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JUAN DE MAIRENA
Antonio Machado.
IV
Una gran plancha de Juan de Mairena y de su maestro Abel Martín
«Carlos Marx, señores —ya lo decía mi maestro—, fue un judío alemán que interpretó a Hegel de una manera judaica, con su dialéctica materialista y su visión usuraria del futuro. ¡Justicia para el innumerable rebaño de los hombres; el mundo para apacentarlo! Con Marx, señores, la Europa, apenas cristianizada, retrocede al Viejo Testamento. Pero existe Rusia, la santa Rusia, cuyas raíces espirituales son esencialmente evangélicas. Porque lo específicamente ruso es la interpretación exacta del sentido fraterno del cristianismo. En la tregua del eros genesiaco, que solo aspira a perdurar en el tiempo, de padres a hijos, proclama el Cristo la hermandad de los hombres, emancipada de los vínculos de la sangre y de los bienes de la tierra; el triunfo de las virtudes fraternas sobre las patriarcales. Toda la literatura rusa está impregnada de este espíritu cristiano. Yo no puedo imaginar, señores, una Rusia marxista, porque el ruso empieza donde el marxista acaba. ¡Proletarios del mundo, defendeos, porque solo importa el gran rebaño de hombres! Así grita, todavía, el bíblico semental humano. Rusia no ha de escucharle». (Fragmento de un discurso de Juan de Mairena, conocido por sus discípulos con el nombre de «Sermón de Rute», porque fue pronunciado en el Ateneo de esta localidad).
V
Las clases de Mairena
Juan de Mairena hacía advertencias demasiado elementales a sus alumnos. No olvidemos que estos eran muy jóvenes, casi niños, apenas bachilleres; que Mairena colocaba en el primer banco de su clase a los más torpes, y que casi siempre se dirigía a ellos.
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Apuntes tomados al oído por discípulos de Mairena
Se dice que vivimos en un país de autodidactos. Autodidacto se llama al que aprende algo sin maestro. Sin maestro, por revelación interior o por reflexión autoinspectiva, pudimos aprender muchas cosas, de las cuales cada día vamos sabiendo menos. En cambio, hemos aprendido mal muchas otras que los maestros nos hubieran enseñado bien. Desconfiad de los autodidactos, sobre todo cuando se jactan de serlo.
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Para que la palabra «entelequia» signifique algo en castellano ha sido preciso que la empleen los que no saben griego ni han leído a Aristóteles. De este modo, la ignorancia, o, si queréis, la pedantería de los ignorantes, puede ser fecunda. Y lo sería mucho más sin la pedantería de los sabios, que frecuentemente le sale al paso.
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Sobre el barroco literario
El cielo estaba más negro
que un portugués embozado,
dice Lope de Vega, en su Viuda Valenciana, de una noche sin luna y anubarrada.
Tantos papeles azules
que adornan letras doradas,
dice Calderón de la Barca, aludiendo al cielo estrellado. Reparad en lo pronto que se amojama un estilo, y en la insuperable gracia de Lope.
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Eruditos
El amor a la verdad es el más noble de todos los amores. Sin embargo, no es oro en él todo lo que reluce. Porque no faltan sabios, investigadores, eruditos que persiguen la verdad de las cosas y de las personas, en la esperanza de poder deslustrarlas, acuciados de un cierto afán demoledor de reputaciones y excelencias.
Recuerdo que un erudito amigo mío llegó a tomar en serio el más atrevido de nuestros ejercicios de clase, aquel en que pretendíamos demostrar cómo los Diálogos de Platón eran los manuscritos que robó Platón, no precisamente a Sócrates, que acaso ni sabía escribir, sino a Jantipa, su mujer, a quien la historia y la crítica deben una completa reivindicación. Recordemos nuestras razones. «El verdadero nombre de Platón —decíamos— era el de Aristocles; pero los griegos de su tiempo, que conocían de cerca la insignificancia del filósofo, y que, en otro caso, le hubieran llamado Cefalón, el Macrocéfalo, el Cabezota, le apodaron Platón, mote más adecuado a un atleta del estadio o a un cargador del muelle que a una lumbrera del pensamiento». No menos lógicamente explicábamos lo de Jantipa. «La costumbre de Sócrates de echarse a la calle y de conversar en la plaza con el primero que topaba, revela muy a las claras al pobre hombre que huye de su casa, harto de sufrir la superioridad intelectual de su señora». Claro es que a mi amigo no le convencían del todo nuestros argumentos. «Eso —decía— habría que verlo más despacio». Pero le agradaba nuestro propósito de matar dos pájaros, es decir, dos águilas, de un tiro. Y hasta llegó a insinuar la hipótesis de que la misma condena de Sócrates fuese también cosa de Jantipa, que intrigó con los jueces para deshacerse de un hombre que no le servía para nada.
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[ Fragmento de: Antonio Machado. “Juan de Mairena” ]
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