[ 230 ]
LA GALLINA CIEGA
MAX AUB
(...)
2 de septiembre (1969)
Todavía puedo hacer los recorridos de mi adolescencia. A veces lo que veo no se parece a lo que vi —no por mí— sino porque las cosas han cambiado; las casas, los jardines, las calles. No las reconocen ni las suelas de mis zapatos. A veces todo ha variado tanto que hasta el trazado de las calles es distinto y cruzo por donde antes había paredes. No son sino tres décadas: ¿qué será dentro de un siglo? Ya nadie se acordará de lo que vi. Todo cambia más de prisa que el hombre. Donde hubo solares hay casas, y, al revés, donde se levantaban edificios ahora bullen calles. ¿Para qué entonces describir cómo son las cosas, las casas, las calles, las ciudades? Nadie caerá en la cuenta de lo que fueron. Los hombres son otra cosa, por mucho que varíen las modas; los sentimientos son todavía bastante parecidos, de un tiempo a otro seguido. También varían, pero menos. No hay donde poner la mirada donde no se vea el sentido de la vida. No el de la muerte, don Francisco, sino el de la vida; lo que no varía, naturalmente, el hondo sentir.
Eso está igual… Esto ha mudado… Esto no existía… ¿Dónde está aquello que…? ¡Qué pequeño! Sólo el mar está igual. Los hombres no son eternos, pero pueden trocar gigantes en molinos.
—¿Quién dice que la inteligencia ha de ganar estrepitosamente, de pronto, con rapidez? Sólo algún tonto o algún maricón intelectualoide puede pensarlo; sólo algún provocador puede llevaros por caminos de ese tipo. La lucha ha de ser larga y por fuerza, además, incierta en su desenlace. Pero si se renunciara a luchar es cuando no habría nada que hacer. Porque si algo hemos de lograr es por la lucha misma. Lo cual no es prometer la victoria.
—¿Eso vienes a decirnos?
—No vengo a deciros nada.
—¿Eso has venido a ver?
—No he venido a ver nada nuevo. Porque sabía de antemano lo que me esperaba. Lo que vería.
—Como si fuésemos El entierro del conde de Orgaz.
—No. Porque una obra de arte suele ofrecer nuevos aspectos a poco que la mires desde otro ángulo. No. No os hagáis ilusiones de creer que vuestra realidad ofrece muchas mayores posibilidades de cambio que, digamos, las dos Alemanias o Italia o Portugal. Murió Salazar. ¿Y qué? Morirá Franco, ¿y qué? Las fuerzas son otras y están bien hincadas en el suelo español. El turismo no es sólo el dinero que aporta, los cambios que trae, es el acomodamiento. El mundo cambia muy de prisa en lo físico, pero ¿en lo moral? Los soviéticos imitan a los norteamericanos en sus elementos de vida, pero ¿en sus conceptos? Los españoles de Palomares reciben bombas A o H en los alrededores de su pueblo pero ¿en qué se benefician? Hablamos por hablar y por perder el tiempo.
—¿Entonces por qué no vienes a vivir aquí?
—Porque en México puedo publicar lo que me da la gana.
—Aquí serías útil.
—¿A qué? ¿O soy más que uno cualquiera? Ahora puedo resultar novedad (que buena falta hace siempre aquí y donde sea). Pero ¿dentro de tres meses? Más visto que Carracuca.
—¿Quién es Carracuca?
—El gato de mi abuela. Yo no juego a adivino, pero ¿por qué ha de mejorar la situación, desde mi punto de vista, si os conformáis con lo puesto? ¿Quién puede impedir no sólo que sigan adelante sino que cada día refuercen —haciéndolo mejor— la censura, frenen las libertades si quedan? Si no lo hicieran serían idiotas. Y no lo son.
Gran Vía de Benavente. Todo lo esperaba menos esto: Gran Vía de Benavente, aquí en Valencia. (Estuvo en mi casa, le presté las obras completas de Shakespeare para que tradujera la que mejor le pareciera para representarla en cualquier compañía de las diecinueve que íbamos a tener, nosotros los del Consejo Central del Teatro y que se quedaron en nada). ¡Pobre don Jacinto! Pero lo que son las cosas: ahora, aquí en Valencia: Gran Vía de Benavente. ¿Cómo es posible? Era conservador pero estuvo con nosotros y nos reuníamos con frecuencia, con don Antonio y con Cañedo, y venía a mi casa, sin miedo, y andaba por ahí y la gente le saludaba:
—Adiós, don Jacinto.
—¡Salud, don Jacinto!
Sonreía. Y aquí, en Valencia: Gran Vía de Benavente. ¿Adónde está la Gran Vía de Blasco Ibáñez? No la hay siendo lo que sigue siendo para los valencianos, y murió el año 28, y no hay calle de Blasco Ibáñez. No se enfrentó con Franco sino con el rey. Republicano, muerto sin confesión. Tal vez por eso Blasco es, aquí, todavía mucho más que Blasco.
