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EL TEXTO PERDIDO
Introducción a «El futuro del marxismo»
Perry Anderson
Pocos pondrían en duda que las dos figuras intelectuales más destacadas de la Nueva Izquierda surgida en Gran Bretaña a finales de la década de 1950 fueron Raymond Williams (1921-1988) y Edward Thompson (1924-1993), teórico de la cultura e historiador de la clase trabajadora. Con edades muy próximas, ambos se unieron al Partido Comunista cuando estudiaban en Cambridge, sirvieron en regimientos de tanques durante la Segunda Guerra Mundial y se graduaron después. Thompson fue miembro del cpgb desde 1942 hasta 1956, cuando rompió con el partido por el aplastamiento de la sublevación húngara; Williams, que no se reincorporó después de la desmovilización, se mantuvo sin afiliación organizativa. Durante la Guerra Fría ambos trabajaron en la educación de adultos, Thompson en el norte industrial, Williams en el sur costero. Williams publicó un estudio sobre el drama de Ibsen a Eliot (1952); Thompson, una biografía de William Morris (1955). En el verano de 1957, después de abandonar el partido, Thompson y su colega el historiador John Saville crearon The New Reasoner, «una revista trimestral de humanismo socialista», inspirándose en otros intelectuales ahora excomunistas y marxistas independientes como Ralph Miliband.
En el otoño de 1958 Williams publicó la obra que lo hizo inmediatamente famoso, Culture and Society. En medio de una aclamación casi universal, la crítica más seria provino de Victor Kiernan, otro historiador excomunista, en The New Reasoner. Para entonces Williams había comenzado a colaborar con la Universities and Left Review, fundada en Oxford por un grupo de jóvenes graduados socialistas, cuya formación colectiva se remontaba a la década de 1950 y no a la de 1930. En 1960 las dos revistas se fusionaron para dar lugar a la New Left Review, bajo la dirección de Stuart Hall y con la colaboración de un nutrido comité editorial que presidía Thompson y del que Williams era miembro.
I
En la primavera del año siguiente Williams publicó la secuela de Culture and Society, que había resumido en la ulr antes incluso de la aparición de su antecesora. The Long Revolution, de alcance más ambicioso, con un planteamiento más teórico y una conclusión más política, exigía claramente mayor atención en la nlr, de modo que Hall le pidió a Thompson una reseña extensa del libro. Al principio Thompson se mostró reacio, temiendo que sus diferencias con Williams pudieran causar divisiones en la Nueva Izquierda, cosa que deseaba evitar. Hall respondió que el debate abierto, por el contrario, era necesario en la izquierda y su buen sentido prevaleció. En dos números sucesivos de la nlr, en mayo-junio y julio-agosto de 1961, Thompson presentó The Long Revolution en lo que iba a ser la contribución individual más importante, desde el punto de vista intelectual, a la primera etapa de esa revista, un ensayo comparable a su famosa crítica de su segunda etapa, «The Peculiarities of the English», publicado cuatro años después. Williams era para la Nueva Izquierda, decía, «nuestro mejor hombre», el único de su generación que se había mantenido en el campo del pensamiento socialista: «Me resulta difícil transmitir la gran resiliencia intelectual que esto debió exigirle» a lo largo de los peores años de la Guerra Fría, cuando la cultura comunista había quedado contaminada por el zhdanovismo y el marxismo se había petrificado en un dogma oficial, y él se hallaba rodeado por una reacción conservadora complaciente o vengativa en el pensamiento predominante en general.
«Con una tradición comprometida a sus espaldas y un vocabulario roto en sus manos, hizo lo único que era posible hacer: se apoderó del vocabulario de sus oponentes, los siguió hasta el corazón de sus propios argumentos y los combatió hasta la extenuación en sus propios términos. Mantuvo vías abiertas para los jóvenes, que ahora las están recorriendo de nuevo. Y cuando, en 1956, vio a algunos de sus contemporáneos socialistas regre- sar a su lado, su sonrisa debió mostrar un trasfondo de burla»
Ese triunfo le supuso, empero, proseguía Thompson, cierto coste. Williams no había salido indemne de la década. En parte se trataba de una cuestión de tono. Su compromiso sostenido con Eliot y otras voces similares de aquel periodo había teñido de una especie de «solemnidad eclesial» a su reconstrucción de la tradición intelectual estudiada en Culture and Society, desencarnando las poco compatibles pasiones políticas o personales de quienes pertenecían a esa iglesia. Pero también era una cuestión de punto de vista. Williams había adoptado, en cierta medida, la manera en que sus oponentes veían los problemas que les preocupaban y descuidó otras fundamentales para la tradición socialista. Su definición de la cultura como «un modo integral de vida» tenía una deuda demasiado grande con Eliot, incluso en su reelaboración social más inclusiva, porque excluía los conflictos y las luchas de clases que siempre habían dividido las vidas, en el pasado y en el presente. La década de 1840, elegida por Williams para efectuar la demostración de los procedimientos de The Long Revolution, la había presentado sin mencionar ni Peterloo y su masacre, ni las deportaciones que siguieron, ni la hambruna irlandesa, ni la derrota política aplastante del cartismo. En lugar de tales colisiones históricas amargas presentaba demasiado a menudo un conjunto de abstracciones. Entre ellas destacaba el «crecimiento», la palabra clave de The Long Revolution, cuyo objetivo era rastrear la ampliación acumulativa de la alfabetización popular, la cultura y la organización democrática en una transformación general de la sociedad aún en marcha e incompleta, que abarcaba a un tiempo sus estructuras económicas, políticas, culturales y familiares o, dicho en los términos de Williams, sus sistemas de «mantenimiento, decisión, aprendizaje y comunicación, generación y crianza».
