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LA GALLINA CIEGA
MAX AUB
(...)
1 de septiembre (1969)
Casa de Manolo Zapater. Vamos andando; está cerca de casa. No es la que conocí, ni su mujer la misma (Lolita, Viver…), pero son las mismas y él no ha variado; tan sin problemas. Sólo los que le plantean los demás. Por algo, registrador de la propiedad. La vida tranquila y desahogada del buen burgués español y valenciano para mayores señas. Pan de huerta. Le miro: ¡tantos años! Luego, en la calle, veo que si algo ha perdido —sin hacer la menor referencia a ello— es vista. Vamos a cenar, con Fernando Dicenta y su mujer, a un restaurante de la Gran Vía, a la vuelta misma de su casa. Exactamente como si nos hubiésemos visto ayer y nos quedáramos para siempre. Y nos acompañan luego, andando, a casa. ¿De qué hablamos? ¡Qué más da! El tiempo no pasa.
—Cuéntame tu vida.
—¿Para qué?
—¿Cómo está Antonio?
—Bien. De ingeniero jefe del Puerto. Con siete chicos.
(Le veo, volviendo una madrugada, a pie, tres o cuatro kilómetros, por la carretera, en la Isla, ¿hace de eso cuarenta años o más? Después de una noche conjunta con unas norteamericanas, cantando tan mal como supone que lo hace bien, pero cantando, con una rama en la mano, empujando guijas hacia adelante… Era su primer puesto donde, por lo visto, acaba como jefe).
—¿Y Rafael?
—Ya lo verás. A punto de jubilarse. Catorce nietos.
Que son de familia de gran técnico que pudo dar, hace medio siglo, a sus hijos carreras famosas y bien pagadas, por lo que se tenía entonces en España por bien pagado, cuando no se aceptaban gratificaciones y ofrecerle un duro a un guardia civil para que pasara por alto una falta leve era delito muy penado; cuando la honradez valía tanto que nadie —que no fuera delincuente, anarquista inclusive— podía suponer que una carrera de buen nombre produjera más que el sueldo que se cobraba, a veces con algún retraso (fuera quedaban ciertos políticos, no pocos quizá y más de la oposición que de la mayoría, y los caciques).
—¿Qué te ha parecido España?
—¿Tú también? No lo sé. He llegado, como sabes, hace una semana. Tres días en Cadaqués, que no se diferencia en nada de cualquier puerto de la Costa Azul como no sea porque todo es más barato. Unos días en Barcelona, con amigos y mis cuñados. Aquí llegamos anoche. ¿Qué te parece a ti?
Se lo puedo preguntar: amigo viejo (como se era cristiano del mismo respeto), señorito en el alma, casado con señorita hija de «prominente» político local sedicentemente liberal (no recuerdo si de García Prieto o de Romanones) hombre de predicamento durante la monarquía, y por lo tanto, partidario del régimen, que debió morir —creo— antes de que acabara la guerra. De todos modos, sigue siendo la hija de… Y él, periodista y poeta y los sueños de llegar a ser catedrático. Ahí, lo malo: vino a caer, en su juventud borbollante y declamatoria, al lado de Gaos, de Medina y al mío. No sabía qué hacer, a más de estudiar Derecho y leer y recitar a Rubén. Leyes y un librillo de versos, buena voz sin impostar, afición a la ópera y a las coristas de zarzuela, gestos un tanto estrafalarios o, por lo menos, no muy comunes en provincia tan provincia como lo era entonces Valencia; de la «buena sociedad» y si no la «Agricultura» —el Casino por antonomasia—, del Círculo de Bellas Artes y del Club Náutico. El tenis en lo alto: campeón vitalicio. Y los periódicos, desde adentro, que la cosa era no salir de Valencia por el matrimonio con la señorita, hija del famoso liberal. Las reuniones, las discusiones, los versos, los músicos ponderados, los bohemios con cuentagotas, y esquinazo: que no era nuestro sino hasta cierto punto. Nadar y cuidar la forma. Buenísima persona. Estudió con los jesuitas, con los maristas o con los marianistas aunque su padre es amigo del famoso diputado republicano que suprimió el «Ave María» de los serenos, en Sagunto: gravísimo escándalo y, a veces, cuentan que se le ha visto mirar con simpatía algún desfile cívico, en fecha señalada.
—Bien.
