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ENSAYOS
Michel de Montaigne
DE LA INCONSTANCIA DE NUESTRAS ACCIONES
Los que se emplean en el examen de las acciones humanas nunca se encuentran en una situación tan embarazosa como cuando pretenden armonizar y presentar bajo el mismo tono los actos de los hombres, los cuales se contradicen comúnmente de tan extraña manera que parece imposible que pertenezcan a una misma cosecha. El joven Mario se mostró unas veces hijo de Marte, e hijo de Venus otras. Del pontífice Bonifacio VIIII se dice que entró en el ejercicio de su cargo como un zorro, que se condujo como un león y que murió como un perro. ¿Y quién hubiera creído jamás de Nerón, imagen verdadera de la crueldad, que al presentarle para que la firmase una sentencia de muerte, respondiese: «¡Pluguiera a Dios que nunca hubiera aprendido a escribir!». Tal dolor le ocasionaba la condenación de un hombre. Ejemplos semejantes son abundantísimos; cada cual puede hallarlos en sí mismo, y yo encuentro algo extravagante comprobar que las personas con entendimiento se obstinen en armonizar actos tan contradictorios, en vista de que la irresolución me parece el vicio más común y visible de nuestra naturaleza, como lo acredita este famoso verso de Publio, el poeta cómico:
“No es un plan excelente el que no puede modificarse”.
(A. GELL)
Puede haber un asomo de razón en juzgar a un hombre por los rasgos más comunes de su vida, pero en atención a la natural estabilidad de nuestras costumbres e ideas, entiendo que hasta los buenos autores hacen mal obstinándose en formar del hombre una contextura sólida y constante: eligen un principio general, y de acuerdo con él ordenan e interpretan las acciones, y si no logran acomodarlas a la idea preconcebida, disimulan las que no entran en su patrón. Augusto escapa a sus apreciaciones, pues en ese hombre se reunieron una variedad de actos tan rápidos y distintos durante todo el curso de su vida, que no ha sido posible, ni siquiera a los historiadores más arriesgados, formular sobre él un juicio estable. Creo que la cualidad dominante en los hombres es la inconstancia; la cualidad contraria rara vez se ve en ellos. Es difícil encontrar en toda la antigüedad una docena de hombres que hayan dirigido su vida conforme a los principios seguros, lo cual constituye el fin principal de la filosofía; comprenderla en conjunto, dice un escritor antiguo, y no acomodarla a nuestra vida, es querer y no querer constantemente una misma cosa; yo me permitiría añadir: siempre y cuando que la voluntad fuese justa, pues si no lo es, es imposible que sea constantemente una. En efecto, yo sé de antiguo que el vicio no es más que desarreglo y falta de medida y, por consiguiente, es imposible suponerle constancia. Se atribuye a Demóstenes la siguiente máxima: «El fundamento de toda virtud es la deliberación; y su fin, la perfección y constancia». Si mediante la razón emprendiéramos determinado camino, tomaríamos el mejor, mas nadie ajusta su conducta a este pensamiento:
“Abandona lo que quería poseer; de nuevo vuelve a lo que ha dejado; siempre flotante, él mismo se contradice sin cesar.”
(HORACIO)
Nuestra ordinaria manera de vivir consiste en ir tras las inclinaciones de nuestros instintos; a derecha e izquierda, arriba y abajo, conforme las ocasiones se nos presentan. No pensamos lo que queremos, sino en el instante en que lo queremos; y experimentamos los mismos cambios que el animal que adopte el color del lugar en que se lo coloca. Lo que en este momento nos proponemos, lo olvidamos enseguida; luego volvemos sobre nuestros pasos, y todo se reduce a movimiento e inconstancia;
“Nos dejamos llevar como el autómata sigue a la cuerda que le conduce.”
(HORACIO)
Nosotros no vamos, somos llevados, como las cosas que flotan, dulcemente o con violencia, según el agua baje briosa o serena:
“¿Acaso no vemos que el hombre busca siempre algo, sin saber lo que desea, y que cambia sin cesar de lugar como si así pudiera verse libre de la carga que le abruma?”