Todos los sitios de mis novelas en trance de caer bajo la piqueta. En cambio, todos me habían dicho que Plácido Cervera (la librería) había desaparecido. Ahí está. ¿Qué importa que él muriera?: ahí está la librería por la que yo preguntaba, a donde, mozo, iba todos los días, la que vi durante tantos años desde mi balcón de soltero. Y hablando de librerías: son un desastre. No hay nada. Pocas y malas. Ni saben lo que tienen. Como locales, pasan; pero como vendedores, matan. En el fondo, no tienen tanta culpa: ¿quién les ha enseñado? ¿Quién les ha dicho este libro es esto o lo otro? Nadie. Reciben paquetes, los abren, los venden o no, pero, si venden, no reponen. Llegan más paquetes: la cuestión es poner libros en feria: lo mismo da uno que otro. A menos que intervenga la televisión… Hablo de las tres que vi. Asegura F. que hay otras, más escondidas, mejores.
¡De qué buen ver, mis sobrinas! De todos tipos. Altas y bajas, morenas y rubias. Hay que escoger y han escogido bien los jóvenes. La verdad es que todos son sobrinos: tres de mi hermana, tres de mi cuñado Jaime, dos de Alfredo. Igual número de sobrinas políticas y Susana, la sobrina nieta. Existen ya muchos sobrinos nietos. Pero Susana es Susana.
Comemos en el Vedat. Muy bien. Mariscada…
El Vedat, los pinos, el sol, la familia. ¡Si el mundo no fuese más que eso! ¿Por qué no me conformo? No lo sé. Pero no me puedo sujetar. No puedo, como Job, «darlo todo por bien perdido para conservar la vida».
¡Cómo huele a pinos! ¡Cómo huele a mediodía! ¡Cómo resbalan las agujas secas en la tierra pedregosa! ¡Qué azul el cielo!
Olvidar, de pronto; perder la memoria, ser sólo presente; más si me omito.
¿Qué tiene este atardecer que sólo puede ser modernista?
Topacios y amatistas, zafiros y esmeraldas,
se funden en la Hoguera de un ocaso imperial;
y en negro se dibuja, sobre las vivas gualdas,
al filo de la cumbre, una palma real.
—¿Qué te recuerda? —Me pregunta absorta P.
—Jerusalén.
No hay «filo de cumbres», no es México, no es Urbina. Es el atardecer azul y sangriento de toda la literatura modernista y romántica. Es la Albufera.
—Nunca había venido —dice P.
No lo creen. Prodigiosa tranquilidad del lago en la tarde que se va hermosa como la más hermosa. Tranquilidad absoluta del agua que sólo enseña sus lomos suaves como la arena de dunas inholladas. Alguna caña es primer término para mayor belleza del encuadre.
Y arriba, en las profundas soledades de arriba,
la estrella de la tarde, doliente y pensativa,
se clava en un ardiente celaje de rubí.
¿Qué más da América que Asia o Europa? Pero P. nunca había estado en la Albufera, en la Dehesa. Atravesamos el bosque. La playa.
Aquí, entre los pinos, tantos caídos con las cabezas reventadas. ¿Por qué no se pueden apartar de mí, que no los vi? Basta que me lo contaran… Casi le digo a mi sobrino, que conduce:
—¡Cuidado!
Lo prodigioso es cómo Valencia, perdiendo carácter, ha crecido, y hace suponer que cuanto menos tenga —como otras— más anchas serán sus calles, más altos sus edificios, menos preocupados sus moradores, éstos lleguen a olvidar los santos de sus nombres para transformarse en sencillo número y que a cualquier político le será fácil convencer a los felices moradores de su país bien soleado que los autores de todo mal son los escritores, por inventar tramoyas e inverosimilitudes o recordar tiempos pasados, siempre peores. A este resultado me llevó el Plan Sur mientras me hacía ilusiones de ver desaparecer esos horrendos merenderos de la playa del Cabañal, donde ya ni bien se come. En parte reconozco —tal vez— la culpa de los exiliados, a su vuelta, o de sus familiares, cuando los acogieron aquí de visita y aumentaron el gusto por el chile. Ahora, aquí, todo es picante; le echan guindilla a todas sus salsas, y por aquí, seguramente, se deslizará sin ruido el chile a toda Europa. Todo pica: las clóchinas y las gambas, las butifarras y los butifarrones y el all y pebre (que siempre tuvo lo suyo) parece de Puebla o de Oaxaca. Tal vez me equivoque pero me parece, como el tuteo, el peor resultado de la guerra civil.
