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LA GALLINA CIEGA
MAX AUB
(...)
4 de septiembre (1969)
San Pío V, ¡tan hermoso por afuera y tan horrendo por dentro! ¿A quién se le ocurriría traer aquí el museo? A ése sí: fusilarlo.
Ha sido convertir el segundo museo de España en otro cualquiera de una ciudad cualquiera. Ya no se ve nada de lo que se debe ver. En San Carlos había distancias si no espacio para todo. Aquí no se ve nada, todo en la punta de la nariz, encerrado, sin luces o tan inadecuadas que en vez de enseñar, matan y, al sobrar sitio, se expone un sin fin de mediocridades que ahogan lo que de bueno tenía. Sin vista, sin el lugar debido resulta un amontonamiento de cuadros que pierden sus calidades y cualidades. No hay arreglo. Habrá que hacer, el día de mañana, un museo de planta, un museo de verdad, un museo nuevo. ¡Menos Plan Sur y más museo, por favor!
Así se lo digo al conserje, al salir. Me mira estupefacto. Mi sobrino, el que hoy me acompaña, se muere de risa. Él qué sabe, no vio San Carlos. Quedan las guías viejas. Que de este nuevo —es un decir—
todavía no la hay, ni falta que hace. Se me cae la cara de vergüenza. He visto algunos museos nuevos, con años de diferencia. En todas partes ha sido para mejorar. Sea porque los destruyeron, como en Frankfurt, o los transformaron, como en Génova. Es la primera vez que entro en un rehecho y aun en edificio si no nuevo escogido, supónese que como mejor que el antiguo y cuyo resultado (evidentemente previsible) es lamentable. ¿Cómo han permitido este atentado a la cultura, ahora sí: del pueblo? Es ridículo —puesto a pensarlo un minuto— que lo pregunte. Pero estoy auténticamente furioso. Mi sobrino se ríe.
La definición de Toynbee: «La política es una carrera de velocidad entre la educación y la catástrofe», parece haber sido inspirada teniendo a España por modelo pero sin que la educación haya llegado a tomar la salida. Claro que hay el precedente de la tortuga.
El caparazón de ignorancia que el régimen ha echado sobre cada español medio —de plomo e incienso— es quizá, para ellos, la definición de la felicidad tal como el comunismo puede ofrecerlo en la URSS y en Checoslovaquia, hasta que dejen de respirar. En general los españoles están muertos; Larra dijo lo mismo en condiciones parecidas y Cernuda lo repitió hace años en Londres. Goya y Picasso morirán en Francia.
¿Quién ha enseñado a los españoles lo que la cultura y la historia han hecho comprender estos últimos lustros a los que cuentan?
¿Quién enseña a la juventud que la religión católica no es más que una más, como lo han comprendido hoy en Roma?
Ni Voltaire ni Marx ni Freud durante décadas. (Ahora se dice que cambia [no lo advierto], pero el mal grande de 1940 a 1960 y tantos [¿cuántos?], ¿quién lo curará? ¿Quién les puede hacer suponer —o qué— la existencia de otras civilizaciones? Y aun de ésta ¿qué saben como no sea lo estrictamente científico y técnico?).
—¿O quieres olvidar la palabra divina? Acuérdate del Eclesiastés.
—¿Qué tiene que ver?
—3.12: «Y reconocí que entre ellos (los hombres) no hay otra felicidad que estar alegres y procurar el bienestar de su vida». Y el 13: «Y, con todo, que cualquier hombre coma y beba y goce el bienestar de su trabajo, es don de Dios».
—Amén.
—El mundo se ha hecho con esa finalidad y ten en cuenta que te cito el Eclesiastés, es decir, el pesimista por excelencia. Y ahora, cuando viene el enviado del Señor (¿quién puede dudar que es Franco?), y nos acerca y nos concede, como nadie hasta hoy, la santa beneficencia del cielo ¿vais a venir vosotros, heraldos de un pasado muerto y putrefacto, a hablarnos de moral y de castigos divinos y humanos? No, hermano mío del alma, no. Que Dios te socorra. Nosotros hemos encontrado nuestro camino. A lo peor, no te lo niego, es una añagaza del Maligno.
Pero entonces es que la Biblia no es más que el biombo de Satanás. Y me parece un poco fuerte, y no eres de la ETA (no eres vasco) aunque por valenciano a medias me hueles un poco a azufre.
—Valencia —salta P., como siempre que se habla de su tierra— fue considerada durante años como un campo de concentración. Se lo dijo el gobernador civil a un grupo de señoras que fue a protestar por la falta de entrega de un racionamiento de aceite.
