martes, 13 de septiembre de 2022


 

[ 229 ]

 

ESCRITOS CORSARIOS

Pier Paolo Pasolini

 

 

 

14 de noviembre de 1974

LA NOVELA DE LOS ATENTADOS

 

Lo sé.

 

Yo sé los nombres de los responsables de esto que ha sido llamado golpe (y que en realidad es una serie de golpes infligidos a sistemas de protección del poder).

 

Yo sé los nombres de los responsables del atentado de Milán del 12 de diciembre de 1969.

 

Yo sé los nombres de los responsables de los atentados de Brescia y Bolonia en los primeros meses de 1974.

 

Yo sé el nombre de la «cúpula» que ha actuado, por lo tanto, sea el de los viejos fascistas ideadores de golpes, sea el de los neofascistas autores materiales de los primeros atentados, sea finalmente el de los «desconocidos» autores materiales de los Mentados más recientes.

 

Yo sé los nombres de los que han gestado las distintas y más bien opuestas fases de la tensión: una primera fase anticomunista (Milán, 1969) y una segunda fase antifascista (Brescia y Bolonia, 1974).

 

Yo sé los nombres del grupo de poderosos que, con la ayuda de la CIA (y en segundo término de los coroneles griegos y de la mafia) han creado primero (por otra parte fracasando miserablemente) una cruzada anticomunista, para bloquear 1968 y, a continuación, siempre con la ayuda y la inspiración de la CIA, se recompusieron una virginidad antifascista, para compensar el desastre del referéndum.

 

Yo sé los nombres de aquellos que, entre una misa y otra, han tomado las medidas y asegurado la protección política a viejos generales (para mantener en pie, como reserva, la organización de un potencial golpe de estado), a jóvenes neofascistas, más bien neonazistas (para crear concretamente la tensión anticomunista) y finalmente a criminales comunes, hasta este momento, y quizás para siempre, sin nombre (para crear la sucesiva tensión fascista). Yo sé los nombres de las personas serias e importantes que están detrás de personajes cómicos como aquel general de la Forestale que actuaba, algo operísticamente, en Cittá Ducale (mientras los bosques italianos ardían) o de personajes grises y puramente organizativos como el general Miceli.

 

Yo sé los nombres de las personas serias e importantes que están detrás de los trágicos muchachos que han elegido la suicida atrocidad fascista y de los malhechores comunes, sicilianos o no, que se han puesto a disposición, como killers y sicarios.

 

Yo sé todos estos nombres y sé todos los hechos (atentados a las instituciones y a las personas) de los cuales son culpables.

 

Lo sé. Pero no tengo las pruebas. No tengo siquiera indicios.

 

Lo sé porque soy un intelectual, un escritor, que trata de seguir todo lo que sucede, de conocer todo lo que se escribe acerca de ello, de imaginar todo lo que no se sabe o todo lo que se calla; que coordina hasta los hechos más lejanos, que reúne las piezas desorganizadas y fragmentarias de un cuadro político íntegro y coherente, que restablece la lógica allí donde reinan la arbitrariedad, la locura y el misterio.

 

Todo esto forma parte de mi oficio y del instinto de mi oficio. Creo que es difícil que mi «proyecto de novela» esté equivocado, que no guarde relación con la realidad y que sus referencias a hechos y personas reales sean inexactas. Creo además que muchos otros intelectuales y novelistas saben lo que yo sé en cuanto intelectuales y novelistas. Porque la reconstrucción de la verdad a propósito de los que ha sucedido en Italia después de 1968 no es muy difícil.

 

Esta verdad —se siente con absoluta precisión— está detrás de una gran cantidad de intervenciones periodísticas y políticas: es decir, no imaginativas o de ficción como son por su naturaleza las mías. Un último ejemplo: es evidente que la verdad urgía, con todos sus nombres, detrás del editorial del «Corriere della sera» del 1.º de noviembre de 1974.

