martes, 6 de septiembre de 2022

 

[ 223 ]

 

EL NOVELISTA PERPLEJO

Rafael Chirbes

 

 

MADRID, 1938

 

VEMOS las fotografías de los primeros años de la República y sentimos una especial emoción: los obreros y artesanos envueltos en banderas tricolores, los tranvías repletos de gente sonriente, y, enseguida, vemos las imágenes de los dramáticos instantes en los que el pueblo se apresura a parar el golpe fascista: los grupos esgrimiendo armas y corriendo hacia el cuartel de la Montaña con rostros que reflejan a la vez dolor, preocupación, esperanza, alegría y miedo, un montón de sentimientos contradictorios y entremezclados, pero que el observador atento descubre que están todos ellos envueltos por un celofán misterioso y positivo.

 

Y, luego, llegan esas otras fotos en las que aparecen casas desventradas, mujeres de luto, cascotes, niños que miran con espanto y hambre hacia la cámara, inocentes animales acribillados y con las patas en primer plano, largas hileras de gente cargada con sus miserables pertenencias…

 

Para algunos —entre los que me encuentro—, la emoción que transmiten esas imágenes es más intensa que otras tomadas en circunstancias similares, pero en otro tiempo y en otro lugar. Sólo algunas fotografías captadas durante los años de la Revolución Rusa parecen animar en mí ese mismo impulso emotivo. A veces me he preguntado por qué. ¿Qué guarda la guerra de España incluso para quienes no la vivimos? ¿Qué guarda la guerra de España para mí?

 

Porque —pese a que a veces pueda parecer lo contrario— esas imágenes no formaron parte de mi infancia. Ni siquiera su recuerdo reflejado en las miradas de mis mayores, que sí que habían presenciado instantes como aquéllos, me fue transmitido, sino precisamente lo contrario. Es verdad que, en mi pueblo, aún quedaban hombres vestidos y peinados como aquéllos, hombres delgados, vestidos con chaquetas irregulares, pero jamás levantaron el puño aquellos hombres frente a mí (yo no vería puños levantados hasta muchos años más tarde y ya era gente vestida de distinta manera la que los levantaba); es verdad que en el pueblo en que nací también había niños con la cabeza rapada, y esos ojos inmensos y expresivos que regala la desnutrición, y había mujeres con la cabeza cubierta con un pañuelo que esperaban sentadas ante descomunales hatos de ropa, maletas de cartón y cestas de mimbre la llegada de un tren o de un destartalado autobús. A lo mejor, la cercanía de los personajes, de los protagonistas, el hecho de que, cuando los veo en las fotografías, me parezca haberlos conocido tiene algo que ver en esa emoción. Pero yo hablo o quiero hablar de otra cosa. Quiero hablar de cómo la memoria no de esas gentes, sino de los gestos que hacían esas gentes —levantar la bandera, tocarse la cabeza con una gorra de miliciano, esgrimir un arma o levantar el puño, construir una trinchera, morir—, no se me transmitió con los genes, con el cuerpo que mis padres me dieron, y ni siquiera con los primeros restregones de estropajo empapado en agua y jabón lagarto que el niño que fui recibió en el interior de un balde de metal blanco ribeteado de rojo en los bordes.

 

La recuperación de esas imágenes fue, para mí, para muchas personas de mi edad, más que el fruto de una herencia, el resultado de una voluntariosa excavación, porque en las casas de los vencidos el silencio se había apoderado de todo y, en las de los vencedores, el ruido impedía oír casi nada. Sólo desde ese pensamiento —el de que excavar y sacar a la luz aquellos años fue nuestra principal preocupación y tarea— consigo imponer una explicación razonable a por qué la emoción que siento ante esas imágenes es tan especial: es decir, que esas imágenes no me conmueven, o no nos conmueven a muchos, sólo porque componen flecos —gestos, caras, sonidos, músicas, maneras de vestir— que aún tuvimos ocasión de tocar con las puntas de los dedos quienes nacimos un decenio después de que todo hubiese concluido, sino porque ir descubriéndolas, como se descubre la imagen de una calcomanía a fuerza de frotar, fue el empeño en el que nos forjamos muchas personas de nuestra generación frente a nuestros padres y, sobre todo, frente al mundo desesperanzado que —ése sí— habíamos recibido en herencia.

