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LA GALLINA CIEGA
MAX AUB
(...)
30 de agosto (1969)
Nos vamos esta noche a Valencia. A las diez estaremos en Manises. Hasta ahora, todo a pedir de boca (aparte el calor y la sed, no he visto a nadie que no quisiera ni conocido a personas que nos conociera). Después de ocho días en Valencia, que Carmen haga conmigo lo que quiera.
Comemos con la familia después de pasear por el puerto y volver a subir a Montjuich. Duermo mi siesta. Damos unas vueltas. Tranquilidad y buenos alimentos.
Al aeropuerto. Cuarenta minutos de vuelo. (¡Qué recuerdos! Manises: la primera avioneta. El primer vuelo, ¿1921? El artículo de Pepe Gaos en El Pueblo contando sus impresiones, que eran las mías. Luego los Fokker… No: no hacíamos mucho más del doble del tiempo empleado hoy. Es poco adelanto para tantos años).
Valencia (Manises). Un aeropuertito. La familia lo llena, y no están todos. Veo, de pronto, más altos que yo, a los sobrinos que no conozco. Mi hermana. Sobrinos, sobrinas (que conozco ahora, con Carmen, ya viuda). Todos grandes, lucidos, rebosando gusto y salud.
En casa, mi suegra. Tan guapa, recia y fuerte como si la hubiese dejado hace unos días. (No hay sorpresas mayores: a todos, tal y como son, los reconozco por las fotografías que no han faltado a su obligación). Feli, nuestra criada de ayer. Hablan y hablan y hablan para todo y para nada.
En el viaje del aeropuerto a casa no he reconocido nada como no sea la Gran Vía.
—Plan Sur —me dicen.
—El Plan Sur.
Desvían el río. Anchas calles, bloques, avenidas. Como si Valencia fuese Guadalajara, Barcelona, Londres, París; un poco menos pero no tanto.
La casa es la misma. El ascensor, el mismo.
31 de agosto
Bajo solo, a la calle. ¿Cuánto tiempo hace que no estoy solo? P., desde el último achuchón, no me deja ni a sol ni a sombra, pendiente. Se queda con su madre. Bajo a la calle a ver, a cien metros de este portal, el que fue el nuestro: Almirante Cadarso, 13. Está, naturalmente, igual; la casa la estrenamos nosotros. Allí pintaron Genaro y Pedro un mural en el comedor grande. Tengo fotografías. Al lado, en el solar, han construido una casa. Entro en la que fue nuestra. Hablo con la portera. Es Clotilde. La miro.
—¿No me conoce?
Poco a poco le va cambiando la cara. Está a punto de llorar.
—¡Don Max!
Es, tal vez, la primera vez que el «don» pegado a mi nombre no me hiere. Y los recuerdos. Que tuvo mis escopetas de caza hasta que vinieron unos amigos por ellas. (Si, ya sé: Manolo, Fernando). No le pregunto: la dejo hablar. Ayer.
Ahí enfrente vivía Miñana. Ayer. Enterrado en Yugoslavia. Nadie me preguntará por él.
Sí, la luz es la misma. El cine de la esquina. La fuente es nueva: el maestro Serrano, sentado. Tomo una horchata a sus espaldas. Está buena, sin exceso. Tal vez no llega al punto del recuerdo. Las fruterías dan gloria. Compro cerezas, albaricoques. ¿Por qué? Habrá en casa. Un melón, señor, un melón que huele a gloria, como ayer…
—Tío: ¿sabes por qué está negro Serrano?
(No recuerdo ahora si está fundido en bronce en su silla o tallado en mármol oscuro. Sí, las musas en bajo relieve y medio círculo, atrás, desnudas…).
No.
—Porque no se puede volver.
Chistes. Todo son chistes. Si en estos ocho días pasados no me han contado cien —acerca de los mandamases— no fue ninguno. No recuerdo uno. Por eso los dejan correr. Van a dar a la mar o a las aguas negras…
(continuará)
[ Fragmento de: Max Aub. “La gallina ciega” ]
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