martes, 4 de octubre de 2022

 

 [ 247 ]

 

A MIS MEJORES AMIGOS NO LOS HE VISTO NUNCA

 

Raymond Chandler

 

 

EL HÉROE NOTABLE

[1911]

 

 

No se ha desvanecido todavía del recuerdo de los vivos la época en que el héroe de una novela típica tenía que ser, si no una persona con título, al menos miembro de una familia tolerable. Si, en sus días de riqueza, no poseía un criado, o si al abandonar la casa derrotado por los problemas no le regalaba su último céntimo al jefe de jardineros, no era probable que tuviera muchos admiradores. El esnobismo de esos días no era mayor que el esnobismo de nuestros días, pero era mucho más simple y más directo. Exigía, con toda honestidad, en nombre del lector de clase media, alternar con sus superiores sociales. Y no puede negarse que tenía toda la razón; si un hombre no puede elegir su compañía ni siquiera en las novelas, las cosas están mal. Pero, sea como sea, la distinción del héroe de aquel entonces estaba del lado del nacimiento y la crianza. Las circunstancias podían obligarlo a asociarse con cargadores de carbón, pero aun cuando su chaqueta tuviera los codos brillantes, el cochero lo llamaba «Señor». Cuando le decía a la casera de su humilde alojamiento que había heredado un marquesado y una renta de cuarenta mil libras al año, ella siempre le recordaba que desde el primer momento lo había tenido por un «caballero genuino». Su cerebro podía ser de escasa calidad (de hecho, solía serlo) pero sus modales eran de lo mejor. Podía no saber cómo hacer frente al complot más infantil en su contra, pero invariablemente sabía qué hacer con las manos en un salón, un problema que ha causado más perplejidad que los enigmas de la vida y la muerte.

 

En nuestros tiempos, en cambio, los buenos modales suelen dejarse en manos del villano, como una propina sin importancia. El héroe, en lo que respecta a su posición social, puede ser cualquiera. Puede sorberse los mocos, puede ser un pelmazo, puede ignorar las reglas más elementales de la conducta cortés. La simple decencia ya no es en absoluto un requisito necesario. Si es demoníacamente feo, sus aventuras serán tanto más picantes. Incluso puede ser deforme, y su vida se venderá a decenas de miles. “Puede ser bizco, cojo, puede usar ropa no hecha a medida, puede fumar en la iglesia, puede disparar a los zorros, puede burlarse de las mujeres y desdeñar a los ancianos, puede hacer cualquiera de esas cosas prohibidas, por hacer la menor de las cuales le retiraríamos el saludo a nuestro amigo más querido, y aun así puede hechizar a voraces multitudes. No nos importan nada su ropa ni sus modales ni sus antecedentes ni sus acciones; en esos aspectos todos somos tolerantes. Pero hay una cualidad que le pedimos: debe ser una persona notable. Importa muy poco dónde se apoya su destino: en el arte, las finanzas, el deporte, la política, la exploración, el galanteo o el crimen, pero su intelecto debe tener la hechura de los grandes.

 

El motivo superficial no debe buscarse muy lejos. Expulsado a fuerza de sátiras de su vieja, honesta y práctica reverencia por el rango y la riqueza, el lector corriente tiene que satisfacer su innata humildad mirando desde abajo a un superior intelectual. Al prohibírsele actuar como un adulador del aristócrata, se permite a sí mismo adorar a la prima donna, al estadista brillante, al jactancioso filibustero o al sutil maestro de la intriga. Como ya no puede deleitarse con la conversación de un duque, acepta la conversación de un eminente ladrón. Y dado que, por ligero que haya sido su conocimiento de los círculos aristocráticos, su conocimiento de los hombres de genio es menor aún, rara vez puede detectar el fraude del que es víctima con tanta frecuencia. Puede tener cierta idea de cómo se comportaría un duque en una situación dada, pero un hombre de genio está por encima de las leyes, y en consecuencia sus acciones son imprevisibles. De modo que el lector toma, con los ojos cerrados y la boca abierta, cualquier cosa que el jornalero novelista quiera ofrecerle en materia de héroes inspirados. No sabe que el gran detective al que tanto admira se parece tan poco a cualquier posible gran detective como se parece a un oso hormiguero patagónico; esas acciones misteriosas e incomprensibles no pasan, como deberían, por los esfuerzos bienintencionados, si bien un tanto inútiles, de un autor mediocre por simular inspiración, sino por las insondables profundidades de un semidiós. Cuanto más extraordinarias son, más convencido queda el lector de la calidad de genuino de su héroe. Como resultado, uno lee sobre un gran autor realista que estudia sus situaciones secuestrando gente, y forzándola a actuar para él; o encuentra a un gran ladrón que vive, rodeado de objets d’art, en un castillo en una isla rocosa en medio del océano; o un gran poeta que, para buscar la inspiración, vaga como un orate por la faz de la Tierra durante meses, y al volver a su casa escribe cuatro días sin parar, y termina cayendo muerto sobre su obra maestra completa. La conveniencia, para un autor de segunda, de un público que acepte esas creaciones puede calcularse fácilmente. Si la extravagancia es un signo de genio, entonces es infinitamente más fácil retratar al genio que a la mediocridad. El hombre de la calle es perfectamente capaz de juzgar a su prójimo, pero para juzgar las extrañas facciones de un alma inspirada solo tiene la experiencia poco fiable de las pesadillas. Solo puede devorar, y extender sus manos inocentes pidiendo más. Y así crece la curiosa moda, hasta que lo notable se vuelve más común que lo corriente; resultado bastante divertido, si no nos detenemos a pensar con cuanta facilidad estas recetas muy sazonadas pueden destruir cualquier gusto remanente por los productos de un arte discreto y disciplinado.

 

 

[ Fragmento de: Raymond Chandler. “A mis mejores amigos no los he visto nunca” ]

 

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