lunes, 3 de octubre de 2022


 

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ESCRITOS CORSARIOS

Pier Paolo Pasolini

 

 

30 de enero de 1975

«SACER»

 

Querido Moravia, hace ya muchos años que me cuido de llamar fascista a nadie (aunque a veces la tentación es grande); y, en segunda instancia, me cuido también de llamar a nadie católico. En todos los italianos algunos rasgos son fascistas o católicos. Pero acusarse recíprocamente de fascistas o de católicos —subrayando esos rasgos, a menudo intrascendentes— sería un juego desagradable y obsesivo.

 

Tú, debido a un viejo y acrítico automatismo —y por cierto no sin gracia y amistad— te has lanzado a llamarme «católico» (precisamente «católico» y no «cristiano» o «religioso»). Y me has llamado católico eligiendo, escandalizado, en mí (me parece) un trauma por el cual la «mayoría» considera —consciente o inconscientemente como Himmler— mi vida «indigna de ser vivida». Corolario de este bloqueo es una cierta traumática y profunda «sexofobia», que incluye la pretendida —también traumática y profunda— de la virginidad o por lo menos de la castidad en la mujer. Todo ello es verdad, quizá demasiado verdadero. Pero es también mi tragedia privada, sobre la cual me parece poco generoso fundar argumentos ideológicos. Tanto más cuando tales argumentos me parecen equivocados.

 

Antes que nada el axioma «el católico es sexófobo, por lo tanto quien es sexófobo es católico» es un axioma que yo encuentro absurdo e irracional. Existe una sexofobia protestante, una sexofobia musulmana, una sexofobia hindú, una sexofobia salvaje. Tú te refieres a la sexofobia de San Pablo (que —cosa no del todo refutada hasta por pensadores católicos avanzados— parece haber sido homosexual): pero la sexofobia de San Pablo no es, precisamente, católica, sino judaica. Mediante San Pablo ella pasa al catolicismo (si de catolicismo se puede ya hablar a propósito de San Pablo) y eso es todo. Hoy, la sexofobia católica, contrarreformista, es la de todas las religiones oficiales. Yo me distingo netamente de ella primero que nada porque en la infancia no he tenido una educación católica (ni siquiera he sido bautizado); luego porque mi elección, desde la primera pubertad, ha sido conscientemente laica y, finalmente, la cosa más importante de todas, porque mi «naturaleza» es idealista (no en sentido filosófico sino existencial). Tú mismo me acusas de idealismo. Y ésta es una acusación que acepto, porque es verdadera. Tú no sabes cuánto he envidiado siempre tu falta de nocivo idealismo…

 

Ahora, sin embargo, se da el hecho de que todo puede ser dicho de la Iglesia Católica salvo que sea idealista. Ella es lo contrario de idealista: es no-idealista y, en compensación, es absolutamente pragmática. Los curas son, mejor que nadie, los que ven con profundo pesimismo, el mundo tal como es: no hay nadie más hábil y agudo que ellos en elegir el status quo y en formalizarlo. Relee aquel opus grandioso del más puro pragmatismo (en el que ni siquiera Dios es nombrado si no es mediante fórmulas) que son las sentencias de la Sacra Rota. Por lo tanto, si yo soy idealista no soy católico; y si tú eres pesimista y pragmático, eres católico. Como ves, es demasiado fácil devolver acusaciones de este género.

 

Para permanecer siempre en la parte general de tu discurso, tú juegas sobre el hecho de que «desde hace cierto tiempo mi bestia negra es el consumismo»: este jugueteo tuyo me parece un poco elemental. Lo sé bien, tú te inclinas pragmáticamente a aceptar el status quo, pero yo, que soy idealista, no. «El consumismo existe, ¿qué podemos hacer?», pareces querer decirme. Y entonces deja que te conteste: para ti el consumismo existe y basta, ello no te toca, salvo, como se dice, moralmente, mientras que desde el punto de vista práctico te toca como a todos. Tu profunda vida personal está indemne. Para mí no, en cambio. En cuanto a ciudadano, es verdad, he sido tocado por ello como tú, y sufro como tú una violencia que me ofende (y en esto estamos hermanados, podemos pensar juntos en un exilio común): pero como persona (tú lo sabes bien) yo estoy infinitamente más implicado que tú. El consumismo consiste en efecto en un verdadero cataclismo antropológico: y yo vivo, existencialmente, este cataclismo que, al menos por ahora, es pura degradación: lo vivo en mis días, en las formas de mi existencia, en mi cuerpo. Porque mi vida social burguesa se agota en el trabajo, mi vida social en general depende totalmente de lo que es la gente. Digo «gente» a sabiendas, entendiendo lo que es la sociedad, el pueblo, la masa, en el momento en el cual llega existencialmente (y quizás sólo visivamente) a tomar contacto conmigo. Es de esta experiencia existencial, directa, concreta, dramática, corpórea, que nacen en conclusión todos mis discursos ideológicos. En cuanto transformación (por ahora degradación) antropológica de la «gente», para mí el consumo es una tragedia, que se manifiesta como decepción, rabia, taedium vitae, acidia y, finalmente, como rebelión

idealista, como rechazo total del status quo. No veo cómo puede un amigo jugar acerca de todo esto.