—(¿Qué va a decir? En general, ¿qué me van a decir todos? Porque, además, es cierto: les parece bien. Entre otras cosas porque no conocen más. Ésta sería la solución: prohibir en el mundo entero los medios de comunicación: no más periódicos, ni más televisión ni radio, ni más revistas; tal vez, fuera aviones y trenes. No saber. Hacer desaparecer la lengua y la escritura. Restableceríase la paz como por encanto: hiérenla las noticias; sólo quedarían los vecinos. No puede ser: somos ya demasiados. No lo digo por los que nos rodean ahora, casi solos).
—Bien.
Calla un rato. Chupa las pajas de su «nacional» (antes «ruso»), resplandeciente café helado con mantecado. No hay casi nadie en la terraza del café en el andador central de la Gran Vía del Marqués del Turia (¿seguirá llamándose así?). Los árboles han crecido, las palmeras no tanto. El tranvía es, todavía, el 8.
—Ya sabes la historia.
—No.
—Cuando el 18 de julio…
—Yo estaba en Madrid.
—Pero regresaste.
—Al fin de mes. Nació Carmen.
—Te hiciste cargo del periódico, fuimos a trabajar al teatro Eslava. Te ayudé.
No lo recordaba.
—A mí, la sublevación me cogió aquí, solo. Mi mujer, y los chicos, estaba con sus padres, en San Sebastián. Veraneando. Debía de ir a reunirme con ellos, más tarde. Vino la marimorena y no supimos nada los unos de los otros, durante meses. Te fuiste a París.
—Y cuando volví, ocho meses más tarde, ya no estabas aquí. Digo. Por lo menos no lo recuerdo.
—No. A los cuatro o cinco meses empecé a recibir recados de mi mujer y de mis suegros para que me fuese a reunir con ellos, del otro lado. No sabía qué hacer. No tenía a quién preguntar como no fuese a personas que me decían: «Claro. Hazlo. ¿Qué estás pensando? ¿Qué esperas?». Me fui a Cartagena. Como mi hermano estaba en Palma me pareció lo más cómodo, en espera de las circunstancias, reunirme con él. Como hallé medios, a Mallorca me fui. Al principio todo fue bien hasta que uno me reconoció por la calle y empezó a gritar: «¡Éste es rojo! ¡Yo lo he visto en Valencia vestido de mono, con pistola! ¡Acompañando a Max Aub!».
—¡No es posible!
—¡Cómo no! Y me condenaron a muerte y si no es porque mi hermano se movió como lo hizo, removiendo Roma con Santiago, nunca mejor dicho, a lo mejor me fusilan.
Lo cuenta como si tal cosa. Hasta divertido.
—Me condonaron la pena. Doce años —hace una pausa—, y casi los cumplí. Después de la guerra, me mandaron aquí. Todavía estuve cuatro años en la cárcel.
—Total: por quererte pasar con ellos.
—Pues sí.
(Recuerdo: —¿Qué te parece España?
—Bien).
No hay nada que decir. Es tiempo pasado. Aceptado. Hecho. —¿Y tu mujer?
—Bien.
—¿Y los chicos?
—Bien. Uno se me quiere casar. Voy a tener que ir a pedir la mano de no sé quién, y no ha terminado la carrera. Los chicos de hoy… La chica me ha salido muy buena jugadora de tenis, campeona de Valencia, pero aquí ya no tiene nada que aprender. Y yo no le puedo enseñar más de lo que sé. Y no la puedo mandar fuera…
(¡Qué dirían! ¡Una muchacha de 17 o18 años, sola, en Madrid o en Barcelona!).
—Lo malo es que con todo esto no tuve modo de conseguir una cátedra. Y sigo de ayudante de profesor. Y no hay quien me quite el sambenito de rojillo. Y eso que hoy ya no tiene gran importancia. Ahí tienes al bueno y viejo de Lacalle. Jubilado. Pero tampoco pudo pasar del Instituto.
—¿Por qué no te hiciste del Opus?
—Hilan más delgado. Me tuve que contentar con el Ateneo Mercantil y escribir —con seudónimo— un artículo diario en Levante.
—Y con ésos vas viviendo.
—Y jugando todos los días al tenis.
Lo dice con orgullo.
—¿A tus años?
—A los tuyos. Y con las noticias de cuatro revistas y periódicos de Barcelona o de Madrid armo artículos de muy padre y señor mío. He venido a ser el hombre que entiende más de tenis en España. Hasta me han condecorado. El que ha hecho carrera es Genaro.
