En ocasiones les acompañan los viejos pescadores del lugar. Pau de la Menuda. Joan Calons. Baldiri Gallinaire. Pep Cantina. Josep Pla los escucha y se inspira en ellos para escribir cuentos sobre geografía humana.
El niño Alfons también los escucha. En su conciencia, la navegación con el padre y la sagacidad de los pescadores será el sol de la infancia. Pero en la avenida José Antonio, acumulando días a solas con su madre, demasiadas veces la vida es como una noche oscura. Estudia en un buen colegio: los Hermanos de las Escuelas Cristianas de La Salle, que todos llaman Los Fossos. Algunas familias bien de la comarca escolarizan allí a sus hijos; la escuela cuenta con buenos profesores, que no se limitan a repetir el catecismo nacionalcatólico. Pero algo raro hay en el niño Quintà. No porque juegue al siete y medio usando garbanzos con los abuelos Sadurní. El problema no es que más de una vez se abra la cabeza jugando. Lo extraño son los problemas de relación con sus compañeros. Gasta bromas poco habituales, gamberradas que no se olvidan. Como tantos niños de posguerra, forma parte de una agrupación de scouts y pronto demuestra afición por la lectura. Le gusta pasear por el centro de la ciudad. En el Novel de la Rambla se acerca al escritor Carles Fages de Climent —un buen amigo del figuerense Salvador Dalí—, que le recomienda que lea clásicos como Plutarco y Marcial. A veces se acerca al taller de un talabartero que está cerca de casa. Le gusta verle trabajar. Pero un día la persiana está cerrada y nadie le sabe explicar dónde se encuentra el artesano a quien admiraba. Escuchará un cuchicheo. Aquel hombre se había quedado sin trabajo. Se suicida.
Alfons crece entre la oscuridad moral de una Figueres donde los ricos son franquistas y contrabandistas, y la luz de la bahía de Roses, donde disfruta de una vida familiar plena y plácida. Esa claridad ilumina dos instantáneas. Están ellos dos. Nadie más. Padre e hijo. Josep y Alfons. Ellos dos y nadie más. En una, ambos están de pie en un extremo del barco, enganchado el cuerpo del uno al del otro, subiendo abrazados la vela, sonriendo a cámara. El hijo lleva una gorra de pescador en la mano. Se la han dejado los viejos pescadores que aparecen en otras imágenes. En la otra fotografía familiar el padre sostiene la misma gorra. Otra vez solos los dos, en la playa tras un baño. Elegantes como siempre, muestran naturalmente el torso. Un gesto de amor filial. ¿Cuántos años tiene? Alfons está a punto de cumplir los nueve o los diez. Todo, por entonces, es radiante. O lo parece. O lo puede ser. Pero tampoco están solos.
Hay otra fotografía en esa serie. Sigue siendo Roses, pero no están ni en la playa ni en el mar. Es en la calle del pueblo costero. El sol impacta en la frente de Josep Quintà, que no puede seguir mirando a la cámara. Guarda una mano en el bolsillo mientras apoya el brazo sobre la espalda de su hijo. Padre, hijo y coche. El Lancia de los Quintà. Ellos dos y unos amigos. En un extremo de la imagen, Pla. En el centro, un hombre de mediana edad que irradia plenitud. También veranea allí. En la imagen tiene a un niño pequeño cogido en brazos y otro hijo suyo está junto a él. Es Jaume Vicens Vives, un historiador que ha decidido convertirse en intelectual de una sociedad que sigue civilmente secuestrada. Vicens se ha propuesto que esa sociedad se redescubra, sea consciente de sus taras constitutivas y de sus potencialidades. Lo hace siguiendo el magisterio de Pla, que de manera informal le encomienda esa misión: salvar la conciencia colectiva de un país sepultado. La relación entre Pla y Vicens, que es fundacional, necesita un apoyo para que fructifique. Alguien de confianza que actúe al mismo tiempo como amigo y secretario. Esa figura en la sombra, que no aparece en los libros de historia porque su lugar es la cotidianidad sin relieve, es Josep Quintà.