—¿Quién se acuerda de eso? Ahora todo es Plan Sur, chorizos y morcillas y arroz.
—Y horrores en la playa.
—No te quejes. Está igual que antes. Lo que sucede es que ahora lo ves con ojos de viejo. A tus nietos les encanta.
—Esa suciedad…
—A tus nietos les encanta. Deja por lo menos que haya unos kilómetros de playa donde no encuentres franceses.
—Es que, a pesar de todo, los hay.
—Antes se comía mejor.
—No lo sé. No me tocó. Yo he comido como Dios.
¡Y éstas fueron las playas dónde pasé tantos años encantados!
—Estabas encantado.
—Aún lo estoy.
Pasa el trenet.
—Todo sigue tan cochambroso.
—¿No te quejas de que todo había cambiado?
—En mal.
—En mal y en bien. No hables por hablar. Cambiado, normalmente, como si no hubiese habido guerra. En el fondo, es lo que te molesta.
Tal vez.
«Las Arenas». Mi juventud. El edificio de la izquierda ha desaparecido. Han hecho otro que no corresponde al de los «baños calientes» en cuya planta baja di mi primera «conferencia». La playa está más ancha, el mar se ha retirado, tal vez por asco. Ya nada se parece a nada. Ahí está el chalet de Enrique Zarranz. Al jardín se lo ha comido una nueva construcción. Quedan pocas adelfas. Algunas palmeras. No, no se parece en nada. El centro —la entrada— está asfaltado, hay juegos para los niños. Tal vez no esté mal. No lo sé, no puedo juzgar.
Al salir, ahí los tranvías, más o menos los mismos. Enfrente vivían los Halffter, allí los Plá, allí nosotros y más allá también. Al final está la Malvarrosa. Todo tiene evidentemente cincuenta años más, medio siglo, como yo. Yo no; lo veo con los ojos de entonces. Y está más viejo. Es la diferencia: que con medio siglo más la mayoría de la ciudad, del campo, está recién construido, crecido, nuevo. Y esto sigue estando —más o menos— como entonces, como estoy, renqueante sólo por fuera.
La calle de la Reina, nuestra primera casa en Valencia; también igual. Sólo ha pasado el tiempo, sólo. Al llegar al Grao y enfilar hacia la ciudad todo empieza a rejuvenecer: algunos puentes nuevos, y luego las calles y las casas, de ayer mismo.
En una taberna:
—Nosotros, los españoles, somos gente decente, porque no sabemos entendernos los unos con los otros.
Lo decía en serio, el muy bruto, satisfecho.
—Ése es el anarquismo.
—Pareces aprobarlo.
—Con toda el alma. ¿O prefieres que venga el tío Paco con la rebaja y siegue cualquier cabeza que sobresalga?
—¿No hay término medio?
—El clima de España es muy extremado.
—Lo peor es que no le das importancia.
—¿Para qué?
Quise sentarme a escuchar. Rafael, prudente como siempre, me arrastró afuera.
—¿Quién te dice que no son provocadores?
—Nadie. Pero ¿quién te asegura que lo son?
—Nadie.
—¿Entonces?
—Por si acaso.
—Así no iremos a ninguna parte.
—El español de hoy, el español de ayer, supongo que el de mañana, llevará muy en alto, desplegada, negra, una gran bandera en la que se lea: «Muy lejos de nosotros la funesta manía de entendernos…».
—Todos creíamos que era mozuela… —Comenta uno de mi edad.
—Y las firmas de Azaña, Primo de Rivera, Largo Caballero, Negrín, Prieto, Franco, Giner, Fernando de los Ríos, José María Alfaro —primo de Rafael Alberti—, del Noy del Sucre, de Durruti, de Ascaso, de Picasso, de Miró y de Dalí, de Federico, de Miguel, de San Francisco de Asís y de Buñuel, de Juan Larrea y de Prisciliano, el que está en Santiago metiéndonos el dedo… y San Vicente Ferrer, con el índice en alto, bautizando a cien mil judíos de una vez y viendo si llueve o por dónde sopla el viento…
—Ése es Jaime el Conquistador.
El tabernero dormita su gordura. Todos tienen mi edad. Estamos solos.
—La hora de todos.
—Trabajan…
—¿Qué te habías creído?
—Lo grandioso es que esperaba que todo estuviese tal y como lo encuentro.
—¿De qué te quejas entonces?
—De haber acertado.
El mercado. El Tros-Alt. Las calles estrechas, las escaleras retorcidas, oscuras, irregulares. Casas ¿de cuándo? ¿Del XIX, del XVIII, del XVII? Amparito… Como si fuese la Paca de mis doce años.