(LUCRECIO)
cada día un capricho nuevo; nuestras pasiones se mueven al compás de los cambios atmosféricos:
“Los pensamientos de los mortales, sus duelos y alegrías, cambian con los días que Júpiter les envía.”
(HOMERO)
Flotamos entre pareceres diversos; nada queremos de manera absoluta y constante, tras una libre deliberación. Si alguien trazara y estableciera determinadas leyes y un régimen concreto de vida, veríamos brillar en su conducta una armonía cabal, y descubriríamos en sus costumbres un orden y una correlación infalibles, que se extendería a todos los actos de su existencia. Empédocles advirtió la siguiente contradicción en los agrigentinos, quienes se entregaban a los placeres como si hubieran de morir al día siguiente, y proyectaban su vida como si hubiera de durar siempre. El plan de vida sería bien fácil de realizar, como puede verse por el ejemplo de Catón el joven: quien ha tocado una tecla, las ha tocado todas; es una armonía de sonidos bien acordados que no puede desmentirse. No seguimos nosotros tan prudente ejemplo; formamos tantos juicios particulares como actos realizamos. Lo más seguro, en mi opinión, sería ir acomodando nuestras opiniones a las circunstancias inmediatas, sin entrar en una investigación más detenida, y sin deducir ninguna otra consecuencia.
Durante los estragos que ha padecido nuestro pobre Estado me contaron que una muchacha nacida cerca del lugar en que yo me hallaba, se había precipitado de lo alto de una ventana para escapar de los ardores de un soldado, huésped suyo; la caída la dejó con vida, y para no dejar a medias lo que había emprendido intentó clavarse en la garganta un cuchillo. Consiguieron impedir que se matase, pero la chica quedó gravemente herida. Confesó después la joven que el soldado no había empleado con ella más que ruegos, solicitaciones y regalos, pero que sintió miedo de que lograra su propósito; al hablar así, sus palabras, su cuerpo e incluso la sangre que brotaba de su cuerpo daban testimonio de su virtud, cual si fuera una nueva Lucrecia. Pues bien, yo he sabido que antes y después de este suceso la muchacha había sido una mujer más bien alegre, y no tan difícil de abordar. Como dice el cuento: «Por hermoso y honrado que seas no deduzcas, al no conseguir tu propósito, que tu amada es casta e inviolable; no puede asegurarse que algún mulatero no aproveche el cuarto de hora que la dejas sola para encontrarse con ella».
Antígono le tomó tanto afecto a uno de sus soldados por su esfuerzo y valentía, que ordenó a sus médicos que le curasen de una larga enfermedad que le venía atormentando hacía mucho tiempo; y al advertir después de la curación que cumplía flojamente con sus deberes, le preguntó quién le había cambiado y hecho cobarde. «Vos mismo, señor —respondió el soldado—, al descargarme de los males que me hacían la vida indiferente.» Un soldado de Lúculo fue desvalijado por sus enemigos y llevó a cabo contra ellos una lucida hazaña; cuando consiguió restablecerse de la pérdida, Lúculo le tuvo en consideración, y quiso emplearle en una expedición arriesgada valiéndose de las mejores advertencias que se le ocurrieron para animarle
en términos capaces de animar al más tímido (HORACIO):
«Servíos —le contestó— de algún miserable soldado saqueado»,
Grosero y todo como era, respondió:
«Irá allí quien haya perdido su caudal»
(HORACIO)
y rechazó resueltamente ir donde se le mandaba. Cuando leemos que Mahoma ultrajó y trató con dureza excesiva a Chasán, jefe de los jenízaros, porque a pesar de ver sus tropas malparadas por las de los húngaros se conducía cobardemente en el combate, y que Chasán por toda respuesta se lanzó solo, furiosamente, en el estado en que se encontraba, con las armas en la mano, contra el primer cuerpo enemigo que se presentó ante sus ojos, debemos considerar que una acción así no se debe al valor, sino a la enajenación, no es una proeza, sino un despecho. Aquel a quien ayer visteis tan dado a las aventuras no os extrañe verlo mañana apoltronado; fueron la cólera, la necesidad, la compañía, el vino o el sonido de una trompeta que le llevaron a hacer de tripas corazón; su arrojo no tuvo como origen el sereno raciocinio, las circunstancias le impelieron, y no es ninguna maravilla que ante circunstancias contrarias se haya vuelto un hombre distinto. Esta variación y contradicción que se ven en nosotros han sido causa de que algunos piensen que tenemos dos almas, y que otros consideren que estamos animados por dos fuerzas distintas, que nos acompañan y agitan de modo diverso: hacia el bien la una y la otra hacia el mal, porque no concibieron que tan brusca diversidad de actos emanaran de un solo espíritu.
