miércoles, 24 de agosto de 2022

 


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ESCRITOS CORSARIOS

 

Pier Paolo Pasolini

 

 

6 de octubre de 1974

 

NUEVAS PERSPECTIVAS HISTÓRICAS: LA IGLESIA ES INÚTIL AL PODER

 

Refiriéndose a mi artículo sobre la situación actual y real de la Iglesia («Corriere della sera», 22 de setiembre de 1974) el «Osservatore Romano» —en un artículo de violenta reacción— escribe entre otras cosas: «No sabemos dónde el susodicho obtiene tanta autoridad si no de algunos filmes de un enigmático y reprobable decadentismo, de la habilidad de una escritura corrosiva y de algunas actitudes bastante excéntricas».

 

Limitémonos a observar esta anticuada frase, que contiene todo el «espíritu» (en el sentido de «cultura») del artículo clerical. Lo primero de todo que allí se nota es una idea que a una persona normal parece en seguida aberrante: es decir, la idea de que alguien, por escribir algo, deba poseer «autoridad». Yo no comprendo sinceramente cómo puede venir en mente una cosa semejante. Siempre he pensado como cualquier persona normal que detrás de quien escribe debería estar la necesidad de escribir, la libertad, la autenticidad, el riesgo. Pensar que pueda existir algo social y oficial que «fije» la autoridad de alguien, es un pensamiento precisamente aberrante, debido evidentemente a la deformación de quien no sabe ya concebir la verdad fuera de los límites de la autoridad.

 

Yo no tengo a mis espaldas ninguna autoridad: sino aquella que proviene paradojalmente de no tenerla y de no haberla querido; de haberme puesto en situación de no tener nada que perder y, y por lo tanto, de no ser fiel a ningún pacto salvo aquél con un lector que yo considero por otra parte digno de toda búsqueda por más escandalosa que sea.

 

Pero supongamos, por hipótesis absurda que exista una «autoridad» en mí: a pesar de mí mismo, pongamos, y decretada objetivamente en el contexto cultural y en la vida pública italiana.

 

En tal caso la proposición vaticana es todavía más grave. En efecto, ella somete a acusación no sólo a los círculos culturales, dentro de los cuales yo opero como escritor, sino, en este punto, también a los centenares de millares y en algún caso, los millones de italianos «simples», que decretan el éxito de mis obras cinematográficas. En suma son culpables los críticos que me juzgan y son tontos los espectadores que van a ver mis películas.

 

Todo ello es «infracultura». «Infracultura» porque no es clerical-fascista. En efecto, cuando en el «Osservatore Romano» se escribe que un film es «de un enigmático y reprobable “decadentismo”», es inevitable: el sentido de estas palabras resulta el mismo que el de la subcultura que quemaba los libros y los cuadros «decadentes» en nombre de la «moral sana». También la «escritura corrosiva» es un estilo típico de treinta años atrás: porque instituye la confrontación con una hipotética salud e integridad de la cultura oficial, fundada sobre la autoridad y sobre el poder. Finalmente, con la alusión a las «actitudes excéntricas» estamos en la alusión personal. Pero sobre esto no replicaré. Cristo por otra parte nunca ha puesto en el deber de replicar a la «oveja negra» (o «perdida»).

 

La historia de la Iglesia es una historia de poder y de delitos de poder: pero lo que es todavía peor y, por lo menos en lo que se refiere en los últimos siglos, es una historia de ignorancia. Nadie podría, por ejemplo, demostrar que continuar hablando hoy de Santo Tomás, ignorando la cultura liberal, racionalista y laica primero y después la cultura marxista en política y la cultura freudiana en psicología (para atenerse a esquemas primarios y elementales), no sea un acto subcultural. La ignorancia de la Iglesia en estos últimos dos siglos ha sido paradigmática, sobre todo para Italia. Es sobre ella que se ha modelado la ignorancia cualunquística de la burguesía italiana. Se trata, en efecto, de una ignorancia cuya definición cultural es: una perfecta coexistencia de «irracionalismo», «formalismo» y «pragmatismo». Las sentencias de la Sacra Rota son, por ejemplo, un enorme corpus de documentos que demuestran la arbitrariedad espiritual y formal por una parte y por otra el lúgubre practicismo (que adopta directamente forma de fanático «behaviorismo») con que la Iglesia mira las cosas del mundo.

 

Las actualizaciones que parte del clero, también vaticano, ha intentado y a veces realizado, no hacen más que confirmar cuanto he dicho. En efecto estas actualizaciones se refieren a la técnica y a la sociología. Una vez más la verdadera cultura es evitada. Una vez más son los instrumentos del poder los que aparecen como significativos y decisivos.

 

Es esta particular cultura vaticana, como carencia de cultura real, lo que probablemente ha impedido al articulista del «Osservatore Romano» comprender lo que yo he escrito sobre la crisis de la Iglesia. Que no era precisamente un ataque: era precisamente casi un acto de solidaridad —por cierto, extremadamente anómala y prematura— debido al hecho de que —finalmente— la Iglesia me parecía como derrotada: y por lo tanto finalmente libre de sí misma, es decir, del poder.

 

En un artículo en la «Stampa» (29 de setiembre de 1974) Mario Soldati habla de la «carcajada» de un jesuita debido a la pregunta sobre si él tuviera un automóvil: en esta «carcajada» Soldati siente un primer acento, falso, de carácter práctico y tradicional («No, no tengo un automóvil, pasó la época en que los jesuitas poseían un automóvil»). Pero, debajo, en el fondo, en la esencia de esta «carcajada», Soldati siente una sincera, exultante e irresistible felicidad. La felicidad de ver finalmente arruinadas y renovadas las relaciones de la Iglesia con el mundo. La felicidad de la derrota. La felicidad de deber recomenzar todo desde el principio. «La liberación del poder».

