miércoles, 7 de diciembre de 2022

 

[ 295 ]

 

CONTRA EL SUEÑO PROFUNDO

 

Peter Handke

 

 

 

 

PETER PONGRATZ Y WALTER PICHLER

 

Hace ahora diez años que conozco a Peter Pongratz. A pesar de habernos visto a menudo durante este largo tiempo, a veces estando juntos durante días, noches y semanas enteras, en diferentes ciudades, en países diferentes, durmiendo una vez el uno al lado del otro en la cama matrimonial de una granja del Burgenland meridional convertida en estudio, donde el techo era muy bajo y las pequeñas ventanas estaban por la mañana empañadas por dentro, nuestro trato ha permanecido perfectamente objetivo. Lo que hacíamos eran dos mundos diferentes, y cada uno se acercaba con una tranquila curiosidad al mundo del otro, pero sin entrar en él. Había familiaridad y distancia a la vez, de modo que éramos capaces de hablar del trabajo mutuo de forma crítica a veces, al haber familiaridad, pero, al haber distancia, nunca con irritación, como sucede en las llamadas amistades de artistas. Estas conversaciones solían consistir en preguntas que se contestaban con preguntas. Estábamos ávidos de saber con qué ideas empezaba el otro a trabajar, y de qué manera cambiaban o se iban deshaciendo estas ideas durante el trabajo. Me enteré de que, si bien pintar y escribir no se pueden comparar, sí que son comparables los esquemas para escribir y pintar: el parecido consistía en cómo esquivar, en plena conciencia y al mismo tiempo con pleno conocimiento, estos esquemas que querían absorber cada palabra y cada «trazo de pincel». (Durante un tiempo habíamos utilizado los esquemas —a pesar de haberlos identificado— como citas, como abreviaciones; desde algún tiempo también las citas se han convertido en meros giros. Las grietas, donde el mundo aún no está taponado del todo, se vuelven cada vez más escasas). Al resultar comparable el trabajo, podías hablar de él.

 

Hay una explicación posible de por qué la relación entre Peter Pongratz y yo ha permanecido tan objetiva. En un ensayo sobre los dibujos de Walter Pichler, Max Peintner cuenta la vida de Pichler, desde su nacimiento en una casa rural de artesanos del Tirol meridional hasta hoy. Lo cuenta de forma tan sencilla que no le hace falta establecer con términos populares una relación «entre la vida y la obra del artista» —ya reluce del relato de la vida, durante el cual uno recuerda con toda naturalidad un dibujo de Pichler, donde él se dibuja como adulto dentro de una cabaña de ramas que había construido de niño: los pies sobresalen largamente de la cabaña—. Semejante unidad orgánica entre biografía y catálogo de obras no se da en el caso de Peter Pongratz, o en cualquier caso con menor facilidad. El mundo campesino de Pichler me es familiar. Es un mundo de tan pocas cosas que uno recuerda éstas como signos, como iconos, y estos signos (la cabaña de ramas, el asiento a la entrada de una casa, un hombre sentado en un eje de carro, una artesa de madera) se completan en el recuerdo hasta llenar el mundo. Peter Pongratz proviene de una familia burguesa y se ha criado en la ciudad. Era un mundo sin imágenes pero lleno de cuadros. No había nada que ver; pero, en cambio, había en todas partes algo para hojear y para MIRAR. (Acabo de recordar la avidez con la que miraba de niño, un niño que vivía en una casa sin cuadros ni libros, en la casa de un médico una imagen de la muerte que agarraba a una mujer desnuda, y cómo me quedaba absorto durante horas en la misma casa viendo los tebeos del hijo del médico, sin levantar la vista ni una sola vez). En el entorno burgués sólo había imágenes en la pared o en los libros. Cuando uno levantaba la vista no había nada particular, porque todo estaba puesto lo uno para lo otro. Nada estaba por sí solo, nada era un signo, como la cabaña de ramas, ni siquiera en el recuerdo; en vez de signos, había cuadros espantosos. «Para la vista» sólo quedaban las láminas en los libros de texto de Biología y Geología. De ambos, de los cuadros espantosos y de las láminas de los libros de texto, Peter Pongratz se ha creado del recuerdo los signos y las imágenes que le han faltado. Y justamente la combinación —láminas didácticas y paisajes de dormitorio— vuelve sus trabajos tan significativos. No son cuadros, sino imágenes de cuadros: imágenes personales de algo completamente despersonalizado, y por eso me atrevo a escribir que no son simplemente algo para la vista, en el mejor de los casos. Mi primera mirada sobre sus cuadros es objetiva; porque mis imágenes son otras y mis recuerdos son otros. Yo ya tenía mis imágenes, él se las va haciendo, se las ilustra; de ahí quizás la realización tan esmerada, el toque de pintura que tienen sus trabajos. 

 

En cambio, para rememorar imágenes vividas, para mí los dibujos de Pichler son lo mejor. (Inimaginable ver la cabaña de ramas como un cuadro perfectamente pintado.) Sin embargo, ¿bastan las imágenes vividas? Ahora pienso que no alcanzan para toda la vida de uno; le convierten a uno en un sentimental del recuerdo, uno las rememora como se tararean viejas canciones de verano. Necesito imágenes nuevas. Así es como, a menudo, tras la primera mirada, se pierde lo literario de los trabajos de Peter Pongratz, y en vez de contemplarlos, empiezo a mirar. Donde vivía antes, colgaba en la pared un cuadro de Peter Pongratz, aquel que, con otros colores y más grande, representa el conocido objeto del ángel guardián que conduce a un niño por una pasarela sobre un riachuelo. He pasado muchas tardes sentado delante, y el cielo en el cuadro siempre era un cielo de tarde. Y cuando empezaba a atardecer fuera, también en el cuadro empezaba misteriosamente a atardecer y por la noche el cielo en el cuadro se había convertido en un cielo nocturno. El riachuelo, sobre el que llevaba al niño, relucía como si uno ya se hubiese acostumbrado a la oscuridad.

 

(Marzo de 1974)

 

 

[ Fragmento de: Peter Handke. “Contra el sueño profundo” ]

 

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