—Para que veas; el único que nunca dejó de felicitarme el año nuevo. Ni de enviarme, de cuando en cuando, fotografías de los estrados en donde le entregaban un pergamino o le colgaban una medalla.
—Sí, y es profesor de todo y en todas partes.
—Mañana comemos juntos. ¿Y Pedro?
—Hace una vida muy retirada, como antes. Tiene una galería, a medias, hace una o dos exposiciones al año. Vende bastante, mucho más discreto. ¿Sabes que Genaro se casó?
—Sí. ¿Y Gil-Albert?
—No le veo.
—¿Que no ves a Gil-Albert?
No. No ve a Juan Gil-Albert. Juan no es Federico García Lorca ni Rafael Alberti, pero es un escritor fino (como decíamos entonces), un ser inteligente, de excelente calidad, de lo mejor que hay en Valencia, si no el mejor; de poco producir pero, por lo menos, un tanto al tanto. ¿Cómo es posible que en una ciudad como ésta, tan pequeña, hoy, en este aspecto, un hombre para quien las cosas del espíritu algo valen —algo y aun mucho— no esté en relación con una de las únicas personas con quién podría hablar? ¿Le tiene sin cuidado? No. Sencillamente está convencido (él, que se pasa horas en los periódicos) de que no sucede nada que valga la pena, no ya en los países socialistas sino, por ejemplo, en los Estados Unidos o en Francia. O en Inglaterra. El mundo se acabó. Sólo queda el tenis. Sólo sabe quién fue Susana Lenglen, quién es Newcombe y sabrá que México existe por Rafael Osuna. Sabe dónde está Wimbledon (se lo figura), cómo es Rolland Garros (no se lo figura). Para él el gran continente del siglo XX seguramente es Australia y Laver un semidiós y la copa Davis el Trópico de Capricornio. Y como él, millones; para quién el tenis, para quién la electricidad, para quién el fútbol, para quién la pesca, para quién la hidráulica, para quién los aviones, para quién los motores, para quién sólo los Seats y los Pegasos, o el asfalto o las calles o los muelles o las casas o la natación. Pero de lo que le importaba antes ¿qué queda? Y aunque sea sólo porque somos tan viejos amigos ¿qué sabe de mí aparte de mi juventud? ¿Qué sabe de mí aparte de los negocios que fueron de mi padre y de los cuatro librejos que publiqué y de las seis obras que monté —seis, fueron, seis—, antes del 36? Nada. Sí, tal vez ha oído algo por boca del bueno y viejo Lacalle que, ése sí, porque era catedrático, algo leyó acerca de lo que publiqué. Bien vistas las cosas no está mal que yo siga siendo, por un momento, el mismo que fui antes de 1936, un viejo amigo con quien iba a Las Arenas y luego a casa de su hermano, con quien salíamos a cenar o cenábamos en casa y, a veces, en algún restaurante del Puerto, a bien beber, con Medina y Zapater. Ayer.
Luego fue la nada.
—¿Qué te parece España?
—Bien.
—¿Qué te parece Valencia?
—No sé.
—¿Vamos?
Y me lleva. Antes le doy una fotografía que —¡Dios sabrá por qué!— encontré en México entre otras perdidas. Debe de ser del año 23 o 24, hecha en la playa; aparece con un brazo alzado a los cielos, en una actitud muy suya, de declamador en ciernes, crencha al viento, bufanda al aire, ademán mosqueteril, Rubén en labio y, detrás, de blanco vestida hasta el «huesito», Cristina Plá…
Cómo había de pensar yo, entonces, no que volvería sino que me marcharía? Valencia de Leopoldo Querol, de López Chavara, de Gomá y toda la música impresionista, Debussy, Ravel, más la Filarmónica y el gramófono de casa (cuando venía Gerardo Diego —ya debió ser un poco más tarde—, en la calle de Sevilla. Bach).
Bajamos por Pascual y Genis, veo, de pronto, el costado siempre escondido del Teatro Principal e, inesperada desde aquí, la fachada de San Andrés. ¿Dónde las calles que faltan? No las echó a volar bomba alguna. ¿Y El Mercantil Valenciano, este solar? Calma: no está mal. Es otro centro, de la calle de las Barcas. Pero no está mal. Puestos a tirar podían haberlo hecho peor.