Crecimiento, en el amplio sentido de la palabra que le da Williams, había habido, evidentemente. Pero para una década como la de 1840, y no solo para ella, el término era engañoso. «El sufrimiento no es solo un desperdicio en el margen del crecimiento; para quienes lo padecen es absoluto». Tampoco sería productiva una división cuatripartita de los sistemas de una sociedad sin tener en cuenta las relaciones existentes entre ellos y sin una reflexión sobre la forma en que Marx los había concebido. Gran parte de Culture and Society y de The Long Revolution constituía «una discusión oblicua con el marxismo», pero, «por otro lado, nunca se confrontan con Marx» y mucho menos lo hacen cuando leemos afirmaciones tan extrañas como que ni él ni Engels tuvieron nunca nada que decir sobre la cultura o la familia. En tales errores se mostraba reveladora la paradoja de que la influencia de Williams como crítico socialista se viera acompañada –y hasta cierto punto fuera consecuencia– de su propia desvinculación parcial de la tradición intelectual socialista». No había sombra de duda sobre su compromiso político con una sociedad socialista, expresada de manera espléndida en la conclusión de The Long Revolution, pero las abstracciones de un vocabulario derivado a medias de quienes se oponían a tal sociedad eran un obstáculo para entender cómo llegar allí y lo que podría interponerse en el camino.
Porque «si hay una revolución en marcha, es justo suponer que se trata de una revolución contra algo (clases, instituciones, personas, ideas), que se hace por algo». ¿Qué era esto en el pensamiento de Williams? No encontramos más que un conjunto de vagos eufemismos: «la inercia acostumbrada de las viejas formas sociales», «pautas de decisión no democráticas», «el modo dominante» y expresiones similares. Lo que ocultaban, y lo que la tradición marxista nunca había perdido de vista, con su «pleno sentido de conflicto y de pérdidas en el camino», era «el peligro de una contrarrevolución larga (o corta y cataclísmica)». En las páginas de Williams, esto nunca se concretaba:
«En ocasiones sentí que si se utilizaba un papel para cubrir las fechas 1930-1945, casi se podría contar la misma historia sobre el crecimiento y la expansión de las instituciones alemanas. Y al final apenas percibiríamos que Gran Bretaña es una potencia imperial y que hemos estado insertos a lo largo de este siglo en una crisis mundial».
Al igual que no había extranjeros en Culture and Society, tampoco había un mundo exterior en The Long Revolution: En el primer libro faltaban Vico y Weber; en el segundo, el fascismo y el imperialismo. Thompson se preguntaba cuánto tiempo podría durar una revolución «sin dar paso a la contrarrevolución o llegar a un punto de crisis entre el sistema humano del socialismo y el poder estatal capitalista», en el que «“revolución” y “crecimiento” se convierten en términos incompatibles». Es cierto que su propia concepción se consideraba a menudo demasiado apocalíptica, pero la de Williams era quizás demasiado suave.
Dicho esto, aún era razonable pensar que «la originalidad de Williams exige un juego libre al margen de una tradición en cuyo interior tanto es presa de la confusión en la actualidad». En el flujo de ideas de la izquierda producidas desde 1957, «ha habido dos temas coherentes: la producción de Raymond Williams (y la de aquellos más cercanos a él) y la revalorización de la tradición marxista». Para que pudieran unirse, y para que la Nueva Izquierda ganara coherencia intelectual, debía tener lugar un diálogo entre ellas sobre el poder, la comunicación, la clase y la ideología, del tipo que Williams estaba tratando de abrir. Era un pensador con tal fuerza y principios que el compromiso crítico con él no podía ser dejado de lado o diferido. Con suerte, aunque no inevitablemente, la brecha entre sus concepciones de revolución se cerraría en cierta medida en el debate y las dos corrientes de la Nueva Izquierda convergerían.
Ilustrada vívidamente y argumentada lúcidamente, ésta era, y sigue siendo, una respuesta crítica de una profundidad única a The Long Revolution. Con su seriedad y su propuesta de diálogo invitaba a una respuesta de Williams. Pero ésta no llegó. Podemos estar seguros de que Hall, como editor de la revista, le urgió a redactar una réplica, y él se negó. Al preguntarle por qué, unas dos décadas más tarde, comentó que Thompson había dicho «algunas cosas necesarias y correctas». Escribir sobre una cultura como una forma de vida, excluyendo el conflicto, era claramente un error, pero en muchos escritos de la izquierda se eludía engañosamente el «conflicto de clases» y la «lucha de clases». El primero era una contradicción objetiva de intereses inherente a la sociedad capitalista, la segunda, una voluntad subjetiva de actuar sobre éstos: el momento en que «el conflicto estructural se hace consciente y la contención mutua se vuelve un choque abierto de fuerzas». El primero era permanente, la segunda episódica. «Si se define todo el proceso histórico como lucha, entonces hay que eludir o acortar todos los periodos en los que el conflicto se media de otras formas, en los que existen resoluciones provisionales o treguas temporales del mismo». La década de 1950 había sido principalmente un periodo de ese tipo, un «periodo de referencia relativamente estable». Thompson no había apreciado suficientemente esta diferencia: «Sentí en los textos de Edward un fuerte apego a los periodos heroicos de lucha en la historia, lo cual era muy comprensible, pero tal como estaban formulados eran particularmente inadecuados para tratar la década no heroica que acabábamos de vivir».
¿Por qué entonces no desarrolló este argumento fundamental en un diálogo con Thompson, del que la Nueva Izquierda obviamente se habría beneficiado? Había dos razones, dijo. Por la derecha, The Long Revolution había sido atacada duramente, recordando la atmósfera de 1939-1941. Por la izquierda, en el ensayo de Thompson había «ciertas apariencias y tonos» que reflejaban una incapacidad general para «sostener diferencias teóricas y, sin embargo, presentar un frente común», que reducían argumentos, por lo demás válidos, a puntos menos sustanciales, esencialmente polémicos. Atrapado en el fuego cruzado disparado desde ambos lados, «era extremadamente difícil saber en qué dirección mirar». Así que decidió guardar silencio.
