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Diarios: A ratos perdidos 1 y 2
Rafael Chirbes
2001
25 de enero
Antecedente de Duchamp y de todo el arte moderno, incluido el teatro de la crueldad de Artaud y el Living de Julian Beck, dice Vautrin, ese personaje inagotable, fuente incansable del mal balzaquiano: «Je suis un grand poète. Mes poésies, je ne les écris pas: elles consistent en actions et en sentiments»(Le Père Goriot).
Claude Simon, Les corps conducteurs.
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Impagable la reflexión sobre la forma que propone Witold Gombrowicz en Ferdydurke.
19 de abril
Leo con avidez y más o menos provecho. Tengo por delante unos días sin obligaciones laborales, así que me trago un libro tras otro, incluidos los cuentos de Enric Valor, ‘Rondalles valencianes’, que me gustan mucho, porque Valor escribe una variante impecable de la lengua que hemos hablado aquí, en Valencia, que hemos hablado de verdad, en casas, calles y mercados –aunque Valor lo haga como pedía Fuster para la renovación de la lengua, con la gramática en la mano–. Carece de esas impostaciones de otros escritores cuyos personajes hablan en un idioma de laboratorio: se habla como en un lugar inexistente situado entre Paiporta y Barcelona, a pesar de que, según el argumento, han nacido en Gandía, en una barraca de Sollana o en El Cabanyal (me acuerdo ahora de aquel Castroforte del Baralla de La saga/fugade J. B., de Torrente Ballester, esa ciudad que no estaba en ningún sitio porque flotaba: así, flotante, leo la lengua de muchos de mis paisanos). Valor rompe la diglosia. Es, sin duda, un mérito que tenemos que agradecerle quienes hablamos y queremos esta lengua.
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Releo, muchos años después, 'Veinticuatro horas en la vida de una mujer'. Cada vez aprecio más la contenida precisión de Zweig, que nunca pretende ser un genio, sino un honesto narrador. Lo consigue y consigue que lo admiremos y respetemos tanto precisamente por eso mismo.
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No es 'El jardinero fiel' de los mejores libros de Le Carré. Se le ve demasiado la mampostería.
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Termino 'El Quincornio', de Miquel de Palol, un libro brillante.
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También exhibe brillantez en algunos tramos ‘Lo real’, de Belén Gopegui, un libro bienintencionado, que en su conjunto resulta artificioso, hasta rozar la cursilería en algunas metáforas y en la elección de adjetivos. Personajes y diálogos poco creíbles. Un libro que me resulta, sobre todo, aburrido.
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De Vincenzo Consolo (El pasmo de Palermo) me gusta el lenguaje, pulido y preciso como el borde de un diamante, y también su desconcentrada estructura, el narrador disperso que propone el libro, ¡refleja tan bien el caos siciliano! Empañan el texto ciertos amaneramientos y un final obvio.
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De Ingo Schulze me gustó más su anterior libro que estos 33 momentos de felicidad, una colección de cuentos, que componen la visión de un alemán del Este sobre la Rusia poscomunista, algunos, sin duda, son muy divertidos, aunque el conjunto acaba por transmitir cierta sensación de desorden, de falta de concentración.
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‘Sefarad’ es, con ‘El jinete polaco’, el libro más ambicioso de Muñoz Molina, pero tiene algo resbaladizo, además de ese afán suyo por exhibir un cosmopolitismo de pie forzado. Sus mujeres son más de papel (del papel de los carteles de cine de los años cincuenta) que de carne y hueso. Por otra parte, el libro no se priva de algunas dosis bastante cuantiosas de impudor. Yo no sé cómo Antonio, que tiene un oído tan atento, no se da cuenta de que, en demasiadas ocasiones, al leer el libro se tiene la impresión de que el autor es el único que ha entendido tal o cual problema, el único sensible en un mundo de corcho. Su falta de sentido de la proporción, del decoro, le lleva a decir cosas del estilo de allí estábamos los dos, Mari Puri (o como se llame la novia) y yo, como Kafka y Milena estaban en Praga. Esas cosas abochornan, no debe decirlas un escritor. Si a uno han de compararlo con quien sea, han de hacerlo los otros, los lectores, los críticos, los maestros; sobre todo cuando metemos en la harina de nuestro costal grandes nombres de la literatura, fetiches que calzan público coturno.
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Estos días leo –tengo que leer– sobre el pintor Bacon para preparar una charla a la que me he comprometido. Me gusta Bacon (me gustó más aún en mi juventud, me hipnotizaba su furia incontenida), pero no sé si me gusta el embolado en el que me he metido. ¿Qué sé yo de pintura?
Además, ¿cuándo voy a escribir lo que de verdad quiero?, ¿cuándo voy a escribir novela? Tomo apuntes, dejo que los personajes me hablen dentro, los escucho, anoto reflexiones y alguna situación, pero el narrador no aparece.
25 de abril
¡Que comparezca el narrador!, ordena el juez Chirbes tocado con un bonete cuya borla se mueve a cada movimiento de cabeza. Levanta ante su rostro el índice de la mano derecha que agita repetidas veces de arriba abajo en un gesto admonitorio.
3 de junio
Recibo por correo electrónico la opinión de Blanco sobre el libro de Belén. También a él le parece oscuro, trivial y pretencioso. ¡Menos mal! No estoy loco, o al menos no estoy solo en mi locura. Aquí, entre los críticos españoles y entre los lectores cuyas opiniones me han llegado, es clamor unánime que estamos ante algo así como un nuevo Benet, un Benet femenino y de izquierdas, que recupera el estilo elevado y la profundidad.
Pero ¿de qué me extraño? Nada nuevo bajo el sol. Cançons de la roda dels temps, que diría ya no sé muy bien si Espriu o Raimon o los dos a coro.
Ocurría lo mismo hace medio siglo. ¿O ya no te acuerdas? Aquella aparición de un nuevo Quijote que fue Bélver Yin. Chirbes, tú, estate a lo tuyo y procura que no te vuelvan loco.
Ejemplo de tópicos que circulan sin que nadie se preocupe ni de contrastarlos con el original, ni de ponerles freno: para escribir el texto que me han encargado en la Von Thyssen sobre un retrato de George Dyer por Bacon, vuelvo a leerme ‘La deshumanización del arte’, de Ortega y Gasset, y me encuentro con que el que está considerado como un gran tratado clásico de nuestro pensamiento estético no es más que una charlita intrascendente. Los capítulos terminan con frases de este corte: «La poesía es hoy el álgebra superior de las metáforas.» Y el texto está repleto de afirmaciones del tipo: el siglo XVIII posee poco carácter. Resulta que nuestro clásico dice lo que diría un tonto que ni siquiera sabe que lo es, y estas frases son revoleras de torero malo que, para torear, se pone el capote muy por encima de donde tiene él la cabeza y el toro los cuernos. Sé que Ortega es autor de libros más sensatos, como el que escribió sobre Cervantes (aunque, después de la experiencia con ‘La deshumanización’, tendría que releerlo). Se lo cuento más o menos así a Blanco en un email.
[ Fragmento de: Rafael Chirbes. “Diarios: A ratos perdidos 1 y 2” ]
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