lunes, 28 de noviembre de 2022

 

 

[ 288 ]

 

ESCRITOS CORSARIOS

Pier Paolo Pasolini

 

 

PERROS

 

Febrero de 1975

 

En una carta al «Corriere» el teólogo Don Giovanni Giavini pregunta qué hay de verdad en mi afirmación (en un artículo del propio «Corriere», 30-1-1975) de que San Pablo fuese homosexual y que por parte de los católicos informados no haya habido, sobre este punto, escándalo. (Por otra parte tampoco Don Giovanni Giavini se escandaliza: queda de paso anotado que la homosexualidad de San Agustín es hoy, más bien desde siempre, aceptada, en cuanto es el propio San Agustín que la confiesa). Acerca de San Pablo, que probablemente era inconsciente de su peculiaridad sexual (la cual, rechazada, creaba en él, precisamente, aquel estado patológico que es universalmente admitido, y que a su vez confiesa en las «Epístolas») ha sido necesaria la intervención del psicoanálisis: para interpretar sus síntomas, para intentar un diagnóstico. Véase, de fuente católica «desobediente», Émile Gilabert, Saint Paul ou le colosse aux pieds d’argile, Editions Métanoia, 1974; mientras, de fuente católica «obediente» citaré: «Si en la juventud frecuentó el estadio, estas escapadas clandestinas que constituían un pecado contra la ley —concesiones a la fascinación por el fruto prohibido— se ubicaría entre las que se leen entre líneas en la patética página de la Epístola a los Romanos, en la cual algunos psicoanalistas, a la luz de su “arte”, han querido precisamente leer, relacionándolas con otras indicaciones contenidas en las Epístolas una tendencia a la pederastia». (Jean Colson, Paolo apostolo martire, Mondadori Editore 1974, y Editions du Seuil, París, 1971).

 

En el artículo que el «Corriere» ha intitulado «Yo estoy contra el aborto» —que debería titular mejor «Yo estoy contra una lucha exitista para la legalización del aborto»— no he resistido la tentación de abrir un breve y esquemático paréntesis ecológico. Es en este paréntesis que se encuentra mi observación sobre el amor llamado «contra natura» (no necesariamente sin embargo, homosexual), y allí he aprovechado para tomarme una pequeña venganza contra De Marisco, por haber llamado «puerco» a Braibanti, y por haber condenado el amor el amor homosexual en cuanto, no siendo útil para la procreación, sería nocivo para la supervivencia de la especie. El contexto en el cual esta pequeña venganza se ubicaba era, sin embargo, estrictamente funcional, ya que De Marsico es uno de los más autorizados colaboradores del código Rocco, es decir del código fascista.

 

Es cierto que De Marsico nunca hubiera podido imaginar que en su defensa se levantarían las voces de una tanda entera de iluminados y progresistas.

 

Natalia Ginzburg, recobrándose de su natural estado de duermevela, ha oído a algún amigo exclamar, que yo sugiero el amor contra natura como remedio al problema del aborto: como si sugiriese el uso del aceite de maní para resolver el problema de la crisis económica o el uso del esperanto para resolver el problema de la lengua. Está bien, Natalia es inocente. Pero no existe inocencia que justifique la falta de información. Es verdad que si Natalia me ha tomado por uno que cree en la solución del aceite de maní o del esperanto, quiere decir que yo, en los veinte años de nuestra amistad, no he sido capaz no sólo de hacerme estimar por ella, sino siquiera de hacerle comprender que no soy un poeta loco ni un diletante cretino: pero ella podría por lo menos leer mis artículos en cuestión. Porque en ese caso, habría simplemente advertido que está, al menos en la letra, de acuerdo conmigo, es decir que está contra las formas retóricas de la lucha por la legalización del aborto y por lo tanto, en este caso, como yo, con los comunistas en lugar de coincidir con los radicales.

 

En su cándida intervención Natalia comete un significativo error lingüístico (es una escritora y por lo tanto este discurso le pertenece a ella sin restricciones). Ella usa a propósito de la relación homosexual el adjetivo «triste», es decir el adjetivo de siempre, sistemáticamente, mecánicamente, canallescamente usado en los articulitos periodísticos de toda la prensa italiana, a estos efectos totalmente demarsicana.