No solo me afectan los accidentes exteriores, sino que además yo mismo experimento alteración y mudanza por la inestabilidad de mi posición; y quien se examine detenidamente encontrará que el mismo estado de espíritu rara vez se repite dos veces. Yo imprimo a mi alma ya un aspecto, ya otro, según el lado hacia donde la inclino. Si de mí mismo hablo unas veces de diverso modo que otras, es porque me considero también diversamente. Todas las ideas más contradictorias se encuentran en mi alma, en algún modo, conforme a las circunstancias y a las cosas que la impresionan: vergonzoso, insolente; casto, lujurioso; hablador, taciturno; laborioso, negligente; ingenioso, torpe; malhumorado, de buen talante; mentiroso, veraz; sabio, ignorante; liberal, avaro y pródigo; todas estas cualidades las veo en mí sucesivamente, según la dirección hacia donde me inclino. Quien se estudie atentamente encontrará en sí mismo, incluso en sus juicios más queridos, igual volubilidad y discordancia. Yo no puedo formular ningún juicio sobre mí mismo que sea concluyente, sencillo y sólido, sin confusión y sin mezcla, ni tampoco resumirlo en una palabra: «distinto» es el término más universal de mi lógica.
Aun cuando yo me incline siempre a elogiar las buenas obras y a interpretar más bien en buena parte las acciones que muestran ser dignas de alabanza, sucede que la singularidad de nuestra condición hace que por el vicio mismo muchas veces seamos impulsados a practicar el bien (si el obrar bien no se juzgase por la sola intención que lo guía), de manera que un hecho valeroso no presupone un hombre valiente: el hombre de verdad valeroso lo sería en todas las ocasiones. Si se tratara realmente de una virtud arraigada y no de un rasgo imprevisible, la acción valerosa haría al hombre igualmente resuelto para afrontar todos los accidentes que le sobrevinieran: tanto si se encuentra solo como si está acompañado, en la privacidad de su casa solariega igual que en medio de una batalla, pues se diga lo que se diga no hay distinto valor en la calle que en campo raso; soportaría una enfermedad en su cama con la misma valentía que una herida en un campamento, y no temería la muerte en su lecho como no le tiene miedo al encontrarse en un asalto; no veríamos al mismo hombre conducirse unas veces con bravura y atormentarse luego por la pérdida de un hijo o por la de un proceso; el cobarde lo sería hasta la infamia, y el hombre firme seguiría siéndolo ante la miseria; y no existiría esa clase de hombre capaz de mantenerse firme contra la espada de sus adversarios y que tiembla delante de la navaja de afeitar que blande su barbero. La acción es digna de alabanza en todos esos casos, no el hombre que la realiza. Algunos griegos, dice Cicerón, no podían soportar la visión del enemigo, y en cambio resistían tranquilos las enfermedades. Los cimbrios y los celtíberos experimentaban lo contrario:
«Para seguir una conducta uniforme es necesario tomar como punto de partida un principio invariable».