La calle es ancha, las aceras estrechas. Quedan todavía unas casas viejas a la derecha; no creo lo que veo: una librería de viejo y un nombre: Berenguer. Fernando se da cuenta, aclara:
—Sí. La hija.
¿Qué habrá sido del hijo, aquel muchachón granulento que fue compañero nuestro de bachillerato? Su padre, entre aquellos montones indestructibles de libros, en medio de su zaquizamí, llenando más que a medias la covacha donde no había manera de mirar un libro; porque, en el fondo, lo que quería el viejo era no vender. Ahora es otra cosa: una tiendita con luz, bien arreglada, los libros en estanterías, la señora o señorita dando clase a un par de muchachas. Saludamos. Le doy mi nombre que, claro, no le dice absolutamente nada. Miro los libros, que no carecen de interés ni muchísimo menos y los precios, aun en pesetas, totalmente inabordables. Me doy cuenta de que la hija no ha hecho más que cambiar el sistema del padre porque lo único que me dice, por encima de sus gafas, sonriente:
—Los precios son fijos.
Salimos.
—¿No conoces?
—No tengo el gusto.
—La mujer de Sigfrido Blasco. Su hijo. Max Aub.
—Tanto gusto.
Evidentemente en su vida han oído el santo de mi nombre. Pregunto.
—¿No tenían la editorial en Garrigues, 8?
—Sí.
—¿No iban a republicar lo de Prometeo?
—Lo estamos haciendo.
Insisto, levemente, en mi nombre y apellido.
—Me escribió un amigo común, de Buenos Aires, referente a ello y si yo podía serles útil…
Se hacen los desentendidos. (Tal vez sepan quién soy). No insisto. El nieto de don Vicente…
Seguimos unos pasos hasta una librería de buen aspecto. De pronto: la Universidad. ¿Dónde quedó la calle de Tallers? ¿Dónde Chuliá, el que encuadernó miles de libros para todos nosotros?
Desde la esquina se ven ahora, en la pared de la Universidad, unas estatuas de mármol blanco que me recuerdan los Hipócrates del Seguro Social, en México. No han podido aguantar la fachada lisa. Bajamos hasta la calle del Pintor Sorolla. Sólo le he echado una mirada, de esguince, al Patriarca. Ya nos entenderemos. Allí la librería que fue de Maraguat. La callejuela de las Monjas de Santa Catalina. ¿O no? ¿Es la siguiente? El decorador, ahí enfrente. Entramos en la Universidad. El patio. Los arcos. La estatua de Luis Vives. Nadie. Estamos en vacaciones. Subimos por la ancha escalera y entramos en la biblioteca. Todo igual. No es que parece que fuera ayer: es ayer. Cruzamos. Dos o tres lectores. El despacho de la directora y la subdirectora, enfrentados. Inmediatamente saben quién soy y la subordinada, alegre, a mi sorpresa:
—Sí, sí. Sé dónde están guardados.
La directora guarda algo más de reserva pero, de todos modos, todo son amabilidades. Francas, agradables, dan gusto de ver y de oír.
—Podemos bajar a verlos.
—¿Quiere?
Ya estoy de pie. Bajamos. Estanterías de hierro y allí, entre miles, algunos, muchos, inconfundibles, los míos.
—Hay muchos dedicados.
Más de treinta años sin veros, lomos. ¿Pero cómo sabe que todas estas cajas de comedias sueltas del XVIII son mías? No se lo pregunto. Miro. Toco. ¿Cuántos habrá?
—Tiene que hablar primero con el Rector.
—¿Quién es?
—Un médico.
—¿Le puedo ver ahora?
Toco. Palpo. Veo. Abro. Una dedicatoria de Chabás, otra de Salinas, otra de Guillén. Una de Federico.
—Luego bajaré a ver la librería de Almela y Vives, que sé que está aquí cerca.
—Murió hace dos años.
Triste Almela. No debió de pasarla muy bien con su valencianismo y su liberalismo de viejísimos cuños. Por ahí debe de andar quizá, alargando el dedo, señalándome.
—¿Vamos a ver al Rector?
Volvemos a cruzar la biblioteca, ahora en sentido contrario. Salimos a la escalera, al zaguán. Hay colas de muchachos, como en todas partes, frente a todas las oficinas. El ujier.
—¿El señor Rector?
—¿De parte de quién?
—De Max Aub.
No sé qué decir. No sé cómo presentarme. No sé quién soy ni quién fui.