 

Probablemente los periodistas y los políticos tienen también pruebas o, por lo menos, indicios.

 

Ahora el problema es éste: los periodistas y los políticos, aun cuando poseen, tal vez, las pruebas y ciertamente indicios, no dan nombres.

¿A quién compete en consecuencia dar estos nombres? Evidentemente a quien no solamente posea el coraje necesario, sino, al mismo tiempo, no esté comprometido en la práctica con el poder y, además, no tenga, por definición, nada que perder: es decir, un intelectual.

 

Un intelectual podría, por lo tanto, dar públicamente los nombres: pero él no tiene ni las pruebas ni los indicios.

 

El poder y el mundo que, aunque no pertenece al poder, tiene relaciones prácticas con el poder, ha excluido a los intelectuales libres —precisamente por la manera en que está hecho— de la posibilidad de tener pruebas e indicios.

 

Se me podría objetar que yo, por ejemplo, como intelectual e inventor de historias, podría entrar en este mundo explícitamente político (del poder o en torno al poder), comprometerme con él y en consecuencia participar del derecho a tener, con muchas probabilidades, pruebas e indicios.

Pero a esta objeción yo respondería que ello no es posible, porque es precisamente la repugnancia a penetrar en semejante mundo político lo que se identifica con mi potencial coraje de intelectual a decir la verdad: es decir, dar los nombres.

 

El coraje intelectual de la verdad y la práctica política son dos cosas inconciliables en Italia.

 

Al intelectual —profunda y visceralmente despreciado por toda la burguesía italiana— se le confiere un mandato falsamente alto y noble, en la realidad, servil: el de debatir los problemas morales e ideológicos.

 

Si él no cumple con este mandato es considerado un traidor a su papel: se grita en seguida (como si no se esperase nada más que esto): «traición de los clérigos». Gritar «traición de los clérigos» es una coartada y una gratificación para los políticos y los siervos del poder.

 

Pero no existe solamente el poder: existe también una oposición al poder. En Italia esta oposición es tan vasta y tan fuerte como otro poder: me refiero naturalmente al Partido Comunista Italiano.

 

Es cierto que la presencia en este momento de un gran partido de oposición como el Partido Comunista Italiano es la salvación de Italia y de sus pobres instituciones democráticas. El Partido Comunista Italiano es un país limpio en un país sucio, un país honesto en un país deshonesto, un país inteligente en un país idiota, un país culto en un país ignorante, un país humanístico en un país consumista.

 

 

En estos últimos años entre el Partido Comunista Italiano, entendido en sentido auténticamente unitario —en un compacto «conjunto» de dirigentes, bases y votantes— y el resto de Italia, se ha abierto un abismo: el Partido Comunista Italiano se ha convertido precisamente en un «país separado», en una isla. Y es por ello que hoy puede tener relaciones más estrechas que nunca con el poder efectivo, corrupto, inepto, degradado: pero se trata de relaciones diplomáticas, casi de nación a nación. En realidad las dos morales son incompatibles, entendidas en su concreción, en su totalidad. Es posible, sobre estas bases, proyectar aquel «compromiso» realista que quizá salvaría a Italia del completo exterminio: «compromiso» que sería en realidad, sin embargo, una «alianza» entre dos estados limítrofes o dos Estados encastrados uno en el otro.

 

Pero precisamente todo esto que he dicho de positivo sobre el Partido Comunista Italiano, constituye también su aspecto negativo.

La división del país en dos países, uno hundido hasta el cuello en la degradación y en la degeneración, el otro intacto y no comprometido, no puede ser una razón de paz y de constructividad.

 

Además, concebida tal como yo la he delineado, creo que objetivamente, es decir como un país dentro del país, la oposición se identifica con otro poder: que de todas formas es siempre un poder.

En consecuencia los hombres políticos de esta oposición no pueden comportarse también ellos sino como hombres de poder.