¿Había motivado esa reacción la recensión de Thompson? Está claro que Williams se sintió herido por ella, pero sin duda también se produjo un error de comprensión mutua en el que cada uno malinterpretó el tono del otro. Al principio, Thompson explicó el espíritu con el que la escribiría, criticando la forma en que Williams presentaba los dramatis personae de Culture and Society, como si formara una tradición con mayúsculas de tal propiedad que en su presencia «la menor sospecha de risa o polémica» estaba fuera de lugar. Al citar la afirmación de Williams de que había «comunicación genuina» cuando «se puede oír la pausa y el esfuerzo, la franqueza y honestidad necesarias de un hombre que escucha a otro de buena fe y luego responde», manifestó su acuerdo en que la comunicación genuina podría ser así y en que «eso nos dice mucho sobre la fuerza de su propio estilo». Pero, Thompson proseguía:
«La tradición no ha sido siempre esa: Burke maltrató, Cobbett injurió, Arnold fue capaz de insinuaciones maliciosas, Carlyle, Ruskin y D. H. Lawrence, a mitad de su carrera, no escuchaban a nadie. Eso puede ser lamentable, pero no acabo de ver que la comunicación de indignación, enojo o incluso malicia sea menos genuina».
Que Williams se quejara de que Thompson se había permitido en algunos puntos una licencia polémica al abordar The Long Revolution significaba que no era capaz de apreciar la fuerza de esa objeción. Para Thompson, la polémica era un género que había demostrado su propia legitimidad dentro de la misma tradición que Williams valoraba. A continuación, sin embargo, agregaba que lo que era evidente en la definición de Williams de comunicación genuina era «una preferencia oculta por el lenguaje académico», y lo comparaba con el héroe de la novela que puso un abrupto fin a la carrera de Thomas Hardy, Jude the Obscure, en la que un albañil autodidacta trágicamente impresionado por un «Christminster» –el Oxford en el que Thompson, de clase media, había crecido– que lo excluía. Williams era un intelectual de origen obrero, que, a diferencia de Jude, había ingresado en Cambridge, donde, aunque «alerta a todas las pretensiones sociales engañosas y los valores de clase asociados con el lugar» y manteniendo «plenamente su lealtad a su propio pueblo», habría absorbido empero algunos de sus tonos y expresiones idiomáticas. Burlándose de una frase elaboradamente educada sobre el cartismo presente en The Long Revolution, si no desdeñosa, apostrofaba a Williams:
«¡Oh, el patio iluminado por el sol, el tintineo de las copas de oporto, la conversación sosegada de los hombres ilustrados!».
Este fue un error de categoría, especialmente relevante en el momento en que se cometió. En los recuerdos de Williams, mucho tiempo después, la recepción general de The Long Revolution había sido uniformemente hostil, con la única excepción de la recensión del parlamentario laborista Richard Crossman, «por parte de todo el mundo», que lo había malinterpretado por completo. Se trata, sin embargo, de un recuerdo engañoso: el libro no fue bien recibido únicamente en The Guardian por el político Crossman, sino también en The Spectator por el filósofo Richard Wollheim y en The New Statesman por el historiador Asa Briggs: estos órganos de la opinión liberal, conservadora y laborista solían establecer el tono general de la acogida en la prensa. Las cosas, sin embargo, eran diferentes allí donde sentaban cátedra los preceptores literarios de la época, que eran las páginas de mayor prestigio académico. En el Times Literary Supplement Gorley Putt, excandidato liberal al Parlamento, que pronto se iba a unir a Williams en la Facultad de Inglés de Cambridge, menospreció la «ilustración elemental» que ofrecía The Long Revolution, tildándolo además de «engreido» y de utilizar un «lenguaje de libro de texto carente de humor». En The Universities Quarterly otro crítico, Andor Gomme, un fabiano de devoción anglicana, no pudo contenerse: «El terrible envaramiento de esos espesos e ilegibles capítulos apartará a cualquiera desde un principio excepto a los dotados de una curiosi- dad más maliciosa; parecen diseñados para confundir a los ignorantes y espantar a los emancipados», todo ello en una obra llena de «espantosa verborrea» en la que había «muchas cosas desagradables», producida por un «provocador» pertrechado con «un planteamiento oportunista de las pruebas literarias», cuyas pretensiones de seriedad política o social pueden valorarse por su absurda convicción de que «el Partido Conservador sigue siendo básicamente el partido de los propietarios y de los directores financieros»
Thompson había iniciado su ensayo diciendo: «Al cabo de dos meses desde la publicación de The Long Revolution, su recepción está tan bien asegurada que me libera de las inhibiciones habituales del crítico socialista, en particular de la necesidad de compensar la hostilidad de la prensa en general». Stricto sensu, no estaba equivocado al respecto, pero sí lo estaba al acusar a Williams de adaptarse a una academia en la que en aquel momento estaba siendo criticado y en la que nunca se sintió especialmente cómodo. Independientemente de las críticas que se pudieran hacer a su tono o estilo, eran una expresión de su propio temperamento, no un producto de las instituciones en las que finalmente trabajó. Es poco probable que Thompson llegara a conocer nunca las afrentas de Gomme; sin embargo, en su interpretación de la crítica de Williams había una paradoja mayor, que a él le quedaba oculta y, probablemente, a la totalidad de los situados en la órbita de la Nueva Izquierda en aquel momento. En los meses en que Thompson redactaba su reseña de The Long Revolution, Williams publicó un texto que presenta la obra de un modo sorprendentemente discrepante.