Aquí, en el cementerio civil, en un nicho con el alto relieve de mármol blanco tallado muy modern style se lee «Vicente Blasco Ibáñez» y sus fechas (creo). Nada más. Bastante abandonado. Pequeño. Un nicho. Nada. Más allá, tras unos tabiques, sin nombre, el ataúd de un general que decían húngaro y que, posiblemente, lo fuera. Lucida, en tierra, de mármol negro, la tumba de mi abuela y mis padres. «Ya no hay sitio», dice mi hermana. Aunque lo hubiera. Tanto me da. Aunque lo más probable es que me quede viendo el valle de México, entre Emilio Prados, Luis Cernuda y León Felipe. Lo que importa, lo que me impresiona, es esa triste placa de mármol, más o menos solitaria, de Blasco, ahí en el Cementerio Civil, escondida. Nadie me ha de decir que los muertos no tienen importancia, pero es bonito estar enterrado en Roma, bajo unos pinos, como esos dos ingleses —no sólo grandes poetas por eso—, como no fue gran político Gandhi por haber sido dispersadas sus cenizas en el Ganges. Lo triste es esto: esta placa de mármol de un estilo pasado de moda, abandonada, cerca del suelo, con los restos de medio siglo de su ciudad. Ya sé: muchos se acuerdan, se venden sus libros, sus hijos se pelean sus derechos —es la vida— pero ahí está don Visent, enterrado frente a mis padres, más lucida su tumba, la de mis padres, que la suya. Pasará. Se hará justicia. Tal vez. Tal vez, no. A veces la historia es injusta y no importa para qué siguen creciendo los árboles. Ni está bien ni está mal. Las cosas son así. Es posible que la culpa la tengan los hombres, pero nadie les va a pedir cuentas. No me llevo ninguna piedra, ninguna piedra pequeña del cementerio civil de Valencia. Tengo de otros. De aquí no las necesito.
—Ché, don Visent, vosté no conocería Valencia. Se lo aseguro.
Usted no se acordará, como es natural, cuando le estreché la mano allá por el 27 o el 28, cuando volvió usted a Valencia: iba en un simón abierto, por la calle de San Vicente, con esa camisa sport, abierta también, que había hecho célebre. Ya estaba usted muy enfermo y tenía bolsas bajo los ojos. Me subí en el estribo y le estreché la mano, fofa. Me sonrió. La gente le aclamaba. Estaban contentos de que hubiera vuelto, de que estuviese en Valencia.
Ya no conocería Valencia. Ahora es otra cosa. No sé si mejor o peor, muy distinta. Ya no hay plaza Castelar. No sé si se llama del Generalísimo o del General Franco o algo por el estilo y su amigo Capuz ha hecho una estatua del tal. El que echó abajo la república en la que quién sabe si usted creía ya, cuando regresó. Y se fue para siempre. Usted no se figuraba, y mucho menos su familia, que la república vendría tan pronto (o a lo mejor, si lo huele, ni siquiera se muere en ese Mentón del demonio). ¡Ay, don Visent, quién conociera la Valencia de usted, la de la calle de San Vicente de afuera dónde yo vivía! No es que me parezca mal que hayan tirado todo. Está bien. Pero ¡cojones!, ya está bien. Tanto no hacer nada y tanta misa y tanto cura y tanta democracia cristiana. ¡Y tanto Plan Sur!
¿Se acuerda de la Casa de la Democracia? ¿Y de El Pueblo y de Azzati? Ahora Valencia está mucho mejor y dan ganas de llorar al verle a usted enterrado ahí, cerca del suelo, como si nada. Como si nada hubiera pasado de 1928 a 1968. Pasaron muchas cosas y hasta es posible que no estuviera usted conforme con lo que hicieron algunos de sus amigos y hasta alguno de sus hijos. Así va el mundo. A pesar de todo, a usted, no le va mal del todo…
Genaro Lahuerta; la pintura conserva, o los títulos académicos (todos los académicos mueren viejos…). Nos lleva a los Viveros. Elegancia académica, poca gente, comida internacional servida con los mejores deseos de lograr un standard de la misma categoría.
(La Alameda. Los árboles no han crecido. Como no tienen más que el río y el cielo para ser comparados con lo que fueron no pasan los años por ellos).
