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EL FUTURO DEL MARXISMO (1961)
Raymond Williams
En la política cabe distinguir dos dimensiones: una es aquella según la cual, debido a las presiones de la vida, la gente trata de entender su mundo y de mejorarlo. Esta dimensión es persistentemente humana. Pero junto a ella desfila siempre, además, ese ostentoso robot de la polémica, que se asemeja al pensamiento humano en todo menos en su capacidad de experiencia. Si uno se adentra en el mundo del robot, consigue combustible gratuito y puede lanzarse de inmediato a la acción y aparecer en primera página, donde el aire apesta a orgullo, destrucción, malicia y agotamiento. La gente necesita una sociedad justa y necesita alimentos, y además, en nuestra época, sabemos que vivimos al borde de la destrucción. Pero el deslizamiento en el mundo de los robots, tan fácil de hacer, va contra esas necesidades incluso cuando pretende satisfacerlas. Al contemplar ahora la mayor parte de nuestras campañas políticas y publicaciones periódicas, reconozco a regañadientes en ellas el cáncer de la violencia, que es nuestro peligro real. Y no sirve de nada intentar alejarse después; tenemos que luchar para recuperar la dimensión en la que vive realmente la gente, porque solo allí es posible un buen resultado.
La primera característica de los robots es que el mundo existe en términos de sus propios puntos fijos. ¿Es usted marxista, revisionista, reformista burgués? ¿Es usted un comunista, un radical de izquierda, un compañero de viaje? ¿Qué respuesta puede dar un ser humano a ese tipo de preguntas de robots? «¡Lárguese!», supongo. Parece la única cosa adecuada que se puede decir. Porque lo hemos conocido antes. ¿Es usted protestante, católico, evangelista, librepensador, ateo? Si trata de decir lo que siente y sabe, tiene que apartar las manos mecánicas que intentan pegar sus propias etiquetas o poner su voz, la de usted, en una de sus grabaciones. Hacen esto porque, una vez que las etiquetas están pegadas, pueden luchar, mostrarle a su enemigo y lanzarle a una de sus campañas preparadas. Pero en la intensidad de la necesidad humana, la primera lucha es la de conocer la diferencia entre la experiencia y el mundo robótico, conocer el arroz y las escuelas y el habla humana, distinguiéndola de esa dimensión pseudopolítica demencial privada de aire. La actual campaña robótica consiste en hacer que la gente se una al campo de la democracia para luchar por sobrevivir contra el campo de la democracia. «No acepte sustitutos; el nuestro es el único campo genuino; lo demostraremos participando en una lucha implacable». Y los robots no mueren; sólo los seres humanos mueren.
La verdadera dificultad es que, para pensar, tenemos que usar ideas e interpretaciones que los robots ya han registrado. En algún lugar del pensamiento humano que nos viene de nuestros predecesores están los conocimientos necesarios, los rumbos fructíferos. Pero mantenerlos en el lugar al que pertenecen, en contacto directo con nuestra experiencia, es una lucha constante. Recuerdo esto una vez más, mientras trato de ordenar mis pensamientos después de leer el libro de George Lichtheim Marxism: An Historical and Critical Study (1961), que evidentemente es el resultado de años de trabajo y pensamiento paciente. No soy un erudito del marxismo y no puedo juzgar con precisión si el análisis detallado de Lichtheim es correcto. Pero sus conclusiones son interesantes y directamente relevantes para nuestro mundo real. Lichtheim ve al marxismo desintegrarse como sistema de pensamiento y como guía para la acción.
Se muestra que sus logros son incompatibles con sus objetivos nales, que de este modo revelan su naturaleza esencialmente metafísica, esto es, trascendental e irrealizable. Lo que queda es, por un lado, el cumplimiento travestido de estos objetivos en una realidad que es su negación real; y, por otro, el caput mortuum de una gigantesca construcción intelectual cuya esencia viva ha sido apropiada por la conciencia histórica del mundo moderno, dejando la cáscara vacía del «materialismo dialéctico» a los ideólogos de una nueva ortodoxia. En el ocaso de la era liberal, de la que el marxismo es a la vez crítica y reflexión teórica, este resultado confirma la verdad de sus propias ideas sobre la lógica de la historia, mientras transfiere a un futuro incierto las antiguas visiones de un mundo en libertad.