Hablo con Juan Gil-Albert, por teléfono. Calla por la sorpresa. Estalla alegre. Mañana iré a tomar el té, a su casa. Su casa nueva, que está en la misma manzana que la de mi suegra. ¿En qué galería de las que aquí se enfrentan, en el enorme deslunado, vive?
¡Querido y pobre Juan! ¿Cuántos años hace que salió de México, de vuelta? ¿Veinte? Es posible. Más, tal vez.
Otros treinta años bien cumplidos. Satisfecho de sí. Nada tiene de revolucionario y como hombre de su edad no sabe distinguir entre lo que llamábamos la derecha y la izquierda. ¿Para qué digo quién es? Leerá estas líneas y se acordará de nuestra conversación, en el comedor, mientras su mujer se fue con la mía a ver a Pepita X.
—Yo creo que, a pesar de todo, van a soplar nuevos aires de renovación, muy prudentes desde luego, y que llegarán a los hombres de la calle y que tal vez se produzca un milagro. (Lo repito porque lo repite, satisfecho).
Ya el sólo enunciar la palabra milagro me deja estupefacto porque el muchacho —para mí, un muchacho— ha viajado bastante, ha vivido unos meses en París, estudió dos años en Londres.
—Se desempolvan palabras o frases como «oposición política», «nuevas coyunturas que exigen nuevas soluciones», «participación en la vida política». Te advierto que está en contradicción con la calma anterior.
—¿La calma anterior…? ¿Querrás decir que todo estaba muerto?
—Sólo los que viajamos al extranjero tenemos término de comparación. Era un fenómeno normal que para ti sería difícil entender. Y para aumentar un poco nuestra conformidad se habla ahora de una participación en los negocios y de una corresponsabilidad política que tal vez sea capaz de contentar al hombre de la calle, al que van dirigidas la prensa y la televisión con que se nos obsequia cada día. Lo peor es que probablemente sea así.
—¿Y el que no es hombre de la calle? No hablo de mí ni de los que ya tenemos puesto el pie en el estribo. Hablo de los de tu generación y de los más jóvenes. En fin, los que tienen dieciocho o veinte años, tanto en la Universidad como en la fábrica. El que no sabe ni por asomo lo que fue la guerra civil. Es decir, el fabricado a millones de ejemplares.
—No puede haber estadísticas, porque el presupuesto del Instituto Nacional de las ídem no da para tanto. Pero hablando en hipótesis el problema del futuro político de España no le interesa a nadie. Y ante todo ten en cuenta que las opiniones, si las tienen, no tienen cauce alguno de expresión pública. En mi época, es decir, cuando yo tenía dieciocho años —y ya era tarde—, cuando mi padre tenía mi edad, el SEU y el Frente de Juventudes eran una cierta realidad juvenil. A pesar de todo no se podía disentir completamente, sin contar que no disentían los que pertenecían a esos organismos. Comoquiera que fuese, eran unas formaciones políticas, una forma de expresión y de participación que hoy ya ni siquiera existe. Hubo un momento en que pudimos creer en la importancia de nuestra tarea nacional, en el papel político de la universidad y de las fábricas. Pero fracasó totalmente el intento y hoy no saben de qué se les habla cuando se les cita a la Delegación de Juventudes. Se repite ahí la misma figura que se da, a escala familiar, con los hijos rebeldes dentro de un hogar de derechas de toda la vida. Pero mientras a escala doméstica los resortes no son suficientemente fuertes para torcer la actitud rebelde del hijo o la hija, a escala nacional sí que parecen serlo y han conseguido imponer el respeto, por lo menos externo, hacia lo que vosotros representasteis. El hecho es que la rebeldía juvenil en materia política no ha encontrado ni encuentra hoy un cauce de expresión ni de actuación.
—Bonito panorama…
—Sí. Ha vencido la indiferencia. No digo que no existan otras posibilidades: la clandestinidad y el radicalismo. Pero la diferencia de volumen entre esas tres expresiones de la juventud es de tal tamaño que no se pueden comparar. La actual indiferencia de la juventud hacia el futuro político de las instituciones es tan enorme, tan avasalladora, que no deja resquicio posible de cierta importancia —como no sea para ellos mismos— ni a la clandestinidad ni al radicalismo. Como habrás visto, los jóvenes saben mucho más de fútbol que de formas de gobierno, de jazz que de derechos humanos. Fomentando esta manera de pensar hemos conseguido una juventud sana y bulliciosa que no piensa cosas mayores y que no quiere jugar antes de tiempo a cosas de hombres. Lo curioso es que a los padres de éstos se les inculcó lo contrario y se les hizo creer que la obra nacional de Falange, del Estado, era asunto de ellos. El indiferentismo político de la juventud no es solamente un hecho sino que es un movimiento creciente.
—O, para ser más exacto, una creciente falta de movimiento.