II
La revista en la que apareció explica por qué nunca se conoció en aquel momento y, según parece, nunca se leyó y, desde luego, nunca atrajo ninguna atención desde entonces. The Nineteenth Century, lanzado por el arquitecto y promotor de ideas James Knowles en 1877, fue pionera en el cambio de las revistas trimestrales a las mensuales en Gran Bretaña, que unieron lo grande y lo bueno de la sociedad victoriana tardía en lo que se convirtió en la principal revista de la época en su terreno. Su primer número se abría con un poema dedicatorio de Tennyson, seguido por un artículo de Gladstone sobre la «Influencia de la autoridad en asuntos de opinión», y se completaba con un artículo de Matthew Arnold sobre la sagacidad del monárquico moderado Falkland en la Guerra civil inglesa y sus lecciones para el presente. La política editorial de Knowles era ecuménica. A pesar de que sus propias simpatías eran principalmente liberales, hecho que daba a la revista su tono general, su gama de colaboradores iba desde los católicos a los positivistas, desde los conservadores más acendrados hasta los anarquistas: el cardenal Manning y Frederic Harrison, Curzon y Kropotkin, Dicey y Tom Mann, por no hablar de Wilde, Ruskin o Morris, estuvieron representados en un momento u otro en sus páginas. Fue tanto su éxito comercial que al llegar 1900, para mantener su nombre, Knowles simplemente lo cambió por The Nineteenth Century and After.
The Nineteenth Century nunca vaciló en el consenso imperial de la época y el mismo Gladstone informó a sus lectores de que:
«El sentimiento de imperio puede ser considerado innato en todos los británicos».
Pero de acuerdo con el cambio general en la perspectiva de la clase alta bajo el predominio de Salisbury, con el paso del tiempo Knowles se movió en una dirección conservadora. Cuando se inició el nuevo siglo se había convertido en un ferviente partidario del imperialismo de Chamberlain: «Esperemos y oremos para que “Joe” pueda mantenerse hasta que nos lance como Imperio». Cuando murió en 1908, la revista pasó a su yerno William Wray Skilbeck, un musculoso deportista cristiano –fútbol, remo, ciclismo, tenis– sin pretensiones intelectuales, que mantuvo su política editorial general hasta 1914, cuando la guerra no permitía vacilaciones: «El pecado de Alemania contra la humanidad ya ha sido tan enorme que el emperador germano se ha quedado sin un solo amigo, salvo el Espíritu de la Matanza», declaraba la revista. Cuando Skilbeck murió prematuramente en 1919, sus obituarios ensalzaban su firmeza de espíritu: «Se buscarán en vano en su revista, desde aquel día fatal, aquel dies irae, el 4 de agosto de 1914, las posiciones defendidas por los liberales opuestos a la expansión del Imperio en el siglo XIX [Little Englander] o por los proalemanes. No era propio de él buscar una ventaja barata dando cancha a las voces de los enemigos de su propio país», decía un agradecido homenaje; y en otro:
«Quería una guerra contra los bolcheviques, esa horrible banda de demonios disfrazados de amigos de la libertad y la democracia. Los “pacifistas” lo sacaban igualmente de sus casillas»
Durante el periodo de entreguerras el formato de la revista continuó sin cambios. ¿Razones? Gran Bretaña 1926:
«No sirve de nada tratar de blanquear la huelga general. Su concepción y conducción indican sin lugar a dudas sus objetivos revolucionarios, su visión distorsionada y su incapacidad sin esperanza. [...] en Rusia sus promotores habrían sido fusilados o ahorcados. Afortunadamente para ellos viven bajo un régimen más amable».
Renania 1936:
«Lo que uno extraña especial- mente en las propuestas [franco-británicas] es una generosa admisión del coraje y generosidad del programa menos formal pero más imagi- nativo de Hitler».
España 1937:
«En Sevilla, antes del brillante y audaz golpe de Queipo de Llano, hubo seis meses de intolerable anarquía». ¿La Falange? «La respuesta espontánea a la tiranía de una nación de hombres libres». ¿El Caudillo? «Confío y rezo para que el general Franco obtenga una victoria para la civilización sobre el bolchevismo».
En 1938 la dirección de la revista pasó a un periodista, Fredrick Augustus Voigt, especialista en Alemania y Europa del Este, que en cambio era apasionadamente antifascista. Sin embargo, aun situándose originalmente en la izquierda, para entonces se había convencido de que el nazismo y el comunismo, el fascismo y el socialismo, eran en el fondo iguales, cada uno de ellos una religión secular que debía ser combatida con igual resolución bajo la bandera de la verdadera religión. «Ambos han entronizado al César moderno, el hombre colectivo, el enemigo implacable del alma individual. Ambos darían a este César cosas que son de Dios». En 1944 había decidido, de la manera más simple, que: «La forma moderna de la tiranía es el socialismo, que cobró la forma del nacionalsocialismo en Alemania, del fascismo en Italia y del comunismo marxista en Rusia»; en 1949: «Todas las ideologías son infidelidades radicales. Todas son violaciones del Primer Mandamiento [y] la malevolencia de Marx era totalmente espantosa». Contra estos males, fue «una afortunada disposición de la Providencia, que pide una profunda gratitud en un mundo terrible, que la Pax Britannica y la Pax Americana se convirtieran en una y la misma cosa». Viajando a la primera línea de sus defensas en Grecia, pudo informar que: «Hoy la monarquía tiene la lealtad incuestionable de todos, excepto de los promotores y partidarios directos e indirectos de la sedición», en medio de una ordalía en la que fueron «la piedad y el patriotismo inagotable de los griegos los que hicieron soportable la oscuridad de su mundo».