El alcance de este juicio es muy parecido al argumento marxista real. Lichtheim no es en modo alguno un robot, pero su tono genera ecos inquietantes. Las formas de pensar envejecen y se vuelven irrelevantes, pero no es tan frecuente, me parece, que lo hagan de un modo tan catastrófico. Esa imagen del ocaso me preocupa; ha sido, durante mucho tiempo, uno de los efectos escénicos de los robots. Y cuando no se han estado desgarrando mutuamente, uno de sus juegos más complicados ha sido el de lanzar cada uno al otro al basurero de la historia, del que siempre parecen estar seguros. Lichtheim puede tener razón, pero me encuentro retrocediendo y preguntándome a qué se parece, en nuestro mundo real, el futuro del marxismo. Porque ésa es la paradoja: que es mucho lo que parece condenado al basurero de la historia. La cantidad de sistemas oficialmente muertos pero no enterrados es extraordinaria. En 1898 se publicó un libro titulado Karl Marx and the Close of His System, y mire cuántas cosas han sucedido desde entonces. Eso no prueba nada, de ninguna manera, sobre la validez del marxismo, pero sugiere que la relación entre los sistemas de pensamiento y la historia real es compleja y sorprendente a la vez.
A lo que vuelvo, aun teniendo en cuenta la fuerza de los argumentos de Lichtheim, es a que el marxismo, o su sustituto el marxismo-leninismo, es ahora la doctrina oficial de alrededor de una tercera parte de la humanidad, enseñada y propagada activamente por poderosos sistemas políticos y económicos, y a que es probable, por encima de cualquier estimación, que siga estando activa durante todo el tiempo que queramos imaginar. Bueno, también es cierto, y es algo incluido en el argumento, que esos sistemas son en realidad una parodia del marxismo, que sus pensamientos oficiales son simplemente cáscaras vacías y cabezas muertas. Esto podría ser cierto, y deberíamos considerar su posibilidad cuando escuchamos ese razonamiento tan común entre la pequeña cantidad de marxistas británicos: que mil millones de personas, que habitan desde el Báltico hasta el Pacífico, no pueden estar todas ellas equivocadas. Pero deberíamos revisar con mucho cuidado cada fase de la discusión. ¿Son realmente los sistemas creados y proyectados por las Revoluciones Rusa, China y demás una parodia de las intenciones marxistas? Si lo son, en una medida sustancial, ¿cuál será la relación, en el desarrollo de esas sociedades, entre la enseñanza generalizada de una doctrina equivalente a una gran religión nacional, y la realidad que esa enseñanza podría cuestionar o condenar teórica o prácticamente? Con toda confianza, no conozco la respuesta a ninguna de esas preguntas, pero al menos estoy mucho menos seguro que Lichtheim de que los sistemas son falsos y de que, aunque no lo fueran, las doctrinas estarían simplemente vacías y muertas. Intentaré expresar mis dudas sobre cada uno de esos puntos.
Mitos de convergencia
La desilusión generalizada entre los pensadores occidentales sobre el curso de las revoluciones comunistas es muy fácil de entender. Se examinan dos acusaciones: la primera, que esas revoluciones han sido desfiguradas y pervertidas por el uso del terror con fines políticos; la segunda, que la gente común no ha sido liberada, sino que simplemente ha pasado del gobierno de los aristócratas, terratenientes y banqueros al gobierno de los burócratas y un aparato partidario. Sobre la primera acusación, no debe haber más equívocos, ni más charlas convincentes sobre «la revolución y el agua de rosas», ni más reducción de los hombres que murieron a meros errores. Las propias sociedades comunistas tendrán que afrontar en profundidad esa realidad, tarde o temprano; los seres humanos no pueden crecer sin afrontar esa clase de verdad sobre sí mismos. El terror político se utilizó, a gran escala, tanto con fines políticos como, por lo visto, por una especie de extensión monstruosa, producto de su propia dinámica. Los hechos, tan a menudo discutidos, siguen siendo aún motivo de discusión, pero ahora al menos todo el mundo admite ese nivel mínimo que todavía es repugnante, que se ha alojado profundamente en nuestras mentes, y seríamos menos que humanos si no hubiera sido así.
