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Monsieur Teste
Paul Valéry
VELADA CON MONSIEUR TESTE
Vita Cartessii est simplicissima...
La ignorancia no es mi fuerte. He conocido a muchas personas, he visitado algunos países, he tomado parte en empresas diversas sin apetecerme, he comido casi todos los días, he tenido relación con mujeres. Recuerdo ahora varios centenares de rostros, dos o tres grandes espectáculos, y quizá la esencia de veinte libros.
No he retenido ni lo mejor ni lo peor de estas cosas: ha quedado lo que ha podido.
Esta aritmética me ahorra la sorpresa de envejecer. Podría también hacer un recuento de los momentos triunfales de mi espíritu, e imaginarlos juntos y soldados, componiendo una vida feliz... Pero creo haberme juzgado siempre bien. Raramente me he perdido de vista; me he detestado, me he adorado —después, hemos envejecido juntos.
Con frecuencia suponía que todo había acabado para mí, y me consumía con todas mis fuerzas ansioso de agotar, de aclarar alguna situación dolorosa. ¡Esto me ha permitido conocer que con demasiada frecuencia consideramos nuestro propio pensamiento según la expresión del de los otros! Desde entonces, los miles de palabras que han zumbado en mis oídos raramente me han conmovido por el significado que querían otorgarles, y todas las que yo he dirigido a los demás las he sentido distinguirse siempre de mi pensamiento, pues llegaban a ser invariables.
Si hubiera decidido como la mayor parte de los hombres no sólo me hubiera creído su superior, sino que lo habría parecido.
Me he preferido. Lo que ellos llaman un ser superior es un ser que se ha equivocado. Para admirarlo es necesario verlo —y para ser visto es preciso que se muestre. Y me demuestra que la estúpida manía de su nombre lo posee. Así, pues, cada gran hombre lleva encima la tara de un error. Cada talento que vemos poderoso comienza en el error que lo induce a conocer. A cambio de la gratificación pública, ese talento proporciona el tiempo suficiente para volverse perceptible, la energía malgastada en transmitirse y en disponer la satisfacción ajena. Llega incluso a comparar los juegos informes de la fama con el gozo de sentirse único —gran voluptuosidad particular.
Pensé entonces que las mentes más preparadas, los inventores más sagaces, los más exactos conocedores del pensamiento debían ser desconocidos, avaros, hombres que mueren sin confesar. Su existencia me era revelada por la de los individuos brillantes, un poco menos sólidos.
La inducción era tan fácil que veía en ella a cada instante cómo se iba formando. Bastaba imaginar a los grandes hombres ordinarios, limpios de su primer error, o apoyarse en ese error incluso para concebir un grado de conciencia más elevado, un sentimiento de la libertad de espíritu menos grosero. Una operación tan simple me evitaba dilataciones indiscretas, como si hubiera buceado en el mar. Perdidas en la brillantez de descubrimientos publicados, pero junto a invenciones ignoradas que el comercio, el miedo, el aburrimiento, la miseria realizan cada día, creía descubrir obras maestras interiores. Me divertía en extinguir la historia conocida bajo los anales del anonimato.
Eran invisibles en sus vidas límpidas, solitarios que sabían antes que los demás el mundo. Me parecían doblar, triplicar, multiplicar en la oscuridad a cada persona célebre —ellos, ofreciendo con desdén su suerte y sus resultados particulares. Hubieran rehusado, a mi pesar, considerarse otra cosa que cosas…
Estas ideas me invadían durante el mes de octubre del 93, en los momentos de ocio en que el pensamiento juega solamente a existir.
Comenzaba a no preocuparme más de ello cuando conocí a M. Teste (pienso ahora en las huellas que un hombre deja en el reducido espacio donde se mueve a diario). Antes de trabar amistad con M. Teste, me sentía atraído por su particular aspecto. Estudié sus ojos, su forma de vestir, las más insignificantes palabras sordas que dirigía al camarero del café donde lo veía. Me preguntaba si él se sentía observado. Apartaba rápidamente mi mirada de la suya para comprobar que la suya me seguía. Cogía los periódicos que él acababa de leer, reproducía mentalmente sus sobrios e incontrolados gestos; notaba que nadie le prestaba atención.
Nada de esto tenía yo que aprender cuando establecimos relación.
Sólo lo veía de noche. Una vez en una especie de b...; a menudo en el teatro. Me han dicho que vivía de mediocres operaciones semanales de bolsa. Comía en un pequeño restaurante de la calle Vivienne. Comía como si se purgase, con el mismo afán. A veces, se arreglaba con una comida pausada en otro lugar y punto.
M. Teste tenía tal vez cuarenta años. Su hablar era extraordinariamente rápido, y su voz sorda. Todo se diluía en él, los ojos, las manos. Sin embargo, tenía hombros militares, y el paso de una regularidad que sorprendía. Cuando hablaba jamás movía un brazo ni un dedo: había matado a su marioneta. No sonreía, no decía ni buenos días ni buenas noches; parecía no comprender el «¿Cómo está usted?».
Su memoria me hizo reflexionar. Los rasgos por los que yo podía juzgarla me hicieron imaginar una gimnástica intelectual sin par. Esto no era en él una facultad sobresaliente —era una facultad educada o transformada.
He aquí sus propias palabras:
«Hace veinte años que no tengo libros. He quemado también mis escritos. Ignoro lo vivo... Retengo lo que quiero. Pero lo difícil no es esto ¡Lo difícil es retener aquello que querría mañana! He buscado un tamiz maquinal...»
A fuerza de pensar en ello, he acabado por creer que M. Teste había llegado a descubrir leyes del espíritu que los demás ignoramos.
Seguramente debió de consagrar años enteros a esa búsqueda: con toda seguridad habría empleado muchos años más en madurar sus ideas y verter en ellas sus instintos. Encontrar no es nada. Lo difícil es incorporar lo que se encuentra.
El delicado arte de la duración, el tiempo, su distribución y su régimen —su empleo en cosas cuidadosamente escogidas para educar sus límites y su mecanismo. ¡Cuánto debió pensar en su propia manejabilidad!
Entreveía sentimientos que me hacían vibrar, una terrible obstinación en experiencias embriagadoras. Era el ser absorto en su variación, el que se convierte en su sistema, el que se entrega completamente a la espantosa disciplina del espíritu libre y deja que sus placeres maten a sus placeres, el más débil al más fuerte, el más dulce, el transitorio, el del instante y el de la hora empezada al fundamental, a la esperanza del fundamental.
Y notaba que él era dueño de su pensamiento: escribo aquí esta estupidez. La expresión de un sentimiento es siempre estúpida…
(continuará)
[ Fragmento de: Paul Valéry, “Monsieur Teste” ]
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Un auténtico pensador, Paul Valéry. Recuerdo mi voraz lectura y relectura de este libro. Valéry es uno de esos singulares escritores de cuyos escritos se pueden extraer jugosas citas. Como, por ejemplo, esta: "Quien puede matar confiere seriedad a cualquier farsa".
ResponderEliminarSalud y comunismo
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Otra cita de extraordinaria vigencia:
ResponderEliminar"El hombre contemporáneo ya no trabaja en lo que no es abreviable".
Paul Valéry
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Dijo Sartre, en un notable ejercicio dialéctico, que es verdad que Valéry fue un pequeñoburgués, pero que también es cierto que no todos los pequeñoburgueses son Paul Valéry.
ResponderEliminarEppur si muove:
Eliminar"La familia requiere valores de presencia de cosas ausentes y efectos reales de causas imaginarias".
Paul Valéry
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