La revista, a pesar de un título ahora arcaico, estaba pues bien posicionada, antes de su llegada, para desempeñar un papel vigoroso en la Guerra Fría. En 1947 Voigt le entregó la batuta a un exproductor de la bbc, Michael Goodwin, cuyo debut en sus páginas fue un reportaje del país de Salazar, donde descubrió que «Portugal ha realizado en los últimos veinte años enormes avances en todos los sentidos»: «En cuanto a opresión, en verdad, creo sinceramente que no hay ninguna».
España recibía un tratamiento igualmente laudatorio, antes incluso de ser admitida en la comunidad del Mundo Libre. 1949: «Si España se hubiera convertido en la primera de las naciones satélites comunistas – el sueño de Trotsky cuando estuvo en Madrid durante la Primera Guerra Mundial–, qué inmensas consecuencias se podrían haber derivado de ello. En cambio, ahora tenemos una España pacífica, que no amenaza a ninguna nación, un posible amigo para todos y uno de los últimos campos de juego vírgenes de Europa»; gobernado también por «un sol- dado profesional con la educación de un caballero cristiano».
Goodwin combinaba su dirección editorial de la revista con el trabajo encubierto para el Information Research Department, el brazo de la inteligencia británica en el Ministerio de Asuntos Exteriores encargado de la vigilancia doméstica, para el que Orwell actuó como informante clandestino. Ese departamento estaba en estrecho contacto con la CIA, que en 1950 lanzó el Congress for Cultural Freedom en Berlín y luego estableció su sede en París. Goodwin vio ahí una oportunidad.
Después de proporcionar a París un plan de trabajo que explicaba que en Gran Bretaña «la infiltración debe estar a la orden del día», en enero de 1951 se creó una sucursal en Londres, la British Society for Cultural Freedom, financiada por la CIA, de la que Goodwin era secretario y su revista servía como sede; aquel mismo mes cambió su nombre a The Twentieth Century, y al poco tiempo también estaba siendo financiada por la CIA, que pagó las deudas contraídas con el propietario y proporcionó una subvención mensual, con la condición de fijar como blanco a The New Statesman, cuyo neutralismo era considerado un peligro ideológico sustancial para Occidente; Goodwin prometió que The Twentieth Century procuraría su «destrucción crítica sistemática.
Difícilmente podría haber producido una muestra más clara de la resolución política de la revista rebautizada que el artículo principal de su primer número, «The Privileged Sanctuary», una amarga queja de que los Aliados que combatían en Corea se habían abstenido de atacar a China:
«No parece haber un precedente en la historia para una nación que libra una guerra más allá de sus propias fronteras contra una coalición de Estados, que incluye a las tres Grandes Potencias y que, sin embargo, conserva una inmunidad total para su propio territorio como si estuviera en paz».
Pero su puesto al mando de las dos empresas entrelazadas no iba a durar mucho. El presidente de la British Society for Cultural Freedom era Stephen Spender, quien sentía una profunda antipatía por Goodwin y consideraba The Twentieth Century como un obstáculo para su ambición de controlar su propia revista, remozada para la batalla contra el comunismo, y que concebía como sucesora de Horizon, cerrada en 1950. Era poco probable que el Congress for Cultural Freedom financiara dos publicaciones periódicas en competencia, y trabajó arduamente para convencer a París de que la suya era una propuesta mejor que la de Goodwin. Después de un conflicto que estuvo a punto de terminar en los tribunales, Spender triunfó y Goodwin abandonó ambos puestos. El Information Research Department dispuso su reemplazo en la British Society for Cultural Freedom, encargando su reconstitución a Michael Oakeshott, aunque con pocos efectos prácticos; un secretario posterior recordaba que «nuestra actividad principal era invitar a eminentes intelectuales a almorzar con nosotros en caros restaurantes del Soho». Goodwin renunció formalmente como director de The Twentieth Century en octubre de 1952. La financiación de la revista por la CIA parece que se mantuvo hasta su compra por parte de David Astor en 1958, aunque para entonces había sido eclipsada por Encounter, lanzada en 1953 como un vehículo más pode- roso para la misión del Congress for Cultural Freedom, con Spender al mando, siendo cubierto su salario fraternalmente por el MI6. Astor, multimillonario propietario de The Observer y un acérrimo combatiente en la Guerra Fría que no ponía reparos a los pagos en negro de los fondos reservados, aplaudió la construcción de este rival por parte de la CIA cuando se planteó finalmente, prescindió rápidamente de algunos de los editores de su nueva adquisición –George Lichtheim estaba entre ellos–, antes de vendérsela a un par de periodistas en 1965.
Disminuyendo en circulación y prestigio y sin contener sus pérdidas, a pesar de haber vuelto al estilo más ecléctico y menos ideológico de sus primeros tiempos, la revista desapareció en el turbulento torbellino de la década de 1960, no muy lejos de donde la había dejado Goodwin: Alfred Sherman explicaba en 1968 que «Penguin Books han sido durante treinta años una fuente importante de propaganda comunista y de extrema izquierda», y el autor recientemente publicado por la colección, Régis Debray, era un fascista rojo. Su último coeditor desde 1967 hasta 1972, Michael Ivens, fue un convencido militante procapitalista en la década de 1970. Mientras Sherman fundaba el Centre for Policy Studies con Keith Joseph y Thatcher en 1974, que se convirtió en el principal think tank de la derecha durante aquel periodo, Ivens dirigió Aims of Industry, el grupo de presión pionero en defensa de la privatización, y guió la National Association for Freedom, que rompió la huelga de Grunwick de 1976-1978. Ivens no habría considerado estas actividades como algo discrepante de su papel en The Twentieth Century. Allí, una de sus primeras líneas había sido:
«El capitalismo, me parece, es la mejor base para la cultura y la comunicación en el Estado moderno».
