jueves, 3 de noviembre de 2022


 

[ 270 ]

 

CONTRA EL SUEÑO PROFUNDO

 

Peter Handke

 

 

AUSTRIA Y LOS ESCRITORES

(a través del ejemplo de Franz Nabl)

 

 

A la memoria de Alfred Holzinger

 

 

1

 

En Austria el trato con los escritores es muy superficial, es decir, como escritor sólo te conviertes en personaje público si también tienes interés como personaje privado, o te haces el interesante. Y entonces no eres interesante para el público como escritor, como alguien que formula para otros los disimulados, reprimidos deseos y preocupaciones de la época o simplemente de sus días sin ton ni son, sino como una cara más entre las muchas caras conocidas de prensa y televisión. Para el público eres indistinguible de un cantante de cámara, una esquiadora, un moderador y la chimpancé Judy de Daktari; se te acosa como a una figura del mundo del espectáculo, no importa qué tipo de trabajo hayas lanzado a este entorno de titiriteros en el que te sientes extraño, y al que, no obstante, crees necesitar también un poquito, porque pretendes hacer un asunto público de lo que escribes. Ese asunto público, sin embargo, solamente eres tú, y ni siquiera tú mismo, sino si llevas las uñas sucias o la camisa abierta… El patriotismo histérico de un pequeño país convierte a todos los individuos diferentes entre sí en ARTÍCULOS DE EXPORTACIÓN, en EMBAJADORES DEL PAÍS, sin importar un pepino el contenido. Las correspondientes secciones de los periódicos se llaman «Austriacos en el extranjero» y allí se van cantando las hazañas y fechorías de la exportación cultural, como en el periodicucho patriotero se cantan los éxitos de los héroes locales del curling en el pueblo vecino. Los escritores, como grupo determinado de ciudadanos mediante cuyo trabajo la propia vida se podría leer, interpretar o entender de otra manera, no existen en la conciencia austriaca. Y esto incluye a los venerados escritores de antaño que han quedado reducidos a personajes citados, a reliquias.

 

Sus nombres son utilizados contra los escritores actuales ignorados, o para congelar a uno de los actuales a quien comparan rápidamente con él, y convertirlo en reliquia. La palabrería austriaca sobre la tradición es el balbuceo de gente sin historia. La historia: el corolario natural de una conciencia de antaño sobre la mía actual; la curiosidad de leer a Ferdinand Kürnberger o a Marie von Ebner-Eschenbach, como si uno entrara en una vieja calle de suburbio donde no ha cambiado nada en mucho tiempo y donde uno ve, no obstante, las estelas de los aviones en el cielo, o se oye, en pleno día, de los televisores en las casas el «canal de misa»… La tradición, en cambio: un embotado empleado de museo que desempolva un objeto de museo. (¿Aman los empleados de museo los cuadros que vigilan? ¿Quién de ellos se llevó jamás uno a casa?). El responsable de este tradicionalismo ahistórico es seguramente el nacionalsocialismo, que volvía a los temas de la historia, en los que podías reconocerte a ti mismo con sensatez, en monumentos mudos y abstractos de la tradición. Y también tiene la culpa el capillismo de los escritores austriacos, donde un determinado círculo reivindica a un poeta, para que acto seguido otro círculo haga caso omiso de ese mismo poeta.

 

En ningún otro país los escritores se presentan entre ellos como enemigos tanto como en Austria. Y si acaso alguna vez unos cuantos de ellos traban amistad, entonces enseguida forman un grupo y aparecen como gang, con un esquema de percepción normalizado, en vez de mantener la independencia de su capacidad perceptiva.

 

Esto tal vez sea adecuado para un partido político, pero no para escritores, para los que no debe haber ningún conocimiento preconcebido, nada dado por supuesto, nada puesto en boca de alguien y pensado previamente hasta el final. De modo que la literatura austriaca no comparece como un grupo de escritores libres que represente ante la sociedad, mediante la escritura, con amabilidad y sensatez, tal vez también con algo de envidia —¿por qué no?—, una forma de vida posible, sino más bien como una caterva animal de humillados y ofendidos. El público, casi con razón, sólo se percata de la caterva. Franz Nabl, por ejemplo, un importante escritor austriaco (Ödhof, Las mujeres de la casa Ortlieb), tuvo que llegar casi a los noventa años para salir como escritor del grupo que, con historias de la literatura murmurantes y vociferantes, le apartaba de nosotros, los autores más jóvenes, y acercársenos, llegando a ser luego uno de nosotros. Yo mismo consideraba a Nabl, por lo que se decía de él y lo que había leído, como alguien que no tenía nada que decir a alguien como yo, y que, sobre todo, no quería decirme nada.

 

A pesar de que mi lectura de él de hacía años reverberaba todavía misteriosamente en mí, sin poner yo nada de mi parte, y seguía haciéndose notar cada vez más. Pensaba a menudo en él y me entristecía que aquellos que le veneraban —sus «acólitos»— le protegieran tanto que casi ahogaban su obra. En la narración Carta breve para un largo adiós le cito descaradamente de memoria, al describir mi propia experiencia infantil de un medio ambiente que de repente podría estallar, y el entorno, el tiempo, el sol, etc., de súbito se convertirían en un monstruo, cosa que, según recordaba, había sido también la sensación fundamental de Nabl… Al final, hace un par de meses, lo vi en persona en su casa en Graz, con la hermosa escalera de madera, de color claro tras años de cepillado. Bebimos mucho aguardiente de serbal, hasta que caí redondo sobre la hierba del jardín. En su balcón leí las conferencias sobre literatura moderna que él había dado en 1933 en Graz, y me asombraba la amabilidad y el altruismo con los que hacía justicia a autores que le debían ser ajenos. Contemplaba a Franz Nabl, y me animé ante esta persona mayor, a pesar de haber tenido miedo antes de no saber decir nada.

 

Hablé mucho y me sentí extrañamente orgulloso de él, pensando que había pasado su vida entera siendo escritor y que ahora me escuchaba a mí, lleno de bondad y dignidad, brindando conmigo. Nos había ofrecido a mis amigos y a mí las butacas más cómodas y él mismo estaba sentado en un taburete sin respaldo. Primero quería rechazarlo, pero luego me parecía bien, no sé si alguien lo entiende.

 

Deberíamos atenernos al escritor individual y a sus trabajos.

 

(1972)

 

 

[ Fragmento de: Peter Handke. “Contra el sueño profundo” ]

 


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