Esa Valencia señera y señora que, estando ahí, no ven. Señalan los bares:
—¡Qué clóchinas, tío!
—¡Qué cerveza!
Los mejillones pican como diablos. Los pido como antes. Me miran extrañados. Me los traen.
—¿A quién se le ocurrió pensar que la vida no tenía más que un sentido? (A la derecha o a la izquierda, de ida y no de vuelta). ¿Cómo pudo creerse que va siempre en la misma dirección? ¿Quién no vio que la derecha de uno es la izquierda del otro, si se enfrenta; de uno mismo en el espejo? La vida, como el viento, tiene todos los cuadrantes a su disposición. A nadie se le ocurrió pensar que el viento soplara siempre en la misma dirección.
—A cualquiera. Basta que se acuerde de lo que le enseñaron en la escuela.
—La vida no tiene sentido. Sólo es camino. Camino sólo.
La playa. El mar. El viento tibio y sereno. La tarde todavía tan caliente. La arena que se te mete por todas partes (¿quién te manda pisarla?). Olillas de la mar, ésas sí incambiadas. Allá, a la izquierda, en el horizonte, si no fuese verano, se verían los altos hornos de Sagunto. Pasan y se van los barcos a la misma distancia que entonces (menos en la primera guerra europea, en que se acogían a la costa). Si los ríos pasan, el mar permanece; por lo menos a la escala del hombre.
El triste monumentillo a Sorolla, por el momento roto, entre brozas, a la entrada de la calle de la Reina.
Y éstos son, Sorolla y Blasco, las auténticas glorias de la Valencia de fin de siglo. ¡Ah!, y los Benlliure.
Poca gente. Tampoco el puerto parece muy boyante. El Club de Regatas, algo remozado, no mucho.
El puerto, la bocana, el faro. Los tinglados, las vías. El tiempo no ha pasado: el Grao, idéntico; algunos solares, no hay que decirlo: posiblemente todavía de algún bombardeo. El Camino Viejo. Ése sí: todo nuevo.
Ni una palabra contra el régimen, ni una a favor. No callan por callar sino porque no tienen nada que decir.
Las uvas, como ningunas: el vino mediocre. Le falta, como a todo, mestizaje.
Los helados, la horchata, tan a menos… ¿O serán los mismos y todo se lo ha llevado el recuerdo?
En las librerías —de nuevo, de lance— pobretería sin locura alguna.
Satisfechos. Los menos, satisfechos de su insatisfacción. Y una vez y otra: ¿dónde mejor? Planes, mejoras evidentes, trabajo, seguro social, comida más que suficiente; prensa sin problemas, más que extranjeros. Que el Grand Marnier sea de Tarragona o de Mataró ¿qué más da estando acostumbrados al coñac vernáculo?
Mejor que en los países socialistas —donde los españoles pueden viajar impunemente y les sobrecoge la tristeza y el silencio de la gente—. Y el champán soviético no vale más o menos que el Codorniú. «Entre aquello y esto, esto», comenta uno que fue enemigo de lo hoy establecido.
—Sí, es diferente, pero a todo se acostumbra uno. Los chicos de hoy ni se dan cuenta de lo pasado.
¿Hasta qué punto vive uno encerrado en sí que es necesario salir y verse en un espejo viejo para darse cuenta de que uno no se ve en las lunas diarias, de que se es otro, de que se fabrica uno su máscara, día a día, y que cuando cae el maquillaje de la costumbre y entrevé la realidad se sorprende tanto que no hay manera de creer lo que se ve? Vives en lo que fue. Vives en lo olvidado. Vives en falso. Lo malo es que existes y no puedes vivir, viviendo, con esto. Y vives. Vives.
—Sí, a destiempo.
—Estoy de acuerdo, pero creí que era otro.
Ésta que fue mi ciudad ya no lo es, fue otra. Esta de ahora, tan parecida a otras, está bien, en excelente estado de conservación para la gente de hoy que se acomoda a ella igual que la de antes a lo que tenía, como es natural. Han tumbado sin respeto ni remedio; abierto avenidas, hecho surgir fuentes, desviado el río. La gente está feliz y orgullosa de tanta novedad. Se comprende, les da la impresión de haber llegado —con la piedra y el cemento— a mayoría de edad. No echan de menos el tiempo pasado, entre otras cosas porque efectivamente el relativamente poco pasado, fue peor. Y como la inteligencia ni entra ni sale, ni va ni viene, ignoran la libertad, no tienen ideas políticas —y de las otras, pocas—, comen a su gusto. ¿Qué más pueden pedir sino comer mejor y pisar calles más anchas? Las tienen, van a misa —tarde— para que acabe la obligación más pronto, hablan alto, toman vermut, cerveza, vino, juegan a la lotería, se apasionan por el fútbol y lo demás les tiene sin cuidado, como no sea la salud. Se acobardan ante cualquier constipado. Jamás hubo tanto boticario, nunca se habló tanto de remedios, ni de boca en boca se recomendaron tantos específicos. Las facultades de medicina están en auge.