III
Con The Twentieth Century y sus antecesores nos encontramos en un mundo tan alejado de la New Left Review y sus precedentes como quepa imaginar. ¿Cómo sucedió entonces que se publicara en ella un texto crucial de Raymond Williams, en el mismo momento en que Edward P. Thompson hacía público su reto en la nlr sobre una cuestión central planteada por él? «El futuro del marxismo», texto que reproducimos a continuación en:
https://otrapenapami.blogspot.com/search/label/Raymond%20Williams
, se publicó en The Twentieth Century en julio de 1961, entre –suponiendo que la aparición real de los números bimensuales de la nlr se produjera, como ha venido siendo desde entonces, en el segundo de los dos meses– la primera parte del ensayo de Thompson en junio y la segunda en agosto. Thompson habría terminado su reseña en mayo, ya que se refiere a la publicación de The Long Revolution dos meses antes; Williams podría haber escrito su artículo a más tardar en junio. Así que la coincidencia de la redacción debió de ser casi completa. ¿Envió Williams su artículo a Thompson? Parece que cabe excluirlo, ya que en un fiasco tipográfico, la segunda parte de la reseña de Thompson publicada en la nlr se imprimió con una página decisiva menos, lo que luego fue reparado de modo poco convincente insertándola con una disculpa en el siguiente número, el de septiembre-octubre, momento en el que Thompson podría fácilmente haber agregado una nota reenviando a los lectores a la pieza de Williams, cuyo título dejaba claro cuán relevante debía ser para los argumentos de su reseña, en particular en la página no publicada originalmente. Cierto es, sin embargo, que podría haberle pillado por sorpresa, de no haberlo sabido por su lugar de edición. ¿Cómo se explica, en definitiva, todo esto?
En cierto sentido, la respuesta parece clara. Cuando Astor compró The Twentieth Century después de la salida de Goodwin, instaló un consejo editorial reclutado en gran parte a partir de su propia revista, con una rápida rotación de editores. A principios de 1961, el último fue su crítico dramático Richard Findlater, un entusiasta del teatro de toda la vida. En marzo, perdiendo dinero, la revista dejó de ser una publicación mensual, anunciando Findlater, que ya había editado un número especial sobre teatro, que en adelante se convertiría en una publicación trimestral, concentrando cada número en un solo tema. Obsesionado por el teatro, se habría acercado a Williams como una autoridad al respecto, ofreciéndole una crítica de recientes estrenos británicos como su contribución para un número trimestral posterior. Sin embargo, por qué
Findlater le pudo solicitar un artículo sobre el futuro del marxismo es un misterio. El texto, con todo su empaque, difícilmente podría haber aparecido en un contexto más incongruente, escondido en una miscelánea en la parte final de un número especial dedicado a la comedia, con payasos, bufones e ingenios de la época: Beachcomber, Peter Simple, Bud Flanagan, Bernard Hollowood, Jonathan Miller, Kingsley Amis, Philip Larkin, Anthony Powell, etcétera.
A otro nivel, el rompecabezas no está completamente resuelto. Bajo el control de Astor, un decidido atlantista pero no particularmente conservador en política nacional, más cercano a la derecha laborista que a los tories, The Twentieth Century se había vuelto una revista de tono más cultural y, en su intención al menos, más sociológica que política. Pero todavía pertenecía al mismo medio metropolitano: no al patio iluminado por el sol donde se brindaba con copas de oporto, sino a los oscuros banquetes donde se trasegaban martinis y los almuerzos iban a la cuenta de gastos del fondo de la British Society for Cultural Freedom, tratándose de menús de Wheeler más que corrientes. Al asimilar a Williams al ámbito académico Thompson cometió un grave error, pero en su reseña formulaba un recelo que era quizá más pertinente. ¿Tenía Williams una idea suficientemente clara de lo que significaba ideológica y prácticamente la «cultura burguesa» en general? Ponía el término entre comillas, señalando la facilidad con que estaba sujeto a abusos sectarios. En la academia, Williams se enfrentaba a oponentes inequívocos a corta distancia, cara a cara, en entornos de un orden antiguo, en gran parte todavía inalterado, aunque ya fuera posclerical. En sus transacciones con agentes y corredores culturales en la capital, que en su mayoría lo trataban mejor, podía estar menos alerta. Ésa, en cualquier caso, es una lectura posible del destino extraño y fuera de lugar de «El futuro del marxismo».
Porque lo que Williams entregó a The Twentieth Century fue un con- junto de opiniones sobre el curso de la historia mundial desde 1917, que destaca entre sus textos como una concisa declaración en cuanto a su alcance y poder. Siendo su longitud sólo una tercera parte de la recensión de Thompson, su panorámica es mucho más amplia, mayor la complejidad de su argumento y más densa su estructura. Refiriéndose, como había hecho Thompson, al estudio recientemente publicado de George Lichtheim Marxism: An Historical and Critical Study, se pregunta si su veredicto –lejos del primer pronunciamiento de ese tipo–, de que como sistema metafísico estaba agotado, podría ser exacto. El marxismo era la doctrina oficial de un tercio del mundo. ¿Cómo debían juzgarse los sistemas que lo enarbolaban? En una interpretación, era su registro de terror lo que los definía. La Unión Soviética y la Alemania nazi eran gemelos, no antagonistas; comunismo y fascismo no eran sino distintos tipos de totalitarismo. Desde otro punto de vista, se iban pareciendo cada vez más a las sociedades modernas de Occidente, a partir de versiones muy diferenciadas de una sociedad industrial común cuyas formas tecnocráticas ahora convergían. Ninguna de las dos lecturas era en última instancia convincente. El terror no era exclusivo de las sociedades comunistas, cuyos logros económicos, y más aún los culturales, no se podían reducir a él. Estados Unidos y la Unión Soviética tampoco podían considerarse sistemas organizativos similares administrados por elites comparables. Uno era un orden bien establecido, el otro un nuevo orden emergente, y el tipo de sociedad a la que apuntaban sus elites era completamente distinto: en Estados Unidos, una democracia comercial en la que el consumidor individual era en principio soberano; en Rusia, una economía de mando en la que la comunidad era en principio soberana. Williams no vivía en ninguna de las dos ni compartía sus valores, pero bastaba contemplar sus respectivos sistemas de transporte para discernir las diferencias prácticas entre ellos.