Recuerdo que a finales de la década de 1930, cuando el terror político era de uso común tanto en la Unión Soviética como en la Alemania nazi, me parecía apreciar gran fuerza en el argumento de que eran real- mente el mismo tipo de sociedad: el nuevo tipo de Estado totalitario. Pero finalmente rechacé esa conclusión y sigo rechazándola ahora. Me parece que es un error muy común, al juzgar a las sociedades, abstraer un elemento que comparten y, a continuación, asumir que son idénticas como sociedades tomadas en su conjunto. El uso del terror político es tan importante que, en el caso del fascismo y el comunismo soviético, el parecido en este aspecto se tomaba como una semejanza total: nuestros ojos a menudo estaban cerrados por esa buena emoción: el rechazo del terror como tal. Sin embargo, ahora parece estar claro que cualquier identificación total entre fascismo y comunismo es absolutamente errónea. No iría tan lejos como lo hizo una vez Orwell, cuando dijo que el parecido era realmente el que hay entre las ratas y el veneno para ratas. Pero está perfectamente claro que el fascismo tenía poco más que ofrecer que el terror, tanto en el propio país como en el extranjero: era una explosión ciega de odio y frustración. El comunismo soviético, en cambio, no solo llevó a cabo la revolución industrial necesaria en un país atrasado, sino algo mucho más crucial, una revolución cultural que, por un lado, supone una ganancia humana absoluta y sin embargo parece, en sus logros y sus debilidades por igual, un producto específico de un sistema particular. Por supuesto, no estoy diciendo que el terror se vuelva bueno o malo según lo que sucede en el resto de la sociedad; es el mal siempre y en todas partes. Pero si se quiere llevar a cabo un verdadero juicio de la sociedad, hay que considerar todas las fuerzas activas en ella.
La comparación entre el comunismo soviético y el fascismo se oye ahora con menos frecuencia, porque el fascismo parece muerto excepto en dos o tres países marginales y porque la Unión Soviética afirma haber rechazado el estalinismo. La desilusión de los intelectuales occidentales, sin embargo, no ha disminuido visiblemente, aunque esto es difícil de estimar porque los intelectuales más prominentes aún pertenecen a la generación formada en la reacción al fascismo y al terror estalinista. Aun así, hay una formulación reconociblemente nueva: que la Unión Soviética es una negación de las esperanzas de la revolución, porque se ha convertido en una sociedad gobernada por una elite dirigente que controla todas las fuentes de poder y también las mentes de la gente mediante el adoctrinamiento y la censura. Una versión interesante de esta formulación es ahora común entre los académicos: que, en realidad, los aspectos políticos de la Guerra Fría son antiguallas (como lo son, de hecho, la mayoría de los aspectos políticos de todo). La cuestión es, resumiendo, que la Unión Soviética y Estados Unidos se parecen cada vez más: sociedades dominadas por hombres entregados a sus organizaciones que en nuestro caso son corporaciones gigantes, dependientes a su vez de una elite militar con la que se entrelazan y que condicionan a sus poblaciones a través de los medios de comunicación. Ahí, nuevamente, hay muchos hechos en disputa, pero yo mismo aceptaría que hay semejanzas importantes de ese tipo, y que sería bastante plausible suponer que esa sea una pauta universal de la sociedad futura.
Una vez más, empero, me parece que tengo que rechazar esa conclusión. Lo haría simplemente sobre la base de que esas organizaciones están formalmente dedicadas a fines ideológicos muy diferentes, aunque esto es parte del argumento al que debo regresar, ya que necesita un tratamiento por separado. En términos más inmediatos, me parece que el parecido no es convincente, o es simplemente parcial, porque me parece innegable que las elites están, en último término, cumpliendo funciones muy diferentes. No es solo que la elite rusa haya sido el agente de formas sociales bastante nuevas, mientras que la elite estadounidense es esencialmente un agente de estabilidad racional dentro de un sistema existente. Esto podría contrarrestarse argumentando que cada vez más la función de la elite rusa es el mantenimiento de un sistema que alguna vez fue nuevo pero que ahora está establecido. Mucho más importante, sin duda, es que el tipo de sociedad al que apunta cada elite es muy diferente. La versión estadounidense de una democracia comercial, con el consumidor individual como soberano, es muy diferente de la versión rusa de un Estado moderno dirigido, con la comunidad como soberana. Yo no vivo en ninguna de ellas, ni comparto los valores de ninguna de los dos. Pero las diferencias en la política práctica parecen bastante claras. En un campo económico funcional como el transporte, por ejemplo, las dos elites llegan a conclusiones opuestas, tanto en la actitud hacia los sistemas de transporte público como en el uso de automóviles privados; y estos cambian visiblemente las sociedades. Pero que de las burocracias a menudo se parezcan entre sí en sus métodos de trabajo y sus actitudes inmediatas hacia las personas, no se sigue que sus hábitos básicos de pensamiento sean similares. La sensación de la evidencia local sobre la burocracia es convincente, pero la sensación de la evidencia general, sobre el tipo de sociedad que resulta, contradice esta afirmación. Puede usted preferir una o la otra y la mayoría de la gente lo hace activamente. Pero sea lo que sea lo que sienta acerca de la Unión Soviética, es difícil argumentar que el tipo de sociedad que se crea allí es la negación de lo que generalmente se entiende como el ideal marxista. La nacionalización de los medios de producción y distribución y la creación de nuevas formas sociales, legales y políticas están ahí, para la admiración o el rechazo. La burocracia soviética les sirve y es crucialmente diferente de la elite del poder estadounidense o británica simplemente porque dispone de esas versiones generales de la sociedad, por lo que puede operar mucho más directa y estrechamente a través de la organización de un partido político que es a la vez gobierno y administración.
