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DERECHOS HUMANOS O BARBARIE.
Actualidad del derecho a la existencia y de la economía política popular (1789-2011)
Florence Gauthier
La disyuntiva “Derechos humanos o barbarie” atraviesa todo el libro de Thomas Paine Derechos del hombre, escrito entre 1791 y 1792. El planteamiento le valió a Paine la condena en Gran Bretaña y lo obligó a exiliarse en Francia, donde fue elegido diputado de la Convención. En el siglo XX, la expresión fue recuperada bajo la fórmula “Socialismo o barbarie”. La cuestión que interesa aquí es la siguiente: ¿en qué consiste esta barbarie impugnada por los partidarios de los derechos humanos? ¿Y a partir de cuándo se materializa su denuncia?
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La noción de derechos humanos naturales aparece en el medioevo. Se trata de derechos, pues, que nacen en un contexto histórico concreto, el del rechazo de la servidumbre por parte del campesinado. Esta revolución exigió derechos como una forma de protección. En primer lugar, el derecho a la libertad y a no ser reducido a servidumbre. Luego, el derecho de acceso a la tierra y al reconocimiento de las libertades y franquicias de las comunidades campesinas que, a través de asambleas generales, regían la vida local.
Esta revolución tuvo lugar en Europa occidental a partir del siglo XI y alcanzó otras categorías sociales, como los artesanos y comerciantes en los pueblos, pero también otros ámbitos, como los monasterios, los colegios, las universidades. La concepción campesina del derecho era y sigue siendo muy rica. Comprendía a todos los habitantes de los pueblos, incluidas las mujeres, a quienes se reconocían los mismos derechos. Los derechos a votar y a deliberar en las asambleas, en efecto, estaban reconocidos a ambos sexos, sin exclusión. Los derechos económicos y sociales también formaban parte de la concepción campesina del derecho e incluían la gestión de bienes comunes y una protección colectiva en el acceso a la tierra y en la celebración de contratos.
Sin embargo, la expresión “derecho natural” fue acuñada por los juristas, que eran los encargados de aplicarlo y de encontrar una formulación para este gran movimiento social. Los juristas combinaron esta concepción del derecho campesino con el “derecho natural” que encontraron en el derecho romano. Cabe precisar que estos juristas distinguían este derecho natural tanto del derecho divino proclamado por la Iglesia como del derecho humano producido por reyes y príncipes. Lo que su concepción del derecho natural hacía, en realidad, era abrir un nuevo campo intelectual.
¿Y en qué consiste este derecho natural? Se trata, básicamente, de un poder, una facultad humana, una libertad que se ejerce de acuerdo con la razón. Este derecho natural aparece anclado a la condición humana. Se concibe a sí mismo como una propiedad específicamente humana. Es individual y presupone, al mismo tiempo, la reciprocidad. Contra la esclavitud y la servidumbre, el derecho natural afirma que cada persona es dueña de su cuerpo y que sus derechos son propiedades individuales frente a las cuales los poderes públicos tienen un deber de protección. Así concebido, el derecho natural fue utilizado como medio de expresión y de justificación de otras cuestiones de fondo. Por ejemplo, del derecho de los pobres a lo que sobraba a los ricos. En el siglo XII, Graciano escribió que todos tienen derecho a su parte de los bienes comunes y que nadie tiene derecho a tomar de más sin cometer violencia contra el resto. También dice que esto es un crimen. El derecho natural a la vida y a la alimentación debe poder limitar el derecho a la propiedad privada y, en caso de crisis, asignar a quienes lo necesitan los bienes superfluos de los ricos. Este derecho a la existencia aparece como un principio de gobierno ya en el siglo XII. Desde entonces, su adopción ha provocado numerosos debates y luchas políticas.
Basta pensar, por ejemplo, en el último libro de Jean Ziegler, Destrucción masiva, que retoma la discusión de fondo en unos términos muy similares al de sus orígenes, extendiéndola a escala mundial. Ziegler se ocupa de las políticas de las grandes potencias que condenan al hambre a más de un millón de personas en el mundo y no duda en denunciarlas como crímenes. “Un niño que muere de hambre –escribe– es un niño asesinado”.