Este país convertido a la gula… He aquí la adormidera. Ni fuman ni beben más de la cuenta —que no hay manera de convertir al español en norteamericano a menos de trasplantarlo— pero sí capaces de hacerse tragaldabas en nombre y honor de la patria. —¿Dónde langostinos, langostas, centollos, vieiras, angulas, merluzas, como los de aquí? (¿Qué se sabe en Valencia de los mariscos de Chile o de los bogavantes de Boston?). —¿Dónde hay salchichón como el de Vich? (En cualquier parte donde se le quiera fabricar). Lo que no hay (honor al que honor merece) es jamón comparable al de Sierra Nevada ni pescado frito como el de Málaga ni caracoles como los de Valencia, pero, sobre todo, en ninguna parte tan pequeña y tan barata se reúne tanto para el común de los paladares. (Bien están sus vinos para quienes no conozcan otros y más si les gustan los caldos olorosos andaluces). En ninguna parte hacen tortillas con patatas comparables, únicas bien llamadas españolas y más acompañadas de ajoaceite.
—Ni somos tan finolis que el ajo nos eche hacia atrás. Corderos los asan en todas partes y las vacas y los cerdos pueden tener competidores. Pero donde el español se la echa al más pintado es precisamente en los platos de ingredientes baratos: nada de particular tienen los sabores ibéricos de la perdiz o el faisán, la tórtola o el salmón, la langosta o la trucha, la liebre o los espárragos —con todos, respetos para los de Aranjuez—, lo importante es saber freír los huevos y la merluza, adobar las judías y las patatas, dar su punto a la ensalada y a los garbanzos.
—Quedan los arroces. Pero mejor es comerlos que hablar de ellos.
—Al fin y al cabo cada pueblo depende de lo que come.
—Y del turismo que le toca.
Me llevo un libro de Leopoldo Rodríguez Alcalde, Vida y sentido de la poesía actual, que tengo en México, que leí cuando empecé a escribir aquel absurdo Manual de la Historia de la Literatura Española. Lo ignoro todo de este montañés, aparte de su edad que se adivina fácilmente y de su amistad con Gerardo Diego. Me interesaba volver a echar la vista sobre unas páginas que me solevantaron y que ahora, sin embargo, encuentro justificadas por «el estado de la nación» y la reacción de algunos que se oponen, generalmente por ignorancia, a mis juicios acerca de la poesía española contemporánea. Sin duda el mediado —de edad— Rodríguez Alcalde conoce su tema, está enterado, pero cuando se trata de política —y de religión, si no es lo mismo— se alza dispuesto a patear al menos pintado. Doy con facilidad con lo que busco (dejando aparte su disparatado elogio del poema de Claudel acerca de los obispos españoles): «Pocos nombres… para formar una plana mayor de la poesía católica española. Es curioso —doloroso, mejor dicho— el fenómeno de esta relativa pobreza de la inspiración cristiana en un país católico hasta los tuétanos, en cuya tierra ganó hace poco la religión una de sus más duras batallas». Tal vez el entonces joven Leopoldo no fuese un águila y menos de la Iglesia; el Opus ganará la batalla de Matesa. (Suena bien: «el vencedor de la batalla de Matesa», «el señor conde de Matesa…».). Conque Dámaso y Cernuda, poetas católicos, apostólicos y romanos… ¿Por qué no? En cuanto a Ernestina de Champourcin no hay problema, es de la familia hasta las cachas, y buena poetisa. Consuélese el autor con ella. Los otros son de otro calibre.
Su panorama de la poesía española en 1936 (págs. 193 a 205) es totalmente falso. Baste un ejemplo de su sectarismo (feroz como lo es en el fondo el de toda persona bien enterada), al hablar de Cruz y Raya la define como: «La revista que pudo ser emblema del catolicismo intelectual español y de la más acertada exigencia literaria y que, por entuertos cuyo recuerdo podemos ahorrarnos, se preocupó exclusivamente de la importancia del Demonio…».