Aun así, la comparación de las elites en el poder puede no ser la crítica más sustancial. Quienes añoran el énfasis radical y liberador del primer marxismo no atienden al control que ejerce la elite en el poder en otros
lugares, ya sea similar o diferente. Insisten en que la verdadera contra- dicción de la sociedad soviética es que lo que se pretendía que fuera un Estado obrero se ha convertido en un Estado burocrático de partido; la liberación de los trabajadores está tan lejos como siempre. Ésta, según entiendo, es la posición de Lichtheim, aunque parece que también sus- cribe (las dos posiciones no son incompatibles) la versión de la «élite del poder», rechazando a la Unión Soviética como «simplemente otra instancia del industrialismo moderno planificado y burocratizado». Para mí ésta resulta la cuestión más difícil de decidir. Según las pautas tradicionales de la clase trabajadora británica, no puedo sentir que los trabajadores soviéticos, y menos aún los chinos, hayan sido liberados en ningún sentido práctico. No quiero decir que la clase obrera británica sea libre, mientras que la soviética o la china no lo son; quiero decir que las disciplinas impuestas a los trabajadores por las demandas de un sistema industrial más moderno todavía funcionan, y operan con más dureza en la Unión Soviética y China únicamente porque el crecimiento industrial aún se encuentra en una etapa dinámica o temprana.
Es en este punto donde surgen las cuestiones teóricas más difíciles. La alternativa más convincente, como explicación del proceso histórico, tanto para el marxismo como para la interpretación que comencé a exponer en The Long Revolution, es que la verdadera clave, la verdadera dinámica, es la industrialización. Las exigencias imperativas de un sistema de producción industrial reconstruyen las sociedades humanas, imponiendo nuevos tipos de disciplina y estrés, pero ofreciendo lo suficiente, en forma de consumo y a cambio del trabajo humano mecánico, para lograr que las disciplinas y tensiones sean aceptadas de manera continua en un equilibrio de costes y recompensas. La revolución industrial es así lo primordial, y el capitalismo y el socialismo son simplemente formas alternativas de organizarla: al principio, el capitalismo se concentraba solo en la producción y el beneficio, a cualquier coste, pero luego desarrolló el consumo continuo y la cultura de masas como formas de mantener el sistema en funcionamiento y la disposición a trabajar de la gente; el socialismo organiza la producción de modo diferente, pero se ve obligado a introducir nuevos tipos de disciplina laboral y social para dirigir la canalización necesaria de energía. Lo cierto es que a los líderes comunistas y a sus representantes extranjeros les oímos insistir más en los logros del socialismo en esos términos que en cualesquiera otros. La lucha mundial actual a menudo se presenta como una competencia directa entre el capitalismo y el socialismo para ver cuál puede hacer funcionar mejor el industrialismo.