En el siglo XVI, la historia del derecho natural experimentaría un cambio de escala con el “descubrimiento de América”. Como es sabido, las violencias ejercidas contra las comunidades indígenas provocaron una reacción de indignación muy fuerte en los inicios de la conquista. Bartolomé de las Casas, por ejemplo, era un colono esclavista más. Hasta que un día tomó consciencia de lo insoportable de la situación de su época. Renunció a sus encomiendas y consagró su vida, que fue larga, a defender a las poblaciones aborígenes contra lo que llamó “la destrucción de las Indias”. La Escuela de Salamanca, con Vitoria, sintetizó esta consciencia crítica de la “barbarie europea”. La noción misma de humanidad fue repensada en términos de simple pertenencia al género humano. Con arreglo a esta concepción, cada individuo de la especie nacía con derechos. Pero también los pueblos los tenían: a su territorio, a su independencia, a su cultura y, en opinión de Las Casas, a sus creencias. Vitoria planteó una tercera cuestión, la de una teoría cosmopolita capaz de articular un derecho público anti-imperialista que uniera a los pueblos para protegerlos de la “barbarie europea”: “¡pueblos del mundo, unámonos!”. En el siglo XIX, Marx retomó –¿la conocía?– esta idea de construir una “internacional” anti-capitalista, es decir, anti-imperialista: “¡proletarios del mundo, uníos!”.
La noción de derechos de la humanidad no fue, pues, un invento de las potencias occidentales al servicio de sus intereses imperialistas. Fue más bien el producto de un encuentro entre europeos que rechazaron la “barbarie europea” y que trataron de aliarse con los pueblos vencidos para, juntos, proteger a la humanidad contra el nuevo peligro que nacía con 1492.
Este esfuerzo por pensar los derechos de la humanidad como derechos universales hubiera sido imposible sin este cruce de culturas entre los pueblos. Las Casas o Vitoria conocían bien la concepción popular del derecho de los comuneros españoles. La combinaron con la del derecho natural heredado y teorizaron su extensión a las comunidades indígenas. Desde esta perspectiva, puede decirse que las corrientes de derecho natural de la humanidad vienen marcadas por una innegable cultura del sentido común. La cultura popular, en efecto, se apoyaba en esta concepción del derecho, de la política, de la economía. Y la cultura erudita no era ni su enemiga ni una simple extraña. Defender los derechos de los pueblos, en otras palabras, no suponía menospreciarlos.
Las Casas no dudó en poner de relieve la característica principal de la política de conquista en América. “La destrucción de las Indias”, afirmaba, supone destruir personas, pero también sus culturas, sus modos de vida. Este imperialismo se ha desplegado hoy por el mundo entero. Y sus características continúan siendo las mismas: la destrucción, cada vez más acelerada, de la humanidad y de la naturaleza. Retomo otra vez el ejemplo de Jean Ziegler. Su libro lleva un título que causa pavor: Destrucción masiva. Se trata de un término militar que designa bien la barbarie imperialista de nuestro tiempo.
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En el siglo XVII, a resultas de las revoluciones holandesa e inglesa, se formaron diferentes corrientes de derecho natural universal. La revolución holandesa fue una guerra de liberación contra la ocupación española que duró alrededor de 100 años. La primera revolución inglesa, de 1640 a 1660, por su parte, permitió a los Niveladores impulsar una campaña a favor de una constitución republicana y democrática fundada sobre los principios de los derechos de la humanidad. El partido de Cromwell, sin embargo, consiguió que fracasara.
El siglo XVIII conoció una grave crisis del sistema colonial esclavista en América, que abrió un largo ciclo de conflictos, revueltas y revoluciones. La crisis del sistema colonial tenía que ver, sobre todo, con el abastecimiento de mano de obra apresada en África y deportada a América. El precio de los cautivos se disparó y el partido colonial comprendió que hacía falta encontrar otras vías de reproducción de la mano de obra. Así, entre los años 1750 y 1800, se planteó la conquista de un nuevo imperio colonial en África y Asia para sortear, precisamente, el problema del desplazamiento de mano de obra.
