jueves, 1 de diciembre de 2022


 

[ 291 ]

 

AÑOS INOLVIDABLES

John Dos Passos

 

[ 01 ]

 

 

LA VIE LITTÉRAIRE

 

Cuando pienso en ello, me doy cuenta de que aquella comida con Scott y Zelda en el Plaza el otoño de 1922, marca el principio de una época. Debió de ser en octubre porque tengo el recuerdo de un día refrescante.

 

Octubre es el mejor mes de Nueva York. Todas las chicas están bonitas con sus nuevos conjuntos de otoño. Se renuevan los escaparates. El cielo es muy azul. Las nubes muy blancas. Las ventanas de los edificios altos brillan al sol. Todo parece valer un millón de dólares.

 

Subí andando casi toda la Quinta Avenida. Cuando descubrí que era tarde tomé un autobús. En los años veinte todavía era posible sentarse al aire libre en la imperial de los autobuses de la Quinta Avenida. Llegué al Plaza sin aliento. Dentro, las alfombras resultaban empalagosamente tupidas. Las flores de la floristería parecían billetes de diez dólares. Una ráfaga de perfume caro procedente de la peluquería de señoras me produjo una momentánea sensación de náusea mientras me dirigía al ascensor: yo tenía olfato de perro para ciertos perfumes. Los bolones del ascensorista brillaban como soberanos de oro.

 

Scott me recibió en la puerta de su suite. Me pregunté después si los Fitzgerald estaban realmente viviendo allí o alquilaban aquella suite sólo para impresionar a sus huéspedes. Los azules ojos de Scott me lanzaron una severa mirada mientras me reprendía por llegar tarde.

 

Inmediatamente me presentó a un interesante sujeto, de pelo rizado ligeramente gris, cuyo rostro estaba extrañamente cubierto de arrugas. Sherwood Anderson tenía grandes ojos sombreados, cejas prominentes y boca sensual. Para aquella ocasión se había puesto una llamativa corbata de seda. Cuando le dije lo mucho que admiraba sus libros todas las arrugas de su cara se deshicieron en sonrisas.

 

Tanto Scott como Zelda empezaron a acosarme a preguntas. Su juego era hacerte quedar mal. Tus ideas eran reaccionarias. Estabas sexualmente inhibido. Todo aquello podía muy bien ser verdad, pero mi punto de vista era que nadie tenía por qué meter las narices en mi vida privada. Les mantuve a distancia lo mejor que pude hasta que Sherwood se puso a hablar de sus obras; entonces pude escucharle, vagabundear por la habitación, contemplar desde las altas ventanas cómo en Central Park las hojas estaban empezando a cambiar de color, y observar al competente camarero de edad madura que se afanaba alrededor de la resplandeciente mesa donde íbamos a comer.

 

Después solía tomarle el pelo a Scott a costa de sus tontas preguntas. Eran como esas listas que preparan los psicólogos y a las que hay que responder verdadero o falso. Incluso en aquella primera ocasión me fue imposible enfadarme con él y mucho menos aún con Zelda: emanaba de ellos algo así como un aura de dorada inocencia y además los dos eran increíblemente bien parecidos.

 

Si no recuerdo mal, bebimos cócteles primero y después champán. Scott tenía buenos proveedores de bebidas de contrabando. La comida fue algo así como croquetas de langosta —Scott siempre tuvo pésimo gusto en materias gastronómicas—, pero todo lo que se comía en el Plaza en aquellos días era bueno. Siempre servían la mantequilla más cremosa y los panecillos franceses más crujientes.

 

Después de comer, Sherwood se marchó porque tenía una cita y Scott y Zelda me pidieron que fuera con ellos a Long Island para ayudarles a encontrar una casa. Tenían una especie de automóvil deportivo de color rojo con un chófer. Durante el camino Scott habló de los libros de Sherwood con admiración, pero con gran lucidez crítica.

 

Cuando hablaba sobre literatura, su mente, que me parecía llena de absurdas ideas sobre la mayor parte de las cosas, se hacía tan clara y cortante como un diamante. No le interesaba nunca el paisaje, tenía un gusto pésimo para la comida, para el vino y para la pintura, y muy poco oído para la música a excepción de las canciones populares más rudimentarias, pero en cuanto a literatura era un profesional nato. Todo lo que decía merecía la pena escucharse.