Ello no disipaba la acusación de que, bajo el comunismo, la emancipación de la clase obrera que había sido el objetivo de la visión liberadora de Marx, estaba tan lejos como siempre. Evidentemente, según los criterios de la clase obrera británica, los trabajadores de la URSS no se habían liberado en ningún sentido significativo y menos aún los chinos. La verdad era que las revoluciones en esas sociedades habían combinado revueltas campesinas con intelectuales atraídos por el marxismo, y a veces elementos de la clase obrera urbana, bajo el liderazgo de partidos que habían emprendido una industrialización forzada en condiciones de enorme retraso. Esa fue la dirección en la que Lenin había llevado el marxismo y, en sus propios términos, era una evolución válida. Pero había habido que pagar un precio, el de la despiadada represión de cualquier oposición. Tampoco había ninguna garantía de éxito: el proyecto de construir el socialismo podía acabar en su perversión por mor de la creación de Estados militar-industriales, cada uno de ellos infectado por un chovinismo del que ya existían evidencias.
Toda esta experiencia era propia de los países atrasados, y ello tenía sus consecuencias tanto teóricas como políticas. La visión marxista original de un paso general de las sociedades, a través de varias etapas, del capitalismo al socialismo, ya no se parecía al rumbo que tomaba la historia. En los países subdesarrollados se estaban saltando el capitalismo; en los desarrollados no se habían producido revoluciones socialistas y era poco probable que ocurrieran. En ellos, la imitación por los comunistas occidentales de las prácticas e ideas de los partidos gobernantes en el Este era absurda, y el marxismo, en cualquiera de sus variantes ortodoxas, era en gran medida irrelevante para las sociedades de su entorno. ¿Dónde dejaba esto las ideas del socialismo? Parecía haber consenso en que el capitalismo había eludido cualquier riesgo de caer en él, al absorber sus demandas en Estados del bienestar, que incluso podrían denominarse, aprobadoramente, «poscapitalistas». Solo los más regresivos o sentimentales podían seguir hablando o soñando con el socialismo.
La realidad a la que este conformismo permanecía ciego era que el impacto de las revoluciones en otros lugares, en la parte mucho mayor del mundo atrasada y desesperadamente necesitada de desarrollo, no podía aislarse de las condiciones de vida en las sociedades capitalistas desarrolladas. Los Estados del Atlántico Norte formaban una alianza cuyo fundamento era destruir o contener al comunismo, y aplastar, retrasar o desviar las revoluciones en sus colonias. Los socialistas que vivían en Occidente tenían que resistir esos dos impulsos dentro de sus propias sociedades, lo que significaba que sus luchas tendrían que ver, en primer lugar, con problemas internacionales: las causas de la paz, la democracia y el desarrollo como cuestiones que afectan a la gente en todas partes. Eso no significaba tomar partido en la Guerra Fría, sino un compromiso con los que desde fuera de Occidente luchaban por la liberación en condiciones muy diferentes, con un espíritu no de identificación sino de diálogo, y que no solo aportaban «tradiciones de independencia crítica y democracia activa», sino ideas recientes sobre cuestiones de trabajo y cultura importantes para los socialistas de todo el mundo. El futuro del marxismo radica en la recuperación de una visión política integral capaz de de nir las relaciones existentes entre los movimientos por el socialismo en los diferentes mundos contemporáneos del capitalismo, el comunismo y el colonialismo.
IV
¿Cómo podría definirse entonces la relación del texto de Williams con la recensión de Thompson? En otra paradoja menor de la mésentente [desencuentro] entre ambos, Williams iniciaba su texto contrastando la polémica, como expresión mecánica de los robots, con el lenguaje humano, nacido de la experiencia. La imagen, cargada del estilo del periodo, no solo estaba trabajada, sino que en su incomprensión del valor, como de los límites, de la polémica como forma, rozaba como piedra de toque su antítesis lo que se convertiría en el talismán más conocido de Thompson, la «experiencia». Que la misma experiencia pueda ser vivida e interpretada de muchas maneras, incluso opuestas, era una dificultad no considerada y que casi no importa. Lo que muestra la sustancia del texto de Williams es el grado en que Thompson –no por impaciencia descuidada o impulso polémico, sino por la evidencia de The Long Revolution frente a él– confundió la naturaleza del socialismo de Williams. No sería fácil imaginar algo menos desconectado de la principal tradición intelectual socialista, un comentario menos oblicuo sobre el marxismo y una confrontación más directa con él, que su contribución a The Twentieth Century. ¿Inhibición o circunlocución en el tratamiento de la lucha de clases? Está prácticamente en todas las páginas. Fascismo: lejos de estar ausente, está al frente de la comparación histórica. Imperialismo: haberle otorgado una posición más destacada para la política del socialismo que la que ocupa la crítica equivaldría a reprocharle su olvido: para Williams, ése era «el tema más importante» en el que el planteamiento del marxismo era superior a cualquier otro. Internacionalismo: también ahí, paradójicamente, hay un mayor énfasis: la causa del socialismo reside «en primera instancia» en las cuestiones internacionales.