 

Ahí creció nuestra independencia frente al silencio de los vencidos que nos impedían hablar porque habían decidido hacernos herederos de su derrota. Su herencia era el silencio, y no se la aceptamos, sino que decidimos empezar a hablar. Y creció también ahí —en la arqueología de ese período— nuestro necesario rencor frente a los gritos de los vencedores, cuya herencia era un ruido que impedía oír nada más que el estruendo de una música desafinada. Decidimos que había que parar de una vez aquellas músicas. Así fue como completamos el marco de nuestra formación sentimental y política. Porque tampoco quisimos que esa herencia de ruido nos perteneciera.

 

 

Todas las generaciones añoran el instante de fulgor de la infancia —la tarde de verano y luz en la que se grabó el atisbo del paraíso—. Y ese descubrimiento, excavar esa parcela de la historia inmediata, que era sobre la que se había establecido el unánime cerco de ruido y silencio, fue probablemente el instante de fulgor que perseguimos en nuestra juventud, un instante que edificamos con esfuerzo y con la voluntad de que iluminara la grisura cotidiana. Y porque, tal y como dice Benjamin, «articular históricamente el pasado no significa conocerlo “como verdaderamente ha sido”, [sino que] significa adueñarse de un recuerdo tal y como relampaguea en un instante de peligro», hicimos de esa reconstrucción algo tan nuestro que hasta llegamos a creernos que se trataba de recuerdos que habíamos heredado.

 

Claro que aún nos faltaba aprender que aquellos años que vivimos como un pasajero estado de excepción no eran más que una forma de que la excepción se manifestara, y que el cerco de estruendo y de silencio que habíamos creído que se cernía sólo sobre la República y la guerra española (luego vendría el conocimiento de otras revoluciones) se reproduce en todos los períodos y sobre todos los períodos, y que la construcción de la historia no es más que una perpetua depredación y que la lucha por apropiarse de ella es una representación interminable. Tuvimos oportunidad de descubrir que la elaboración de la cultura como elemento decisivo de la memoria es una parcela más de una guerra que se prolonga por otros medios y que se vuelve más cruel en el momento en el que los más se hacen fuertes frente a los menos.

 

 

Nos lo enseñó la transición, que no fue un pacto sino la aplicación de una nueva estrategia en esa guerra de dominio de los menos sobre los más, y donde si hubo poca crueldad fue porque, por entonces, los menos eran fuertes y débiles los más. A la transición le debo la oportunidad que me brindó de descifrar mejor aquello que decía ese hombre del que tanto aprendo y tanto me gusta nombrar, Walter Benjamin. El, que había sido testigo de un largo acto de esa interminable guerra, nos había advertido anticipadamente acerca de que el único historiador que tiene derecho a encender en el pasado la chispa de la esperanza es el que sabe que «ni siquiera los muertos estarán a salvo del enemigo, si éste vence». Benjamin añadía: «Y este enemigo no ha dejado de vencer.»

 

Hoy, aquí, en las jornadas que ahora comienzan, quisiera dejar entre ustedes esas palabras del filósofo alemán que decidió quedarse para siempre con nosotros en el cementerio de Port Bou. Nos advierten de que somos actores de un nuevo acto de esta obra interminable en la que, como aves de presa, luchamos por repartirnos las esperanzas de esas caras sonrientes de los primeros días de la República y también el sufrimiento de los rostros que se vuelve más atroz a  medida que avanza la guerra, y los cascotes de los edificios caídos, y los muertos.

 

Conviene no olvidar que, de nuevo, los menos trabajan por añadirle a su patrimonio el sufrimiento de los más. Hace tres años vi a los autores de los contratos basura y del crimen de Estado utilizar esas imágenes de la guerra y los fragmentos de memoria que aún perduran en los supervivientes en vísperas de sus campañas electorales. Imaginé que los contabilizaban en el haber de las partidas reservadas de financiación ilegal. Veo hoy a quienes apenas han tenido tiempo de cambiarse el uniforme con que mataron a los muertos, homenajearlos, inaugurar fundaciones que llevan el nombre de las víctimas y dar conciertos en su honor, derrotándolos una vez más, queriéndonos demostrar a todos con sus gestos lo poco que vale la obra de un autor, lo inútiles que son las palabras que se escriben y los gestos que se efectúan contra el poder, porque siempre acaban siendo propiedad de quien es propietario de todas las cosas. Estas jornadas sólo sirven para algo si sirven para denunciar la ilegitimidad de ese patrimonio que les han arrebatado los menos a los más.

 

 

 «Jomadas sobre Literatura y Guerra Civil, Ateneo de Madrid, 1998»

 

 

 

[ Fragmento de: Rafael Chirbes. “El novelista perplejo” ]

 

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