Quintà padre
visita al editor de Pla en Barcelona, recoge el sobre con dinero y le lleva el
correo al escritor. Lo acompaña a veces cuando tiene una comida, por ejemplo
con Camilo José Cela, y de alguna manera se ocupa de su agenda. Pla lo
necesita. Lo recoge en Palafrugell para que se vea con Vicens en Roses y en una
ocasión coincide con el catalanista católico Josep Benet. Otra mañana de luz,
Vicens y Benet navegan en el velero de Quintà y Alfons sale en la foto. Otro
día Quintà acompaña a Pla a Sant Feliu de Guíxols para que salude a otro viejo
periodista, Gaziel, que también cena en casa de los Quintà. A veces lo recoge
en el mas y enfilan la carretera para que Pla se vea con Vicens en el piso que
el historiador tiene en Barcelona. Los lleva a Perpiñán para que puedan hablar
con absoluta libertad. O los invita a comer en casa porque Lluïsa cocina el
pescado que le han dado los pescadores de Roses. Entonces Quintà pone encima de
la mesa un borgoña o un queso francés que ha comprado en una de sus escapadas
al otro lado de la frontera. Alfons mira, escucha y registra en la memoria. Un
día Vicens explica que Franco ha pedido que traduzcan al castellano un estudio
suyo que se distribuye en catalán. Otro día salen de casa para dar una vuelta
por Figueres o recorrer alguna zona del Ampurdán con el Lancia. Hablan Pla y Vicens, y a veces habla también Quintá.
A lo aprendido en sus trabajos como historiador, Vicens suma esa experiencia de conversación y contemplación para seguir evolucionando y convertirse en intelectual. De ese saber se nutre su visión sobre la esencia de un país de pescadores, payeses y comerciantes. Gente que negocia, pero no gobierna. Gente que pacta en pueblos y ciudades. La escribe en un ensayo que de inmediato se convierte en un clásico: Notícia de Catalunya . Es el fruto de la relación de Pla y Vicens, y Quintà entre bambalinas. Es un diálogo de posguerra que refunda una cultura. Nada más imprimirse el libro, Vicens le envía un ejemplar a Quintà con esta dedicatoria: «Amigo Quintà: tú eres de las cuatro o cinco personas que, si no puedes calificar de hijo este libro, lo puedes considerar como a un ahijado. De tus conversaciones han florecido algunas de las cosas principales que se traslucen en estas páginas, de la misma manera que tu cordial amistad me ha estimulado continuamente a gestarlas». Nada de eso sería posible si Quintà no dispusiese del coche. La relación entre el que conduce y el conducido alcanza a veces una curiosa intensidad.
Ser amigo de Pla o su escudero o su caballero servidor acaba teniendo para Josep Quintà más importancia que ser marido y padre. Su único hijo primero lo intuye con desconcierto y luego lo asume con dolor. El matrimonio de sus padres ha empezado a carcomerse. El padre apenas está en casa. O está con Pla o está con los amigos de Pla. Pero no es solo el círculo de Pla. Recorre los pueblos de la zona para visitar a las costureras y venderles género, y algunas de éstas parece que también son amantes esporádicas. Por eso cuando pasa por casa los gritos y los silencios se repiten en el piso de la avenida José Antonio. Eso le reprocha Lluïsa, eso hunde a Alfons. Y algunas no son solo amantes de una noche. Ya pasa temporadas largas instalado en el hotel Costa Brava de Palafrugell. Como mínimo una amante estable, y de esa amante tendrá hijos. Cuando Josep Quintà regresa a casa, su hijo espera el momento en que lo verá marcharse de nuevo. Cree que lo hace para vivir con otra familia. Con la mirada sigue los pasos del abandono. Ese recorrido traza una grieta en su conciencia donde se va posando el resentimiento.
