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MONSIEUR TESTE
Paul Valéry
[ 02 ]
M. Teste carecía de opinión. Creo que se apasionaba a su gusto y para conseguir un objetivo definido. ¿Qué había hecho de su personalidad? ¿Cómo se veía? Jamás reía, nunca un gesto de infelicidad en su rostro. Odiaba la melancolía.
Hablaba y te identificabas con su idea, confundido con las cosas: te sentías marginado, mezclado con las casas, con las amplitudes del espacio, con el colorido revuelto de la calle, con los rincones... Y las palabras más hábilmente conmovedoras —las mismas que nos acercan al autor más que a ningún otro hombre; las que hacen creer que cae el muro eterno que separa a las inteligencias—, podían salir de él... Sorprendentemente sabía que hubieran conmovido a cualquier otro. Hablaba, y sin poder precisar los motivos ni el alcance de la proscripción, se constataba que un gran número de palabras era desterrado de su discurso. Estas palabras, de las que se servía, eran a veces tan curiosamente sostenidas por su voz o aclaradas por la frase que su peso se alteraba, su valor se renovaba. A veces perdían todo su significado y parecían únicamente rellenar un lugar vacío cuyo término destinatario era incluso dudoso o imprevisto por la lengua. Yo lo he escuchado designar un objeto material a través de un grupo de palabras abstractas y nombres propios.
Nada había que responder a lo que decía. Destruía el consentimiento cortés. Se prolongaban las conversaciones por medio de saltos, y no se extrañaba. Si este hombre hubiera cambiado el objetivo de sus cerradas meditaciones, si hubiera vuelto contra el mundo la ordenada fortaleza de su talento, nada le hubiera resistido. Lamento hablar de él como se habla de aquéllos a los que se les izan pedestales. Sobradamente sé que entre el «genio» y él hay un determinado grado de debilidad. Él ¡tan verdadero!, ¡tan nuevo!, ¡tan limpio de cualquier engaño y de cualquier prodigio, tan duro! Mi propio entusiasmo me lo corrompe...
¿Cómo no entusiasmarme con quien nada vago decía? ¿Con quien con calma declaraba: «Yo sólo valoro en las cosas la facilidad o la dificultad de conocerlas, de realizarlas. Pongo extremo cuidado en medir ambos grados de facilidad o dificultad, y en no esclavizarme... Y qué importa lo que ya conozco profundamente?».
¿Cómo no abandonarme a un ser cuyo espíritu parecía transformar para sí solo todo lo que es, y que operaba todo lo que le era propuesto? Interpretaba ese espíritu manejando y mezclando, modificando, poniendo en comunicación, pudiendo separar y desviar, aclarar, desvirtuar esto, enfatizar aquel o, ahogar, exaltar25, nombrar lo que no tiene nombre, olvidar lo que quería, adormecer o colorear esto y aquello...
Estoy simplificando groseramente propiedades impenetrables.
No me atrevo a decir todo lo que mi protagonista me dicta. La lógica me detiene. Pero, en mi interior, siempre que propongo el problema de Teste aparecen extrañas formaciones.
Hay días que lo encuentro muy claramente. Está representado en mi recuerdo, a mi lado. Respiro el humo de nuestros cigarros, lo escucho. Desconfío. A veces, la lectura de un periódico me hace topar con su pensamiento, cuando en ese momento un acontecimiento lo justifica. E intento incluso algunas de esas experiencias ilusorias que me deleitaban durante la época de nuestras veladas.
Es decir, que me lo figuro haciendo lo que yo no le he visto hacer.
¿En qué se convierte M. Teste sufriendo? Enamorado, ¿cómo reflexiona? ¿Estará triste? ¿De qué tendría miedo? ¿Qué es lo que le haría temblar?... Buscaba. Mantenía íntegra la imagen del hombre riguroso, procuraba hacerla responder a mis preguntas... se alteraba.
Ama, sufre, se aburre. Todo el mundo se imita. Pero en el suspiro, en el lamento elemental deseo que mezcle las reglas y las figuras de todo su espíritu.
Esta noche hace precisamente dos años y tres meses que estuve con él en el teatro, en un palco prestado. Hoy he pensado en ello.
Vuelvo a verlo de pie con la columna dorada de la Ópera, juntos.
Él sólo miraba la sala. Aspiraba una gran bocanada ardiente, próximo a la concha del apuntador. Estaba congestionado.
Una inmensa estatua de cobre nos separaba de un grupo que murmuraba con mucho más que asombro. Tras el humo brillaba un fragmento desnudo de mujer suave como un guijarro. Muchos abanicos independientes vivían en el mundo sombrío y claro haciendo espumear incluso a las luces del techo. Mi mirada deletreaba mil pequeñas figuras, caía sobre una cabeza triste, corría sobre brazos, sobre la gente y al fin ardía.
Cada uno estaba en su sitio, liberado del más insignificante movimiento. Yo analizaba el sistema de clasificación, la simplicidad casi teórica del auditorio, el orden social. Tenía la deliciosa sensación de que todo lo que respiraba dentro de ese cubo iba a seguir sus propias leyes, encenderse de risa a grandes círculos, agitarse en planchas, debilitarse en masas de cosas íntimas — únicas—, de trastornos secretos, ¡elevarse a lo inconfesable! Erraba entre esos pisos de hombres, de fila en fila, por órbitas, con la fantasía de juntarse idealmente entre ellos, padeciendo todos la misma enfermedad o la misma teoría, o el mismo vicio... Una música nos conmovía a todos, crecía, luego disminuía.
Desapareció. M. Teste murmuraba: «¡No se es bello, no se es extraordinario sino para los otros! ¡ Ellos son devorados por los otros!»
La última palabra salió del silencio que ejecutaba la orquesta.
Teste respiró. Su rostro inflamado donde soplaban el calor y el color, sus anchas espaldas, su ser negro dorado por las luces, la forma de todo su conjunto vestido, sostenido por la gruesa columna me reprimieron. No perdía un átomo de todo lo que se volvía sensible, a cada instante, en esa dimensión roja y oro…
(continuará)
[ Fragmento de: “Monsieur Teste” / Paul Valéry ]
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