Esta conquista de África y Asia se realizaría más tarde, en el siglo XIX. Mientras tanto, los colonos americanos impulsaron otro proyecto: la toma del poder en las metrópolis. En Gran Bretaña este proyecto estaba avanzado e implicaba lanzar una ofensiva contra lo que quedaba de protecciones sociales. En Francia, la situación era muy diferente. Un círculo de colonos elaboró una teoría económica para preparar esta toma de poder en la metrópolis. Estos economistas tomaron el nombre
de fisiócratas. Su propósito era salvar los elementos que más valoraban del sistema de plantación esclavista. En primer lugar, el derecho exclusivo de propiedad de los medios de producción. En segundo término, la práctica de contar la mano de obra como un costo de producción, una característica primordial del sistema capitalista ya incorporada en las plantaciones esclavistas en América.
En los años 1750, los fisiócratas recuperaron la noción de derecho natural para desvirtuarla y convertirla en un instrumento al servicio de su teoría. Esta fue la primera recuperación histórica de los derechos humanos. El derecho natural individual y universal fue reemplazado por un derecho natural excluyente, reservado a los propietarios, que se confundía con el derecho exclusivo de propiedad. El objetivo de esta teorización era dar cobertura a la constitución de una aristocracia de la riqueza capaz de lanzarse a la conquista del mundo.
La fisiocracia o poder de la naturaleza tenía otra característica que merece ser destacada. Pensaba que la economía era una ciencia, no humana, sino natural. Esto implicaba la existencia de leyes naturales de la economía. Se presentaba, así, como una nueva teología que tenía a los fisiócratas como profetas. Las leyes naturales de la economía eran leyes divinas y leyes físicas a la vez. La fisiocracia propició una teología bajo la forma de una física social y política. Y puso en práctica una ideología de un materialismo del consumo que la economía neoliberal de nuestra época ha heredado y conservado. Esta nueva física social erigida en teología pretendía desplazar a las ciencias humanas. Algo similar a lo que ocurre hoy con los continuos ataques lanzados contra las ciencias humanas, el saber popular y el sentido común.
¿Qué hicieron los economistas fisiócratas en Francia? Ante todo, obtuvieron el visto bueno del Rey, quien hacia 1760 les propuso poner en práctica sus proyectos. Su propósito era modernizar Francia a través de la introducción del derecho exclusivo de propiedad. Lo que ocurre es que este derecho exclusivo no existía en Francia. La propiedad feudal, por el contrario, suponía una cierta división de derechos entre señores y campesinos. En ella, el acceso a bienes comunes y los derechos de uso constituían una protección efectiva para los más vulnerables. Los economistas fisiócratas apostaban por la desaparición de los bienes comunes y de los usos comunitarios. Con un objetivo claro: impulsar enclosures como los que se habían impuesto en Gran Bretaña. Asimismo, eran partidarios de especular con el alza de precios de los productos de primera necesidad, incluidos los de subsistencia, lo cual les reportaría jugosos beneficios.
Esto era una ofensiva inaudita contra el campesinado y los asalariados que compraban sus alimentos. Los sectores populares se defendieron y, al cabo de cuatro años, el Rey vetó a los economistas. La llegada de un nuevo Rey dio paso a nuevas políticas y a nuevos economistas, como Turgot. Sus efectos no fueron muy diferentes. El pueblo tenía hambre, se oponía a las reformas de los economistas, y decidió pasar a la acción directa para alimentarse y abastecerse directamente de los productores. Al final las reformas se revelaron un fracaso y desataron levantamientos populares inéditos. Al mismo tiempo, generaron un amplio debate, de gran interés, acerca de la nueva economía y sus métodos de acción. En ese contexto apareció en Francia, hacia 1760, la “crítica de la economía política”.
Uno de los críticos más perspicaces fue Mably, quien puso en evidencia los peligrosos medios que los nuevos economistas justificaban para alcanzar sus fines, como la ley marcial, recomendada contra las manifestaciones del pueblo hambriento, so pretexto de que no formaban parte de las leyes divinas de la economía. Turgot recurrió al ejército y no dudó en hacer ondear la bandera roja de la pena de muerte. Mably señaló que esta política era una guerra de clases declarada por el gobierno contra el pueblo y a favor de los comerciantes. Un arma que permitía enriquecer a los detentadores de productos de primera necesidad. Y destacaba el peligro que dicho objetivo entrañaba para la sociedad, un peligro que desde entonces ha acompañado a las conquistas imperialistas y que hoy alcanza a todo el mundo. La aportación de Mably, ya en el siglo XVIII, consistió en haber criticado esta recuperación y degradación de los derechos naturales de la humanidad por parte de los fisiócratas y en plantear la necesidad de restablecer su concepción originaria a la vez individual y universal.