 

Volvamos al aborto. Tú dices que la lucha por la prevención del aborto que yo sugiero como primaria, es vieja, en cuanto son viejos los «anticonceptivos» y es vieja la idea de las técnicas amatorias distintas (y quizás es vieja la castidad). Pero yo no ponía el acento sobre los medios, sino sobre la difusión del conocimiento de tales medios, y sobre todo en su aceptación moral. Para nosotros —hombres privilegiados— es fácil aceptar el uso científico de los anticonceptivos y sobre todo es fácil aceptar moralmente todas las más diversas y perversas técnicas amatorias. Pero para las masas pequeñoburguesas y populares (aunque ya «consumistas») todavía no. He aquí por qué yo incitaba a los radicales (con los cuales he mantenido toda mi argumentación, que sólo precisamente vista como un coloquio con ellos adquiere su pleno sentido) a luchar por la difusión del conocimiento de los medios para un «amor no procreante», visto (decía) que procrear es hoy un delito ecológico. Si por la televisión durante un año se hiciera una sincera, valerosa, obstinada obra de propaganda de estos medios, las gravideces no queridas disminuirían de manera decisiva en lo que se refiere al problema del aborto. Tú mismo dices que en el mundo moderno hay dos tipos de parejas: aquellas burguesas privilegiadas (hedonísticas) que «conciben el placer como diferente y separado de la procreación» y las populares que, «por ignorancia y bestialidad no llegan a una concepción similar». Y bien, yo ponía como primera instancia de la lucha progresista y radical precisamente esto: pretender abolir —mediante los medios a los cuales el país tiene democráticamente derecho— esta distinción clasista.

 

En suma, repito, la lucha por la no procreación debe ocurrir en el estadio del coito, no en el estadio del parto. En lo que se refiere al aborto, yo había sugerido paradojalmente calificar este delito en el cuadro del delito de eutanasia, inventando para ello una serie de atenuantes de carácter ecológico. Paradojalmente. En realidad mi posición sobre este punto —aún con todas las implicaciones y complejidades que son típicas de un intelectual solo y no de un grupo— coincide finalmente con la de los comunistas. Podría suscribir palabra por palabra lo que ha escrito Adriana Seroni en «Epoca» (25-1-1975). Es necesario evitar primero el aborto, y si éste llega, es necesario hacerlo legalmente posible sólo en algunos casos «responsablemente valorados» (y evitando por lo tanto, agrego, lanzarse a una histérica y terrorista campaña por su completa legalización, que sancionaría como no delito una culpa).

 

Mientras que en el «referéndum» sobre el divorcio estaba en completo desacuerdo con los comunistas (que lo temían) previendo la victoria que luego ha ocurrido; mientras estoy en desacuerdo con los comunistas sobre «ocho referéndum» propuestos por los radicales, previendo también aquí una victoria (que satisfaría en efecto una realidad existente), estoy también de acuerdo con los comunistas sobre el aborto. Aquí está de por medio la vida humana. Y no lo digo porque la vida humana es sagrada. Lo ha sido: y su sacralidad ha sido sentida sinceramente en el mundo antropológico de la pobreza, porque cada nacimiento era una garantía para la continuidad del hombre. Ahora no es más sacra, sino en el sentido de maldita (sacer tiene los dos sentidos), porque cada nuevo nacimiento constituye una amenaza para la supervivencia de la humanidad. Por lo tanto, diciendo «está en juego la vida humana», hablo de esta vida humana —esta única, concreta vida humana— que en este momento se encuentra dentro del vientre de esta madre.

 

Y a esto tú no respondes. ¿Es popular estar de acuerdo con los abortistas de manera acrítica y extremista? ¿No hay necesidad de dar explicaciones? ¿Se puede tranquilamente pasar por encima de un caso de conciencia personal con relación a la decisión de hacer o no venir al mundo a alguien que quiere decididamente venir (aunque después sea poco más que nada)? ¿Es necesario crear a cualquier precio el precedente «incondicionado» de un genocidio sólo porque el status quo lo impone? Está bien, tú eres cínico (como Diógenes, como Menippo… como Hobbes), no crees en nada, la vida del feto es romanticismo, un caso de conciencia sobre este problema es una tontería idealista… Pero éstas no son buenas razones.

 

 

[ Fragmento de: Pier Paolo Pasolini. “Escritos corsarios” ]

 

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