 

 

 

En el caso específico, en lo que se refiere a este momento tan dramático, también ellos han impuesto al intelectual un mandato. Y si el intelectual no cumple con este mandato —puramente moral e ideológico— he aquí que es, con gran satisfacción de todos, un traidor.

 

Ahora, ¿por qué siquiera los hombres políticos de la oposición, si tienen —como probablemente tendrán— pruebas o por lo menos indicios, no dan los nombres de los responsables reales, es decir, políticos, de los cómicos golpes y de los espantosos atentados de estos años? Es simple: no lo hacen en la medida que distinguen —a diferencia de lo que haría un intelectual—, verdad política de práctica política. Y, por lo tanto, ni siquiera ellos ponen al corriente de las pruebas e indicios al intelectual que no es funcionario: ni lo sueñan siquiera, como es natural por otra parte, dada la objetiva situación de hecho.

 

El intelectual debe continuar atenido a lo que le es impuesto como su deber, a reiterar su propio modo codificado de intervención.

 

Sé bien que no es el caso —en este particular momento de la historia italiana— de hacer pública una moción de desconfianza contra la totalidad de la clase política. No es diplomático, no es oportuno. Pero estas son categorías de la política, no de la verdad política: aquella que —cuando puede y como puede— el impotente intelectual está obligado a servir.

 

Y bien, precisamente porque yo no puedo dar los nombres de los responsables de los intentos de golpe de Estado y de los atentados (y no en lugar de esto) yo no puedo dejar de pronunciar mi débil e ideal acusación contra la clase política italiana en su totalidad. Y lo hago en cuanto creo en la política, creo en los principios «formales» de la democracia, creo en el parlamento y creo en los partidos. Y naturalmente a través de mi óptica particular que es la de un comunista.

 

Estoy dispuesto a retirar mi moción de desconfianza (no deseo otra cosa más que esto) sólo cuando un hombre político —no por oportunismo, es decir no porque haya negado el momento, sino más bien para crear la posibilidad de este momento— decida hacer conocer los nombres de los responsables de los golpes de estado y de los atentados, que evidentemente él sabe como yo, pero de los cuales, a diferencia de mí, no puede dejar de tener pruebas o por lo menos indicios.

 

Probablemente —si el poder americano lo permite— quizás concediendo «diplomáticamente» a otra democracia lo que la democracia americana se ha concedido a propósito de Nixon —tarde o temprano estos nombres serán dichos. Pero los dirán hombres que han compartido con ellos el poder: como responsables menores contra los mayores responsables (y no he dicho, como en el caso americano, que sean mejores). Éste sería en definitiva el verdadero Golpe de Estado.”

 

 

 

[ Fragmento de: Pier Paolo Pasolini. “Escritos corsarios” ]

 

*


2 comentarios:

  1. Ese laborioso "saber sin pruebas y sin siquiera indicios" es el que nos protege, o al menos nos advierte de tanta insidia, falacia y trampantojo. Tremendo fragmento este de Pier Paolo.

    Salud y comunismo

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    1. Salvando las distancias entre la Italia que asesinó a Pasolini por comunista y maricón y la España que ‘silenció’ a Rafael Chirbes por más o menos lo mismo:

      “Veo «Los profesionales», de Richard Brooks. Un ricachón ha contratado a un grupo para encontrar a su esposa, al parecer secuestrada por un mexicano, pero que, en realidad, se ha escapado con él por amor. Cuando, tras haberla capturado, los perseguidores descubren la verdad y la dejan escapar con su amante, el marido cornudo le dice a Lee Marvin: «Hijo de puta.» Y Marvin se queda un segundo pensativo, antes de decir: «Sí, lo mío fue un accidente de nacimiento, pero usted se ha pasado la vida trabajándoselo.» Se parece a lo que un viejo franquista del PP –digamos, Fraga y sus criminales– podría reprocharle a un felipista”


      *

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