La guerra: «Los versos de esta hora de Antonio Machado son de lo peor de su obra», lo que es falso. ¿Cuándo escribió mejor? Miguel Hernández «encuentra alguno que otro vibrante destello en el fárrago grandilocuente y monótono de Viento del pueblo». Lo más de Alberti «carece de valor»; en cambio, León Felipe, «a pesar de muchos dislates de visionario y del empaque atronador de falso profeta, consigue en sus restallantes versículos de ira o de sarcasmo una altura que nunca alcanzara antes. No hablemos del mitinero diluvio de los poetas de segunda fila, en este caso muy al nivel de sus admiradores». Sin hablar de «esa mezquina y chabacana perorata que Pablo Neruda tituló España en el corazón».
Luego empiezan a desfilar los Garcilasos y su única revelación: Dionisio Ridruejo. Los otros poetas de mi generación que «entre 1934 y 36 […] editan, en forma definitiva y cuidada, la totalidad de su obra lírica». (No invento, léase en la p. 195).
Así, de un plumazo nada han escrito después de esa fecha ni José Moreno Villa ni Luis Cernuda ni Manuel Altolaguirre ni Juan José Domenchina ni Pedro Salinas ni Jorge Guillén ni José Bergamín ni Juan Ramón que, según el señor Rodríguez, acaba en Canción. Naturalmente nunca nacieron Francisco Giner de los Ríos ni Juan Rejano.
Traigo este libro a cuento porque lo publicó en 1956 la Editora Nacional y parece escrito por un hombre de buena fe y de los que posiblemente se consideraban, en aquel entonces, «progresistas», católicos, pero «progresistas», y que no nos consideraba, a nosotros, los «rojos», como demonios, naturalmente apestados. Da juicios. Juzga. Y lo terrible es que este libro, estos libros, reflejan perfectamente el estado de espíritu, el saber de la generación de los que pudieron tener 20 años en 1956 y los nacidos en la guerra. De los posteriores todavía no sabemos gran cosa. Espero que no se parezcan a sus padres.
Habla con emoción, yo también lo hice, de un compañero suyo de generación que pone en su lugar: José Luis Hidalgo. Leopoldo Rodríguez Alcalde fue su compañero de quinta como debieron serlo, más o menos, José Hierro y José Luis Cano. «Y mientras tanto la tormenta se aproximaba, sin que los lectores de Unamuno o de Zweig se dignaran darse por enterados». ¿Lo dice por la muerte de los dos? ¿O por la de tantos otros? ¿Con qué no nos dignábamos darnos por enterados? ¡Ay Leopoldo Rodríguez Alcalde, falangista de aquel entonces (ahora no lo sé)! Y ese terrible nacionalismo español: los jóvenes castellanos supieron matar y morir mientras «en otros lugares de Europa… parte de la juventud, carcomida de molicie y saturada de snobismo respondió con un cansado encogerse de hombros a la llamada de combate». ¿Quiénes, ilustre combatiente español? ¿Los ingleses? ¿Los alemanes? ¿Los rusos? ¿O los polacos o los checos? Ni siquiera los franceses: otros eran sus males y los jóvenes de la otra vertiente de los Pirineos se batieron igual que los de la nuestra. Tal vez no los generales. Los vi y respondo: no de los estrellados o galoneados. ¿Lo asegura por los jóvenes norteamericanos o por los japoneses?
Ahí está el mal. Donde menos se piensa se tropieza con ese cáncer de la superioridad del macho castellano (¡no digamos montañés!); esa malignidad que roe las entrañas del país y le hace despreciar «cuanto ignora» (p. 224). Existía, luchamos contra ello —¡y con qué furia al principio, los del 98!— pero la victoria de la Cruzada no hizo mal peor que dorar esa presunción que impedirá a España volver al puesto que merece más que cuando a fuerza de verdades recobre la humildad que el catolicismo —que tanto ensalza esa virtud— se lo haya borrado de la mente. ¡Oh tristes españoles que os creéis superiores, por el hecho de ser coterráneos del Cid, a cualquier otro hombre que no haya tenido la suerte de nacer en la península! Lo olía, desde afuera, en la boca de cualquiera; adentro puede no llamar la atención por ser tan general el fenómeno. Pero a poco que uno rasque la epidermis de los más, se verá surgir esa sangre envenenada.
Han pasado cerca de quince años. A pesar de rectificaciones menores, por las reacciones a lo poco que digo, veo que siguen siendo sangre esas tesis, no sólo ya oficiales. Para llegar, venderse; ya sé: no es novedad. Pero ¿es razón?...
(continuará)
[ Fragmento de: Max Aub. “La gallina ciega” ]
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