 

Este banal y, en consecuencia, vulgar rencor antihomosexual de Natalia me parece que atenta gravemente contra la pureza de su candor. Pero no es todo. Natalia ha sido despertada de su sueño (de la sinceridad de sus sueños no tengo dudas: pero la sinceridad no basta) por la suasorias palabras de Franco Rodano («Paese sera», 28-1-75), que la han entusiasmado. Tan entusiasmada como para lanzarla a hacer a este artículo de Rodano (sentí impulso de escribir, instintivamente, Padre Rodano) elogios embarazosos: elogios a su honestidad, a su limpieza, a su comprensión, etc., etc. Ahora, en este artículo Rodano me trata de «clerical». Es decir, viola el código del más mínimo respeto entre personas civilizadas. La acusación a alguien de ser «clerical» es una de aquellas acusaciones puramente nominalistas que pueden ser rebatí das sin fin. El lenguaje bonachón, comprensivo, no carente de la necesaria severidad de Rodano es, en efecto, profundamente eclesiástico: el suyo es, lingüísticamente, un verdadero sermón. ¡Italianos (y por lo tanto Natalia) yo os exhorto a la lengua! Que yo pueda por lo tanto ser «clerical» parece demostrado exhaustivamente por Rodano por el hecho de que yo soy veneciano. ¿Y dónde está aquí, la honestidad de Rodano tan alabada por Natalia? Los moralistas están siempre mal informados. ¿Pero qué le costaba a Rodano informarse un poco? Yo nací en Bolonia, en la roja Bolonia, y, lo que cuenta, en la roja Bolonia he pasado mi adolescencia y mi juventud, es decir los años de mi formación. Aquí me he convertido en antifascista por haber leído a los dieciséis años una poesía de Rimbaud. Aquí escribí mis primeras poesías, en dialecto friulano (cosa no permitida por el fascismo). He dicho friulano, querida Natalia. Y nada acerca el véneto al friuli. Absolutamente nada. En el pueblo friulano de mi madre yo iba un mes cada verano, en vacaciones (cuando los medios lo permitían). Y en realidad no sabía el friulano. Lo recordaba palabra por palabra mientras inventaba aquellas mis primeras poesías. Lo aprendí después, cuando en 1943, he debido «hojear» a Casarsa. Donde he vivido primeramente la existencia real de los que tienen uso de razón, es decir la vida campesina, después la Resistencia, y finalmente las luchas políticas de los trabajadores contra el latifundio. En Friulí, por lo tanto, he aprendido primeramente un mundo campesino y católico que nada tiene que hacer con el veneciano (hoy en Friuli no existe ni es concebible una trama negra), y después me convertí con los trabajadores, en comunista. En Friuli leí Gramsci y Marx. He aquí mi «clericalismo veneciano».

 

Para defender a De Marsico han aparecido luego, contemporáneamente, y en perfecto acuerdo, Umberto Eco («Il Manifesto», 2-2-1975) y L. («Il Messaggero», 21-1-1975). Umberto Eco es un inteligente y culto intelectual de izquierda que siempre he estimado y hasta querido; L. es un miserable corriente, que ha conspirado durante años contra mí, cuando «Il Messaggero» era clérigo-fascista. El texto de Eco y el texto de L. son perfectamente idénticos, en el contenido y en el lenguaje. He aquí un breve ensayo de análisis comparado.

 

Eco: «Pero la tesis reducida al hueso (sacro) es muy clara. No es el aborto lo que debemos discutir, es el coito; el cual, a causa de la opresión y de la represión fascista-consumista, es siempre impuesto como coito entre hombre y mujer… La argumentación es presentada como defensa de los derechos de las minorías “sexualmente distintas”, y no hay quien deje de ver la oportunidad de consentir a toda minoría, comprendida la sexual, el derecho a sus prácticas preferidas…»

 

L.: «y luego el amor normal (Jesús, ¡qué vulgaridad!) procrea y, si procrea, debe aceptar las consecuencias. Siempre según Pasolini, relaciones normales, en suma no “mixtas”, deberían ser alentadas… Invoca respeto y tolerancia por las “minorías sexuales”. Es un reclamo legítimo. Lo suscribimos».

 

Eco: «Pero la argumentación de Pasolini no tiene por qué, aunque por razones ecológicas pareciera útil, aconsejar el coito homosexual (…) en tal caso, aun cuando fuera para una pequeña minoría de heterosexuales inveterados, el problema de la concepción existiría todavía».

 

L.: «¿Pero por qué no tener también una cierta y equivalente misericordia por los “normales” que serán casi ciertamente la “minoría” del mañana?»