En Gran Bretaña, la ofensiva del sistema capitalista también se valió del arma de las políticas alimentarias para conseguir sus fines. También aquí, la historia está estrechamente vinculada a la de diferentes revoluciones.
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Desde los inicios de la revolución francesa, en 1789, el partido de los economistas intentó tomar el poder con el propósito de establecer una aristocracia de ricos y un derecho exclusivo de propiedad. Pero el pueblo, ya movilizado desde las reformas precedentes, desarticuló esa primera ofensiva, impulsó una segunda revolución en 1792 y estableció una República democrática que, durante cuatro años, puso en marcha derechos sociales y económicos.
El derecho a la existencia y a los medios para conservarla fue un reclamo básico del movimiento popular, respaldado por el partido de la Montaña. Robespierre hizo de él y de los derechos políticos los primeros derechos humanos y consideró a la especulación sobre los bienes de subsistencia como crímenes contra la humanidad. Para él, los productos de primera necesidad debían considerarse una propiedad común de la sociedad en la que el derecho exclusivo defendido por los economistas no podía regir.
Su concepción de la política fiscal era una consecuencia de este principio. La ayuda social a quienes carecen de lo necesario para vivir debía calcularse en función de los bienes superfluos de los ricos, a través de una fiscalidad progresiva. Pero la solución, en cualquier caso, no podía ser solamente fiscal. De ahí que se impulsaran programas como el llamado Maximum, cuyo objetivo era restablecer el equilibrio entre precios, salarios y beneficios y asegurar el suministro a los mercados públicos. Los salarios, en efecto, se elevaron, y se organizó un completo programa de ayudas sociales a los indigentes y a las familias de soldados a partir de las comunas y bajo su control. Estas medidas permitieron contrarrestar la política alimentaria especulativa, de manera que en 1794 las muertes por hambre en Francia desaparecieron.
Por otro lado, esta política se acompañó de una reforma agraria largamente reivindicada por el campesinado. La propiedad feudal se dividió en dos. Los campesinos obtuvieron la posesión de las tierras liberadas de las rentas feudales. Esta reforma impidió que se impusiera el derecho de propiedad exclusivo defendido por los fisiócratas. La nueva legislación comportó así la coexistencia en Francia de tres tipos de propiedad. En primer lugar, la propiedad campesina alodial, que entrañaba un significativo parcelamiento de tierras e impedía la consagración de monopolios en beneficio de la clase terrateniente. En segundo término, el derecho exclusivo de propiedad de los antiguos señores, ejercido sobre el llamado dominio inmediato. Finalmente, los bienes comunales y los derechos de uso, que se vieron reforzados.
Robespierre llamó a esta política “economía política popular”, por contraposición a la “economía política tiránica”. Esta reforma agraria se mantuvo incluso tras el fracaso de la revolución democrática y permitió al campesinado mejorar sus condiciones de vida, su alimentación y neutralizar la utilización de la política alimentaria como arma a lo largo del siglo XIX.
La Convención jacobina combinó este programa con una importante política anti-imperialista. Dicha política era, ante todo, una expresión de la consciencia crítica que se había opuesto a las políticas coloniales europeas desde el siglo XVI y que reapareció en el XVIII. Mably, Jaucourt, Diderot, insistieron en este renacimiento en vísperas de la revolución francesa. Thomas Paine, que era ciudadano británico y que se había unido a los insurgentes de los Estados Unidos, también participó en él. En su libro Derechos del hombre, de 1792, no sólo propuso un riguroso y completo programa de derechos sociales para Gran Bretaña, sino también un proyecto de alianza anti-imperialista.