 

En el lamento de Paulo VI (me refiero a su histórico discurso de fines de verano en Castelgandolfo) yo sentí lo mismo: un primer acento de dolor y de desilusión, «merecidos» por la declinación de un grandioso aparato de poder; y un más oculto acento de dolor sincero y profundo, es decir, religioso, cargado de posibilidades futuras.

 

¿Cuáles son estas posibilidades futuras?

 

Antes que nada la distinción radical entre Iglesia y Estado. Siempre me ha sorprendido, más bien, en realidad, profundamente indignado, la interpretación clerical de la frase de Cristo: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios»: interpretación en la cual se había concentrado toda la hipocresía y la aberración que han caracterizado a la Iglesia de la Contrarreforma. Se ha hecho pasar —lo que parece monstruoso— como moderada, cínica y realista una frase de Cristo que era, evidentemente, radical, extremista perfectamente religiosa. Cristo, en efecto, no podía de ningún modo querer decir: «Tranquiliza esto y aquello, no busques escándalos políticos, consigue la practicidad de la vida social y el absoluto de lo religioso, trata de nadar y de cuidar la ropa, etc.». Al contrario, Cristo —en absoluta coherencia con toda su predicación— no podía querer decir más que: «Distingue netamente entre César y Dios; no confundirlos; no hacerlos coexistir con la excusa de poder servir mejor a Dios: “no conciliarlos”: recuerda bien que mi “y” es disyuntivo, crea dos universos no comunicantes o, todavía más, contrastantes: en suma, lo repito, “inconciliables”». Cristo proponiendo esta dicotomía extremista, impulsa e invita a la oposición perenne a César, aunque sea la no violenta (a diferencia de la de los fanáticos).

La segunda novedad religiosa que se prevé para el futuro es la siguiente. Hasta hoy la Iglesia ha sido la Iglesia de un universo campesino, el que ha tomado del cristianismo el único momento original con relación a todas las demás religiones, es decir, Cristo. En el universo campesino Cristo es asimilado a uno de los miles de adonis o proserpinas existentes: los cuales ignoraban el tiempo real, es decir, la historia. El tiempo de los dioses agrícolas semejantes a Cristo era un tiempo «sagrado» o «litúrgico» del cual procedía el carácter cíclico, el eterno retorno.

 

El tiempo de su nacimiento, de su acción, de su muerte, de su descenso a los infiernos, y de su resurrección, era un tiempo paradigmático, al cual, periódicamente y reactualizado, se modelaba el tiempo de la vida.

 

Por el contrario, Cristo ha aceptado el tiempo «unilineal», es decir, lo que nosotros llamamos historia. Él ha roto la estructura circular de las viejas religiones: y habló de un «fin», no de un «retorno». Pero, repito, durante dos milenios, el mundo campesino ha continuado asimilando a Cristo con sus viejos modelos míticos: ha hecho de ello la encarnación de un principio axiológico, mediante el cual se otorga sentido al ciclo de las culturas. La predicación de Cristo no tenía mucho peso. Sólo las élites verdaderamente religiosas de la clase dominante han comprendido durante siglos el verdadero sentido de Cristo. Pero la Iglesia, que era la Iglesia oficial de la clase dominante, ha aceptado siempre el equívoco: no podía existir, en efecto, al margen de las masas campesinas.

 

Ahora, de golpe, el campo ha dejado de ser religioso. Pero, en compensación, comienza a ser religiosa la ciudad. El cristianismo se convierte de agrícola en urbano: característica de todas las religiones urbanas —y por lo tanto de las élites de las clases dominantes— es la sustitución (cristiana) del retorno por el fin: del misticismo soteriológico a las pietas rústica. Por lo tanto, una religión urbana, como esquema, es infinitamente más capaz de aceptar el modelo de Cristo que cualquier religión campesina.

 

El consumismo y la proliferación de las industrias terciarias ha destruido en Italia el mundo campesino y está destruyéndolo en todo el mundo (el futuro de la agricultura es también industrial): no habrá en consecuencias más curas o, si los habrá, serán idealmente nacidos en la ciudad. Pero estos curas «nacidos en la ciudad», evidentemente, no querrán en modo alguno tener nada que ver con policías y militares, burócratas o grandes industriales: en efecto, no podrán ser más que hombres cultos, formados en un mundo que en vez de tener a sus espaldas a Adonis y Proserpina, se funda en los grandes textos de la cultura moderna. Si quiere sobrevivir en cuanto Iglesia, la Iglesia no puede por lo tanto más que abandonar el poder y abrazar aquella cultura —siempre odiada por ella— que es por su propia naturaleza libre, antiautoritaria, en continuo devenir, contradictoria, colectiva, escandalosa.

 

Y luego, finalmente, ¿es necesario que la Iglesia deba coincidir con el Vaticano? Si —haciendo una donación de la gran escenografía (folklórica) de la actual sede vaticana al Estado italiano y regalando la chatarra (folklórica) de estolas y levitas, flabelos y sillas gestatorias a los obreros de Cinecitta— el Papa se las arreglará con un clergyman, con sus colaboradores, en algún subsuelo de Tormarancio o del Tuscolano, no lejos de las catacumbas de San Damián o Santa Priscilla—, ¿la Iglesia dejaría de ser acaso la Iglesia?

 

 

 

[ Fragmento de: Pier Paolo Pasolini. “Escritos corsarios” ]

 

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