A los trece años las cosas empiezan a torcerse. Al comportamiento extraño se suman los suspensos en la escuela. Curso 56/57. Las seis asignaturas que había suspendido las aprueba en la convocatoria extraordinaria. Pero el siguiente año escolar ya no aprobará ciencias naturales ni tampoco matemáticas ni siquiera en la convocatoria extraordinaria.
Josep Pla tiene poder. Su poder es poder decir la verdad. No es poder político ni económico. Tampoco institucional. No es el poder del cuarto poder porque ése es un poder menguado cuando no hay libertad de expresión para poder decir la verdad. El poder de Pla es intelectual. Blando e informal. Lo atesora y lo desprende. Lo nutre su experiencia, sus lecturas y su sagacidad. Y ese poder llama a los otros, porque las ideas, en última instancia, actúan como el fundamento donde el poder no se transmite pero sí se regenera. Durante medio siglo Pla ha seducido a elites sucesivas con ese poder. A catalanas y no pocas españolas. Elites políticas, económicas, culturales o periodísticas. El lugar donde Pla despliega su seducción es una mesa donde se come y se bebe y el eje son sus palabras. Con su mirada, incapaz de esconder sus emociones, y su discurso, que podía partir de una anécdota y tras un chascarrillo, Pla tenía la capacidad de hacer viajar en el tiempo a su interlocutor y trasladarlo a la memoria del siglo o al corazón del mundo. El poder intelectual es el de la influencia de las ideas.
En el ejercicio material de esa influencia, Josep Quintà actúa como un instrumento indispensable. A veces en mesas distinguidas de Barcelona, pero casi siempre en restaurantes de comida tradicional del Ampurdán. En especial cuando llega el verano y los hombres del poder duro se instalan en sus segundas residencias. Y es así como Quintà, entre plato y plato, acaba siendo uno más de la red de Josep Pla. Es un círculo que se va ensanchando en torno a Pla. No son solo los amigos de Palafrugell. No es solo Vicens. Serán empresarios, financieros y economistas. Quintà los conoce, los ve y les habla de tú a tú porque él también tiene su poder: el capital social que significa haberse convertido en la mejor vía de entrada para acceder a Josep Pla. Para mantener ese capital, que se ha ganado conduciendo, se necesita dominar algunos códigos. La buena educación, el capital que da la información y una agenda. Así puede asistir al despliegue del poder intelectual de Pla, aprender cuál es la dinámica de la influencia. Cuando ha podido la ha usado en beneficio propio, de los suyos o de sus amigos. ¿Podría pedirle a ese profesor, amigo Vicens, que apruebe a mi hijo? Ése es su poder. Poder es la producción de los efectos deseados. Si no eres influyente —si no puedes descolgar el teléfono o pedir un favor cuchicheando al oído cuando los otros apenas se dan cuenta y al fin conseguir lo que pretendes— no estás dentro. Quintà lo está. Su hijo Alfons, mientras acumula resentimiento, lo ve.
El diálogo entre Pla y Vicens es tan potente que gesta un nuevo poder intelectual. Vicens lo usa para establecer contacto con el poder político y trata de influir en él. De eso hablan con Pla y eso escucha Quintà. Hablan de lo que más les importa. Libros y política. «Informe político. Impresionante efecto», consigna Pla en su agenda el 23 de febrero de 1956, después de una comida en casa de Vicens. Y Quintà se sienta a la misma mesa, participa de la misma conspiración burguesa. Al día siguiente, aún en Barcelona, se celebra una cena en un restaurante de moda, el Glacier. Repiten los tres con pocos comensales más, y al día siguiente Pla y Quintà vuelven juntos al Ampurdán. Si no fue en la cena del Glacier cuando se lo contó, debió de hacerlo en el vagón del tren que compartían y que tomaron en la Estación de Francia. No había sido una comida cualquiera. Es un almuerzo con otro poder. No el suyo, que es el intelectual. Es un poder al que escritores y periodistas no acostumbran a acceder. El poder del dinero.