 

 

Eco: «Pasolini… deja entrever la voluntad represiva de conculcar los derechos de una futura minoría, cuando haya triunfado la nueva mayoría…»

 

L.: «¿Han comprendido? Cuando se llega al lecho con una mujer, aparte de todo lo demás, es necesario cuidarse también de las maldiciones de Pasolini…»

 

Eco: «Lo que no había siquiera pasado por la mente de Huxley, Orwell, siquiera de Hitler, siquiera de Fanfani…»

 

He «comparado» frases de una cierta complejidad sintáctica: si hubiese «comparado» los «giros» aislados, la identidad lingüística entre el texto del «Manifesto» y el texto del «Messagero» hubiera resultado todavía más impresionante.

 

¿Qué han hecho los dos compadres de De Marsico?

 

 

Primero: han cumplido la misma ilación que hemos visto en Natalia: es decir, han hecho un proceso equivocado (y querido, como el lobo con el cordero) a mis intenciones, atribuyéndome por lo tanto un argumento al cual sólo un «loco» o un «aficionado cretino» podría recurrir.

 

Segundo: han aislado el «estado de ánimo», atrozmente doloroso, que puede haber influido en mi actitud a propósito del aborto (haber recordado que el aborto es una culpa, aunque la práctica aconseja liberarlo de pena): y, en lugar de expresar sobre este «estado de ánimo» su solidaridad lo han hecho objeto de atroces burlas.

 

Tercero: han fingido una comprensión, puramente verbal, de las minorías sexuales: en realidad, con la idea de conceder a tales minorías un gueto donde puedan entregarse a sus prácticas (¿con quién?), pero a las cuales esté prohibido expresar públicamente una opinión aunque sea vagamente influida por el «estado de ánimo» que fatalmente nace al vivir una experiencia minoritaria. El «punto de vista» debe ser por fuerza minoritario, también sentimentalmente. Castiga la caza de brujas, si no por las «prácticas» por el sentimiento y la calidad de vida que de allí nacen.

 

Cuarto: han montado una caza de brujas —como siempre aterrorizante a causa de las pobres brujas— recurriendo, en sustitución de las penas corporales que ya no tienen a su disposición a la pura vulgaridad.

 

Junto a otros, que por razones de espacio y de desprecio paso por alto, ha intervenido para defender a De Marsico también Giorgio Bocca («L’Expresso», 9-2-1975). Hecho no imprevisible. El sexo con sus intolerancias feroces es una zona inculta de nuestra conciencia y de nuestro saber. El puritanismo de Bocca es bien conocido. Por lo tanto, en este campo, él no puede más que recurrir a los lugares comunes siempre tranquilizadores. Ello da a su lengua algo de bárbaro, y aparece —como en Natalia «triste»— «maitres a penser» y «sprint»: la vulgaridad lingüística es un producto directo de la mala conciencia, que es producida a su vez por el recurso a lugares comunes. Además, son explícitamente vulgares las alusiones a los grupos o a los clanes a los cuales yo pertenecería. Son estos argumentos de diario literario de provincia, en actitud de hacer moralismo punitivo. Naturalmente falta toda demostración, sea de carácter práctico o profundo (los más grandes disgustos en esta polémica me han venido precisamente de mis pocos amigos). Bocca no ha meditado un instante lo que iba a decir: ha asumido impetuosa e intrépidamente la decisión de decir las cosas más universalmente reconocidas como obvias. No hay duda, por ejemplo, que afirmar que «en Italia se habla italiano» es una verdad obvia, común, mayoritaria, consagrada e indiscutida. Pero si Bocca —con aquel aire suyo de estar precisamente decidido a decir de una buena vez la verdad sacrosanta— dice: «En Italia se habla italiano» a un friulano o a un alto-atesino, no puede más que esperar que el friulano o el alto-atesino, justamente, le respondan: «Muérete». El hecho es que en Italia se habla el italiano y el alemán, el italiano y el friulano. Quien no sabe y no admite en cada instante de su vida esto, no sabe qué es una relación democrática, ni humana con los demás. Así cuando Bocca afirma: «La mayoría de los habitantes italianos consideran el abrazo entre el hombre y la mujer el modo natural de hacer el amor», además de decir una verdad ridícula, recurre exactamente al mismo ofensivo principio sobre el cual se funda la noción del «común sentimiento del pudor» del código fascista de Rocco y de Di Marsico.

 

 

 

[ Fragmento de: Pier Paolo Pasolini. “Escritos corsarios” ]

 

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