Vamos luego a su estudio. Grande, hermoso. No tiene cuadros. Me promete un apunte. Veremos si cumple. Me enseña el espléndido caballete que perteneció a Sala (¿o a Domingo?) con una prodigiosa
lupa —por lo menos de veinte centímetros— para ver las pinceladas del tiempo pasado.
Falta, tal vez, un poco de calor humano. ¿Qué pasa, Genaro? Recordamos mis retratos; el que sigue colgado en el Ministerio de Instrucción Pública (lo ha visto hace poco) y el grande, desaparecido. Tal vez esa falta de cordialidad se deba a que se crea, de veras, un hombre importante (aquí, lo es). Siento no ver sus cuadros. Sólo el marco.
Manolo Zapater, registrador de la propiedad, ilustrado amigo de hace más de cincuenta años, hombre liberal, amigo como hay pocos, pero de estos amigos que son amigos porque son amigos, sin ninguna otra razón. Hoy, poco leído a Dios gracias, se asusta de las películas que proyectan ¡ahora! Sí, y de la libertad de las costumbres…
Y éste era de los mejores compañeros nuestros de los años 20 y de los años 30… Seguramente otras personas como él, millares y millares, piensan lo mismo. Eran hombres vagamente de izquierda, liberales, de Izquierda Republicana, admiradores de don Manuel Azaña, sin tomar partido, pero sí elementos de aquella gran masa liberal y esperanzada; hoy, pasados por el tamiz del franquismo se asustan de lo que llaman «la libertad de las costumbres». ¿Qué libertad? ¿Qué costumbres?
Las memorias íntimas de Azaña, publicadas en 1939, por Joaquín Arrarás. Creíamos entonces en una falsificación; existe, por la presentación y los cortes, pero no implica para poder asegurar que lo reproducido entre comillas salió, sin duda alguna, de la mano del Presidente. Leído aquí, ahora, estas notas de 1932 y 1933 —los años más esforzados de su gestión— suenan siempre a verdad y no dejan de sobrecoger por cuanto anuncian, agoreras.
A medida que hago presentes mis inconformidades me doy cuenta de cómo mi sobrino se aleja de mi sentir.
—¿No estás conforme?
—No. Porque ves España como si fuese lo que era cuando tenías mi edad.
No hay reproche sino, más bien, cierto aire superior, el que dan los pocos años.
—No te das cuenta, pero no ves las cosas como son. Buscas cómo fueron y te figuras cómo podrían ser si no te hubieses ido.
No es nada tonto.
—Crees que no tienes nada que hacer aquí. Es posible; pero ni siquiera piensas en lo que podrías hacer si te quedaras, agarrotado por la idea de que no podrías decir lo que te parece mal. Es posible. Pero, seguramente, lo que te parece mal no lo es tanto como supones.
No es ningún chiquillo, pasa —poco, pero pasa— de los treinta años. Brillante. Buena carrera. Tres hijos, ya.
—España ha variado de todo en todo entre otras cosas porque, lo reconozco, ignoramos lo que fue antes. Es absurdo que nos lo eches en cara, a poco que lo pienses, tío. Y por el hecho mismo de esa ignorancia (que no quiere decir, ni lo aceptaría de ninguna manera, que somos ignorantes) tenemos un concepto totalmente distinto que el vuestro acerca del país y sus posibilidades.
—Acepto. Pero con lo que no puedo estar de acuerdo, porque ésa sí la conozco y no es de tu tiempo, es con la educación que os han dado.
—La educación es una cosa y nosotros, otra. Yo no defiendo ni salgo en defensa de lo que nos han enseñado. Lo que te aseguro es que no puedes —recalcó el «puedes»—, no puedes ver ni darte una idea exacta de lo que es España hoy. Como si te encontraras con una mujer que fue novia tuya en aquel entonces…
—No creo que…
—No: déjame acabar, no quiero decir que te apiadaras de su apariencia o de la tuya sino que, sencillamente, no la puedes juzgar como los demás. No puedes ver Valencia como es porque se te representa como fue. Y eso que las calles y las plazas se pueden fotografiar y dejar constancia. Ahora bien, traslada eso a la manera de ser, de pensar y dime si puedes ser juez. Y no puedes serlo porque ya no eres parte. Y no se puede ser juez —dígase lo que se diga— a menos de ser parte.
No tengo por qué decir que es abogado. Y del Estado. O lo será.