Su anfitrión es un seductor Manuel Ortínez. Treinta y cinco años. Conectado con la Costa Brava a través de su esposa, Ortínez es devoto del escritor. Uno más. Le gusta su prosa, le fascina del mismo modo que magnetizó a Vicens. No pierde la oportunidad de una sobremesa con él, contemplar cómo hablando abre la caja negra donde se revelan los códigos de un país, de sus líderes, de la política. Ortínez, que es capaz de identificar como nadie quién tiene poder, sabe que Pla lo tiene y quiere que conozca a su jefe: Domingo Valls i Taberner. Puro poder económico. El hombre más determinante en el sector económico de mayor peso, todavía, en Cataluña: el textil. Quiere que se conozcan. Que Valls le revele los secretos de la burguesía, los que Ortínez gestiona.
Listo y elegante, bien relacionado y con determinación para conseguir lo que necesitaba, Ortínez pronto fue cooptado por los grandes empresarios. A ellos les facilitó una red de contactos privilegiada con el Madrid político. Llegaba a los despachos de los ministerios económicos, sobre todo Industria, y lubricaba esa red con maletines repletos que llenaban esos burgueses catalanes. Ejerce el cargo de consejero director del Servicio de Comercio Exterior de la Industria Textil Algodonera. Era el lobby del que se había dotado la que todavía era la principal industria catalana. A esos industriales la autarquía de la dictadura les ha concedido una prórroga y, a corto plazo, sacan gran rendimiento de esa situación anómala. A Ortínez los industriales del textil lo habían contratado para que con la mano derecha cuidase la estrategia pública del lobby a la vez que, con la izquierda, moviese los hilos de la estrategia invisible y no menos necesaria para el grupo: diseñar los vericuetos del fraude fiscal que el poder político del régimen mira sin ver. Pocos conocen tan bien el método de evasión de capitales. Tiempos turbios. La corrupción está institucionalizada.
Ortínez conoce las leyes del fraude y sabe cómo aplicarlas. Sabe cómo engañar al Estado para obtener los dólares y comprar el algodón que necesitan los industriales para los que trabaja. Tánger. No es Casablanca, pero allí también se juega. En la economía de la ciudad hay catalanes bien situados. Algunos dirigen bancos, algunos los tienen en propiedad. Es el único mercado libre de intercambio de divisas donde la peseta es aceptada. Allí se podían cambiar pesetas por dólares, pero la cuestión era cómo conseguir que las pesetas saliesen de España para llegar a la ciudad marroquí y allí efectuar el cambio. Este delito implicaba crear una estructura estable de contrabando de capitales. En Barcelona, dos socios tienen los contactos necesarios para blanquear la operación. Los grandes industriales, a través de Ortínez, contratan sus servicios. Uno de esos pícaros es David Tennenbaum. El otro espabilado es Florenci Pujol, un hombre hecho a sí mismo que se gana la vida como agente de Bolsa. Juntos actúan de facto como testaferros de los industriales del textil. La mecánica es conocida. Los hombres de negro de los industriales le entregan a Pujol sacos llenos de billetes de cien pesetas. Su socio los hace llegar a Tánger. Algunos bancos —en especial el Banco Inmobiliario de Josep Andreu Abelló— aceptaban las pesetas y las transformaban en dólares en cuentas abiertas en Estados Unidos o Suiza. Por hacer aquella gestión, faltaría más, Tennenbaum y Pujol cobran una comisión. Parte del dinero lo dejan en Suiza. Con otra parte del dinero del contrabando, más el que gana como agente de Bolsa, Pujol, fascinado por el activismo antifranquista de su hijo Jordi, compra un banco. El 18 de marzo de ese 1959 se celebra la junta de accionistas de la Banca Dorca. La familia propietaria vende las acciones al grupo de Pujol. Dos años después la entidad pasa a denominarse Banca Catalana…”
(continuará)
[ Fragmento de: Jordi Amat. “El hijo del chófer” ]
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