—Así no dan la lata ni ponen chinitas en los rodajes de nuestra complicada política de desarrollo —en la que tomo parte— y no sienten la cosa pública. ¿Qué digo sienten? No les importa. No es que les sea ajeno el problema, pero piensan que tendrán tiempo de ocuparse de eso cuando sean «mayores». Será una madurez nacida del cero político. Ahora bien, lo saben los niños: cualquier cantidad multiplicada por cero… Evidentemente los que lleguen a tener acceso a la gestión política, el día de mañana, lo harán desde criterios de madurez —es decir, desde la valoración del dinero, o del poder, o de la técnica— pero no habrán sabido nunca lo que haya podido ser el idealismo, el radicalismo —no digamos la revolución— en una vida.
—Y acabarán viendo la televisión.
—La ven.
—Quiero decir que les gustará.
—Las gentes que hoy nos gobiernan han sabido lo que fue la lucha, la guerra, los sindicatos de verdad. Hoy ¿la juventud, qué?
Tomamos otro coñac.
—Me hablabas de la clandestinidad.
—Han inventado una palabra para los inconformes que, supongo, sólo se puede aplicar a España: las minorías. No sólo por el hecho de que la vocación política es siempre excepcional en la juventud sino porque después de tantos años en que aquí la oposición es ilegal, ha acabado por haber una oposición tan pequeña tan pequeña, que la policía la conoce mejor que los mismos oponentes. La clandestinidad política no tiene amplitud para que en ella quepa el joven sin vocación revolucionaria. Por ello se hace cada vez más clandestina y cada vez más reducida. Y la trituración de esos grupúsculos miniminoritarios puede acabar totalmente con cualquier grupo de jóvenes que tengan alguna idea que no esté de acuerdo con la falta de ideas. La Inquisición aniquiló todos los grupos protestantes de la España del XVI. Cuatro siglos después nos avergonzamos de ello, como españoles y como católicos. No hay protestantes, como no sean extranjeros. No hay clandestinidad o si la hay es como si no la hubiese. Ni siquiera hemos llegado al nivel marcusiano de integrar no digo la oposición dentro del régimen sino la sincera e ingenua oposición de unos grupos de jóvenes incautos. Aquí el poder sigue siendo el que señalaba Cisneros. Podemos despotricar de las drogas, del desenfreno. Pueden llenarnos de miedo por la «peligrosísima infiltración de fuerzas transpirenaicas del desorden y del caos» pero de hecho no estamos dejando que la política encuentre terreno abonado donde debiera haberlo. Lo mismo pasa con el radicalismo. Conste que para mí el radicalismo juvenil no es algo negativo. Aquí no dejan ser radicales más que a los partidarios del régimen, el radicalismo de los hijos de papá, con la connivencia de papá. Un engaño. Y hubo jóvenes radicales, pero han desaparecido sin dejar huella. Cuando se dieron cuenta del engaño se dedicaron a la vida privada y a los negocios públicos. Es decir, que cambiaron el engaño por el poder. Al radicalismo en contra se le ahoga. Se le toma demasiado en serio. Desaparecen así los dos radicalismos y toda posible vocación política juvenil. Entre los jóvenes sólo quedan las vocaciones políticas de efecto retardado, las que explotarán cuando ya no sean jóvenes. Éste es a mi juicio el futuro político de España. Saca tú las conclusiones.
—Que lo haga el gobierno.
—No lo hará. Es demasiado cómodo contar con la aquiescencia de todos y particularmente de los Estados Unidos. Ya verás cómo las actuales relaciones se van a intensificar hasta donde no tienes idea. Aquí cada día se vivirá mejor. Tal vez disminuya algo el turismo porque subirán los precios, pero es muy posible que España se industrialice de verdad. ¿Dónde va a encontrar Norteamérica, los capitales norteamericanos, un sitio mejor dónde convertir sus bases militares, que ya no sirven para gran cosa, en algo de mayor provecho? Lo que hoy les cuesta dinero —poco, desde luego— el día de mañana les va a producir más que todo Centroamérica y México juntos.
Me quedo triste.
No sé por qué me acuerdo de la visita (debió de ser en abril) de un profesor o egresado de la Universidad de Stanford, de edad parecida a la de J., que vino a entregarme una copia de su tesis acerca de Ayala, Sender, Barea y yo (para variar) y de la que guardo buen recuerdo. De cómo me contaba que, licenciado en Derecho, por Madrid, jamás había oído el santo de nuestros nombres hasta llegar a Estados Unidos y de cómo, una vez allí, el profesor —que sustituyó a Aranguren— aseguraba que no había censura en España.
—Se va usted a llevar una desilusión.
—No —le contesté—, desgraciadamente. Pero algún día cambiará. Como todo…
(continuará)
[ Fragmento de: Max Aub. “La gallina ciega” ]
*
No hay comentarios:
Publicar un comentario