—No he viajado tanto como tú, claro; pero he hecho mis pinitos, como sabes, conozco París y Roma. ¿Y qué? Sí, hermosas ciudades, pero ni Madrid ni Barcelona tienen por qué palidecer de envidia. Por algo viene tanta gente. ¿Por lo barato? Algo sería algo. Pero no es sólo por eso. Comen bien. Lo que te demostraría, si no fueses sectario, que aquí no sólo los turistas sacian el hambre. ¿Que no hay libertad? Es un decir. ¿Qué hicisteis con ella? ¿Crees que nos hace mucha falta? Si fuese así se sabría, tío, se sabría. Hay huelgas y las ganan los obreros por lo menos en la misma proporción que en cualquier otro país. ¿Que no hay libertad de prensa? Dejando aparte pocos periódicos, consuetudinarios infamadores de España, aquí puedes comprar los que quieras. Sucede que, en general, a la gente le tienen sin cuidado. ¿Que se lee poco? ¿Cuándo se ha leído mucho en España? Y aun te aseguraría que nunca se ha leído tanto. ¿O crees que porque no leen tus libros son ignorantes? Sabes, tan bien como yo, que si tuviesen interés, hoy —no digo hace diez años— pueden encontrarlos. Lo que sucede es que no les importa. Y eso es lo que te duele. Pero es la verdad. Ni tus libros ni los de otros de tu época. Leen a Cela más que a Galdós o a Quevedo. Es absolutamente normal. Siempre ha sido así, aquí y en todas partes. ¿O es que en México leen las novelas del siglo XIX y no las publicadas ahora? Sería demasiado buen negocio para los editores. ¿O crees que no leen a Larra porque no se encuentra? No interesa, ni Ganivet, ni Unamuno, ni Ortega. Hablas de una España que fue; con todo y tu menosprecio injusto, prefieren a Marías o a Laín. No por nada: son de hoy y de aquí. ¿La guerra? Es vieja y, además, ¿para qué acordarse? ¿Qué bien nos iba a proporcionar, sean las que sean las ideas de unos y otros? No. Dime, tío, ¿qué íbamos a sacar de eso? Nada. La gente no es tonta. Va a lo que le interesa, desde cualquier punto de vista. ¿O se vivía mejor en España cuando tenías mi edad? Tú, sí; pero no por España sino porque tenías los años que tengo. ¿O crees que vivo peor de lo que tú vivías en 1930 o en 1933? Aunque me digas que sí, no lo creeré. Y no me refiero siquiera al progreso natural, a la industrialización. Los obreros viven mejor, los patrones viven mejor, los escritores viven mejor.
—Son peores.
—¿Estás seguro? Aunque fuese verdad no tendrían ellos la culpa… Además ¿quién te asegura que son peores? ¿Porque viven en esta España que no puedes tragar?
—No dije tanto.
—¡Cómo no!
—¿Dónde el Unamuno de hoy?
—Unamuno no era de tu tiempo.
—Sí.
—No. Ahora bien, si quieres poner a la Restauración y al reinado de Alfonso XIII por las nubes, no vas a encontrar resistencia. Lo que sucede es que aquí estás buscando lo que no hallarás nunca. Ni tú ni nadie.
—¿Qué?
—El tiempo pasado. Tu juventud. Ahora es la nuestra.
No hice más que un gesto dubitativo.
—Es un poco absurdo (quiso decir «ridículo», sin duda) que llores.
Era de los pocos a quien había expresado mi pensar; el único joven. Los viejos estábamos de acuerdo. Tal vez los jóvenes que están de acuerdo con nosotros son viejos prematuros. Tal vez no. Era muy tarde, hablábamos en voz baja en el comedor.
—Anda, vete a dormir. La tía te espera —me dijo echando la frase con retintín.
—Está hablando con la mamá.
—No importa. Mañana me voy en el primer avión a Madrid. Nos veremos la semana que viene.
—Sí. Me dormí muy tarde.
—Habéis hablado mucho.
—Él.
—¿Qué te parece?
—Bien. Un poco duro. Sabe lo que quiere.
—¿Y qué quiere?
—No lo sé. Vivir lo mejor posible. Duerme.
Le di las palmaditas de costumbre.
—Buenas noches.
Por las rendijas de las contraventanas, las luces de la calle; las estuve mirando durante mucho tiempo, hasta que se confundieron con las del amanecer.
—¿No duermes?
—No.
(continuará)
[ Fragmento de: Max Aub. “La gallina ciega” ]
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