(CICERÓN)
No hay valor que pueda compararse, en el orden militar, con el de Alejandro Magno, pero el esfuerzo de su ánimo, aunque de una sola especie, y en esta misma incomparable, como todo, tiene todavía sus puntos débiles, los cuales hacen que le veamos descomponerse ante las más leves sospechas de las maquinaciones que los suyos tramaban contra su vida, y conducirse ante ellas con vehemente injusticia y con un temor que oscurecía las luces de su razón. La superstición, que también le dominaba, es de algún modo prueba de pusilanimidad; y el exceso de penitencia que hizo con motivo de la muerte de Clito testifica igualmente la desigualdad de su ánimo. Nuestra conducta se compone de partes heterogéneas y desligadas, con las cuales pretendemos alcanzar un honor ilegítimo. La virtud no consiente ser practicada sino por ella misma, y si muchas veces se aparenta su aspecto para ejecutar un acto que se aparte de ella, después nos arranca la máscara del semblante. Se trata de una virtud de fachada, muy colorida, que se despega después del alma y la hace añicos. He aquí por qué, para juzgar a un hombre, es preciso seguir sus pasos desde los comienzos y cuestionarse los pormenores más nimios; si la constancia no se descubre en sus acciones, «de modo que siga sin desviarse jamás el camino que se ha trazado» (CICERÓN); si la variedad de acontecimientos modifica la dirección de sus pasos (no digo la rapidez, porque el paso puede apresurarse o acortarse), descartarlo como un hombre verdaderamente virtuoso, sigue la dirección adonde el viento le lleva, como reza la divisa de nuestro Talebot.
No es ninguna maravilla, dice un escritor antiguo, que la contingencia tenga tanto poder sobre nosotros, pues vivimos en la contingencia. Quien no ha enderezado su vida hacia un determinado fin es imposible que pueda ser dueño de sus acciones particulares; es imposible que ponga en orden las piezas que componen el conjunto, ¿cómo lo haría sin un vislumbre cabal de esa idea general? ¿Para qué serviría la provisión de colores a quien no supiera lo que tenía que pintar? Ninguno hace de su vida un designio determinado, ni delibera sino por parcelas. El arquero debe conocer primero el objetivo hacia donde dirige el dardo; luego acomodar la mano, el arco, la cuerda y los movimientos: nuestros consejos nos extravían porque carecen de dirección y de fin; ningún viento sopla para el que no se dirige a un puerto determinado. No soy del parecer de los jueces que dictaminaron que Sófocles era apto para el manejo de las cosas domésticas contra la acusación de su hijo, por haber presenciado la representación de una de sus tragedias; ni apruebo tampoco lo que los parios conjeturaron cuando les enviaron a reformar a los milesios: al visitar aquellos la isla se fijaron en las tierras que estaban mejor cultivadas y en las casas de labor mejor gobernadas; registraron el nombre de los dueños de unas y otras, reunieron luego a los habitantes de la ciudad y confirieron a aquellos los cargos de gobernadores y magistrados, juzgando que como eran cuidadosos en sus negocios privados también lo serían en los negocios públicos. No somos más que seres fragmentarios dentro de un contexto tan informe y diverso que cada pieza de las que nos forman, y cada momento de nuestra vida, hacen un juego distinto, y son inmensas las diferencias entre nosotros y el resto de los hombres:
«Vivid persuadido de que es bien difícil ser constantemente el mismo hombre».
(SÉNECA)
Puesto que la ambición puede enseñar a los mortales la práctica del valor, la de la templanza, la de la liberalidad y hasta la de la justicia; puesto que la codicia puede llevar bríos al pecho de un marmitón educado en la ociosidad y hacer que se lance muy lejos del hogar doméstico a merced de las olas de Neptuno irritado, en un frágil barco; puesto que también enseña la discreción y la prudencia, y puesto que Venus provee de resolución y arrojo a la juventud que permanece todavía bajo la disciplina y la vara, al tiempo que subleva el tierno corazón de las doncellas, aún en el regazo de sus madres:
“Instigada por Venus la joven pasa furtivamente junto a los que la vigilan, y sola, durante la noche, se dirige en busca de su amante:
no es de ningún modo cuerdo ni sensato el juzgar”
(TIBULO)
no es de ningún modo cuerdo ni sensato el juzgarnos solamente por nuestras acciones exteriores, es preciso introducir la sonda hasta lo más recóndito de nuestra alma y ver cuáles son los resortes que la ponen en movimiento. Empresa ardua, elevada y sujeta a mil conjeturas, en la que yo quisiera ver ocupados a muy pocos, por las muchas dificultades que encierra.
[ Fragmento de: Michel de Montaigne. “Ensayos” ]
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