Con este proyecto, Paine esperaba que los Estados Unidos se unieran a la revolución francesa con el objeto de desencadenar una revolución también en Gran Bretaña. Paine imaginaba una alianza anti-imperialista entre estas tres potencias que pudiera sumar a su causa a Holanda y a España. Esta visión utópica, compartida y puesta en marcha por los jacobinos en Francia, se materializó en la Revolución de Santo Domingo/Haití y supuso la abolición de la esclavitud en las colonias francesas. Más aún, abrió un proceso de descolonización y propició una alianza con los nuevos pueblos a partir del reconocimiento de su soberanía. Con todo, la contrarrevolución termidoriana puso fin a esta tentativa. Es conocido el papel central desempeñado por el partido colonial en esta contrarrevolución, que condujo al restablecimiento de la política imperial en 1795, de la política esclavista con Bonaparte, en 1802, y, finalmente, a una nueva política de conquista colonial en África y Asia, a partir de 1830. Estas contrarrevoluciones sucesivas fueron acompañadas de un rechazo del pensamiento de la Ilustración y de los derechos humanos que se prolongó hasta la Segunda Guerra Mundial, ya en el siglo XX.
Tiene sentido, para terminar, pronunciar algunas palabras sobre la historia de Gran Bretaña, cuyos elementos principales han sido lúcidamente analizados por Karl Polanyi y Edward Palmer Thompson. En 1789, el gobierno de Gran Bretaña estaba listo para lanzar una ofensiva contra las políticas de protección social. Pero el estallido de la revolución francesa frenó la iniciativa. En Inglaterra, la movilización popular se organizó en sociedades. Thomas Paine recuperó el concepto de derechos de la humanidad. Los movimientos sociales cobraron fuerza y en 1795 el sistema de protección de Speenhamland apuntaló la protección social. Este sistema estaba administrado por las parroquias y aseguraba un ingreso a los indigentes que permitía complementar los salarios bajos. Su propósito era asegurar la subsistencia a través de un ingreso mínimo financiado por los impuestos locales. Este sistema de ayudas sociales era imperfecto, pero contribuyó a frenar la formación de un mercado de trabajo precarizado, favoreció la creación de sindicatos y permitió ejercer un control sobre las relaciones laborales en materia salarial. Impidió, en otras palabras, la libertad ilimitada. Y protegió a la sociedad contra la ofensiva capitalista.
Este sistema duró hasta 1834. Para entonces, el gobierno británico había conseguido que la revolución democrática en Francia fracasara. De la misma forma, consiguió aplacar el volcán que, en la América esclava, había representado la Revolución de Santo Domingo/Haití. En el ámbito interno, la ofensiva contra las ayudas sociales condujo a su supresión, y dio lugar a una nueva catástrofe social y humana.
Estas catástrofes desatadas por el imperialismo a partir de 1492 se vieron acompañadas de una toma de consciencia crítica que se expre- só en términos de derechos de la humanidad y reveló la angustia de una ofensiva específica contra la sociedad misma. En el siglo XVI, se forjó la idea de derechos universales de la humanidad con el propósito de constituir una alianza cosmopolita para defenderse contra este nuevo peligro. En el siglo XVIII, la destrucción de la economía tradicional permitió unir al proyecto cosmopolita anti-imperialista el de la construcción de economías políticas populares que incluyeran explícitamente un programa detallado de derechos económicos, sociales y políticos que servirían de referencia a los movimientos socialistas de inicios del siglo XIX.
En Francia, existe un mito cuya autoría corresponde al célebre sociólogo Raymond Aron. Aron afirmaba, sin prueba alguna, que el sistema capitalista... ¡traía consigo la democracia y los derechos humanos! Y sostenía, asimismo, que los derechos humanos habían sido formulados, primero como derechos políticos, considerados “de libertad”, en 1789, y posteriormente, como derechos económicos y sociales, considerados “de prestación”, que aparecieron en 1848.
Como puede verse, Aron ignoraba la historia de las apariciones sucesivas de derechos de la humanidad que se formularon como respuesta a diferentes ofensivas de deshumanización. No creo, en todo caso, que sea el único autor que lo hace, ya que es posible encontrar este tipo de afirmaciones en todas las lenguas, y seguramente existe alguna similar en español. La historia, después de todo, es también un combate, un combate duro, cuyo sentido consiste en ayudarnos a conocer la realidad y en permitirnos comprender mejor un presente expuesto, una vez más, a la ofensiva de un sistema que no ha dejado de regir.
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