En una oficina de compraventa inmobiliaria de Great Neck recogimos a un agente rubio, con cuello de toro. Nos enseñó varias mansiones particularmente lujosas. Scott y Zelda le hicieron pasar un mal rato. Nada les complacía. Imitaron su manera de decir “una mansión señorial” hasta tal punto que consiguieron abochornarme por completo. Traté de defenderle. Después de todo, el pobre diablo se limitaba a ejercer su oficio.

 

Cuando se cansaron de atormentar al corredor de fincas nos desembarazamos de él y fuimos a visitar a Ring Lardner. Me apetecía mucho conocerle; Scott y yo estábamos de acuerdo en que nadie manejaba como él el idioma de la calle en América. Los Lardner vivían en una amplia casa en Long Island como las que habíamos estado viendo. Nos hicieron pasar a una sala de estar, larga y oscura, con una chimenea de piedra. Un hombre alto y pálido, de aspecto lúgubre y nariz aguileña, estaba de pie junto a la chimenea —oscuros ojos hundidos, mejillas descarnadas, completamente borrado. Cuando su mujer trató de conseguir que hablara nos miró sin vernos. Era literalmente un muerto de pie.

 

Bebimos de su whisky y regresamos hacia la ciudad. Nunca me había sentido más deprimido. Scott repetía que Ring era su borracho particular; todo el mundo debía tener su borracho particular.

 

En el camino de vuelta pasamos junto a una verbena. Montañas rusas, luces que giran, un órgano de vapor tocando. Zelda y yo reclamamos a grandes voces que se nos permitiera montar. Scott no quiso salir del coche y se quedó allí con una botella de whisky que sacó de debajo del asiento. Zelda y yo montamos en la noria. Aquellas eran las cosas que me gustaría pintar: las verbenas, los parques de atracciones, el súbito resplandor de las luces de colores sobre los rostros en la oscuridad, el espectáculo de los barrios extremos entre la neblina, con sus luces parpadeantes. Traté de explicarle a Zelda mi infantil excitación. Pero no me escuchaba. Zelda y yo nos decíamos cosas el uno al otro, pero nuestras mentes nunca llegaron a encontrarse.

 

No es que quisiera que yo le hiciera el amor: tenía penetración suficiente como para darse cuenta de que yo no me propasaría con la mujer de Scott. Quizá le parecía un prejuicio burgués, pero era así. Sólo hacía diez horas que nos conocíamos, pero a pesar de todos los malentendidos éramos realmente amigos los tres. Por lo menos esa era mi manera de sentir y creo que también la de Scott y Zelda.

 

El foso que se abrió entre Zelda y yo en aquella noria bamboleante es algo que no sabría explicar. Años más tarde al recordarlo, se me ocurrió que el mismo día que nos conocimos me tropecé con aquella fisura de su mente que tendría después tan trágicas consecuencias. Aunque Zelda era realmente adorable, me había topado con algo que me asustó y me repelió, incluso físicamente.

 

Zelda insistió en montar otra vez y yo permanecí mudo a su lado, sintiéndome cada vez más desgraciado. No era una chica que pudiera tratarse a la ligera. Durante todo aquel rato sentí un gran respeto por ella, un respeto mezclado con extrañeza, pero lleno de afecto.

 

Zelda pareció deprimida durante todo el camino hasta Nueva York, y a Scott la borrachera le había vuelto taciturno. Frente al «Plaza», bajo la dorada estatua de Sherman, les dije adiós con alivio. En el último momento volvieron a ser los dos niños encantadores de cabellos dorados. Nos separamos amigos y creo que seguimos siéndolo después.

 

Para los Fitzgerald aquello era el comienzo del período en Great Neck, que Scott hizo aere perennius en The Great Gatsby. Para mí fue el principio de algo completamente diferente. Ellos eran celebridades en el sentido que tiene esa palabra para las revistas ilustradas. Eran celebridades y les encantaba. No es que yo no fuera tan ambicioso como el que más; pero la simple idea de aquella clase de celebridad me hacía rechinar los dientes…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: John Dos Passos. “Años inolvidables” ]

 

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