Nada de esto descalifica empero el peso del argumento de Thompson, ya que «El futuro del marxismo» no se puede leer como si fuera simplemente un complemento desconocido de The Long Revolution. Hay puntos en que los dos son efectivamente incompatibles. Cuando Thompson escribió que sólo al final del libro «percibimos que Gran Bretaña es una potencia imperial y que a lo largo de este siglo hemos estado involucrados en la crisis mundial», estaba diciendo una verdad a medias. «El futuro del marxismo» dice a este respecto:
«La forma de la sociedad occidental está siendo principalmente determinada por esta lucha internacional, para la que el Estado del bienestar parece simplemente un complemento marginal. De hecho, me parece que el mantenimiento en Gran Bretaña de esa sensación de una sociedad cómoda y que va mejorando poco a poco va ligada al rechazo de un significante fundamental, la lucha militar internacional, expulsada del universo simbólico pese a que nos está cambiando profundamente desde dentro, y también al rechazo de los hechos sobre la naturaleza cambiante de la economía mundial, que difícilmente nos permitirá proseguir cómodamente nuestra vida tal como es».
Tal juicio se encuentra en las antípodas de la perspectiva optimista y despreocupada para Gran Bretaña de The Long Revolution. Las contradicciones no son infrecuentes en los grandes pensadores; a menudo son el precio, y también la marca, de su creatividad. Así que, ciertamente, se trata de un caso de este tipo.
Williams escribía en un momento en que la Revolución Cubana tenía poco más de un año y acababa de repeler un intento imperialista de derrotarla en la Bahía de Cochinos; la revolución argelina aún no había visto la victoria; el Vigésimo Segundo Congreso del PCUS estaba a punto de marcar el punto álgido de la desestalinización en la URSS; el protectorado estadounidense en Vietnam del Sur comenzaba a desmoronarse. La opinión que Williams tenía de las revoluciones comunistas y coloniales y del significado para ellas del marxismo era producto de aquel tiempo rebelde. Fue Thompson, tan vivo entonces, quien sin embargo advirtió la posibilidad de su frustración. Una contrarrevolución larga, marcada por otras más cortas y cataclísmicas, seguía siendo muy posible, y así sucedió. Un año después de la muerte de Williams en 1988, los regímenes de Europa del Este iban cayendo como bolos en una bolera, seguidos por la desintegración de la Unión Soviética. Un cuarto de siglo después, la República Popular de China tiene la mayor economía del mundo y ha sacado a más personas de la pobreza y el analfabetismo que cualquier otro Estado en la historia. ¿Pero quién podría no percibirla como un formidable Estado militar-industrial o creer que está libre del chovinismo de gran potencia? En el antiguo mundo colonial que dejó tras de sí Bandung –India, Indonesia, Pakistán, Birmania, Egipto, Jordania, Libia, Sudán–, la liberación nacional es una palabra vacía, que suele significar lo contrario. En cuanto al internacionalismo, su último puesto de avanzada en Cuba se debate por sobrevivir. En Occidente, un capitalismo más draconiano de lo que nadie pudiera imaginar en la década de 1960 ha reinado sin interrupción durante cuatro décadas y ha impuesto una desigualdad e inseguridad crecientes a una clase trabajadora destrozada: situación también totalmente alejada de las condiciones domésticas en las que escribían Williams y Thompson.
¿Cuáles fueron las consecuencias de estos cambios para las respectivas percepciones del marxismo en su época? Quizás la principal fuera una limitación común de su aplicación a las tareas de crítica y propuesta, obviando las de explicación. La economía planificada en la URSS se derrumbó bajo la presión de la mayor productividad industrial y militar de Occidente, como los bolcheviques más clarividentes habían previsto que probablemente sucedería en caso de mantenerse aislada. La radicalización neoliberal del capitalismo surgió de las presiones de la hipercompetencia presentes en las principales economías, cuando el crecimiento comenzó a decaer constantemente a partir de la década de 1970, la especulación desplazó a la producción, los salarios se estancaron y los sistemas políticos se obstruyeron. En Occidente, la larga contrarrevolución fue impulsada por esa prolongada desaceleración, que aún hoy produce sus efectos tóxicos, aunque comiencen a a orar signos de rebelión popular e intelectual: el sandernismo en Estados Unidos, el corbynismo en Gran Bretaña, los gilets jaunes en Francia, los estudiantes marxistas –el tipo de espíritus críticos que Williams imaginó que debían surgir– en China.
Los textos de 1961 se movían en paralelo, siguiendo cada uno su propio rumbo, como barcos en la noche. Se perdió la posibilidad de un intercambio directo y sostenido entre las dos mentes más sobresalientes de la Nueva Izquierda británica. Parte de la razón fue que Thompson, quien lo deseaba, confundió la esencia de la perspectiva de Williams, percibiendo no obstante los riesgos de su estilo. Al arrojar perlas a los cerdos, en lugar de dirigirlas allí donde se necesitaban, «El futuro del marxismo» frustró su propio propósito. Después de la edición de la nlr en la que apareció la página amputada de Thompson, solo hubo un número más, antes de que la revista fundada en 1960 echara el cierre y se disolviera el movimiento para el que se había creado. Después de un doloroso interludio de tropiezos, en 1964 renació un nuevo tipo de revista, en la que Thompson publicó su famosa segunda crítica en 1965. En 1968 los dos pensadores se habían reunido nuevamente en la publicación colectiva, plenamente internacionalista, del Mayday Manifesto. En 1980 volvieron a discutir sobre la guerra y la paz en la nlr. En 1983 Williams reescribió The Long Revolution en su último libro, Towards 2000, una reanudación política integral y una superación de su publicación anterior. Francis Mulhern le respondió en la nlr, sin que esta vez hubiera malentendido alguno.
Fuente: NLR 114 / Segunda época / enero-febrero 2018
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