Pero entonces, por supuesto, al llegar a este punto nos vemos obligados a preguntarnos cuáles son los factores que llevan a las sociedades a esos cursos alternativos, si sus objetivos industriales generales son básicamente los mismos. Bueno, decimos, son las condiciones históricas reales; y el marxismo era atractivo porque ofrecía un análisis fundamental de esas condiciones. Es en este punto, no obstante, en el que regresan todas las dificultades. Siempre estamos en peligro de tener una visión demasiado breve (la historia es mucho más lenta de lo que cualquiera de nosotros puede soportar), pero ciertamente ahora parece que la tesis marxista de pasar, en un proceso histórico reconocible, a través de varias etapas del capitalismo hasta el establecimiento del socialismo, no es la manera en que va el mundo. Las revoluciones socialistas se han producido principalmente en países industrialmente atrasados, saltándose a menudo en lo fundamental la etapa capitalista, mientras que en los países del capitalismo maduro la probabilidad de que se produzca una revolución socialista es pequeña, mientras que los programas de cambio radical han ido adquiriendo un carácter reformista, lo cual afecta no solo al método de establecimiento del socialismo, sino también el tipo de socialismo que se establecería.
Rebeliones campesinas, imperativos industriales.
Cierto es que esto se ha señalado muchas veces, ¿pero cuáles son las conclusiones reales que debemos sacar de ello? El hecho de que el propio Marx se equivocara a este respecto parece comparativamente poco importante, porque es el movimiento que generó, más que sus propias formulaciones absolutas, lo que ahora debemos considerar. Y me parece que, en general, estamos demasiado limitados en nuestra visión del mundo, cuando ahora desdeñamos el marxismo y lo juzga- mos anticuado. Es cierto que el marxismo, en cualquiera de sus formas ortodoxas, parece tener relativamente poco que decir sobre la situación actual en las sociedades capitalistas occidentales; o mejor dicho, lo que sigue afirmando se caracteriza por un dogmatismo obstinado y sim- plista que la realidad contradice continuamente. Al mismo tiempo, sin embargo, lo que dice sobre el imperialismo y, en la teoría y la práctica, sobre la liberación económica y el progreso de los países actualmente atrasados, me parece que tiene más sentido que cualquier otra versión de este problema ahora tan fundamental. La tendencia general del éxito comunista, en esas áreas del mundo, parece no deberse principalmente a políticas inteligentes de poder, sino a la formulación de un programa teórico y práctico que, en general, se ve con rmado por la realidad.
Las revoluciones que han tenido éxito han ocurrido donde había un fuerte movimiento campesino rebelde contra condiciones imposibles, y donde existían, a su frente o en conjunción con él, intelectuales marxistas o influidos por el marxismo que a veces resultaban pertenecer a la clase obrera urbana. Los dos casos recientes más significativos son los de China y Cuba: el primero bajo dirección marxista desde el principio, mientras que el segundo cobra un carácter cada vez más marxista a medida que se desarrolla la revolución. Es importante ver esto como un desarrollo orgánico del marxismo más que como una mera contradicción o abandono de Marx. El cambio fundamental de dirección de Lenin ciertamente alteró todo el carácter del marxismo, ¿pero basta decir que al separarlo de su contexto eurooccidental anterior y al ponerlo en un nuevo contexto, Lenin estaba simplemente pervirtiendo sus ideales? Es una cuestión de juicio político, pero el mío es que ese cambio de dirección ha servido en general a la causa de la liberación humana de una manera decisiva y de un modo esencialmente compatible con el ímpetu original del marxismo.
Lo que tenemos que examinar es el efecto de ese cambio de contexto sobre el pensamiento marxista. Me parece que hay dos efectos principales relacionados entre sí. El primero, que al producirse esas revoluciones en sociedades sin formas democráticas maduras, el énfasis en un pequeño partido dirigente altamente organizado ha cambiado necesariamente toda la concepción anterior de la toma de poder por la clase obrera. El segundo, que el impulso de estas revoluciones desde el pueblo ha sido principalmente la larga reivindicación campesina contra el latifundismo y la explotación del trabajador, mientras que al mismo tiempo el futuro necesario del respectivo país, no solo como lo ven los intelectuales mar- xistas, sino como lo dicta la supervivencia y el crecimiento económico, es un futuro industrial. La contradicción entre los objetivos campesinos nobles pero limitados y las exigencias de ese futuro industrial ha sido el principal problema de cada una de estas revoluciones a medida que se desarrollaban, y en esa situación el partido dirigente se ha hecho cargo en cierta medida de todos los intereses de clase inmediatos. El mayor sufrimiento humano en el desarrollo del comunismo soviético fue precisamente de ese carácter. En China y Cuba ha habido diferencias, pero en cada caso podemos ver la misma combinación de una liberación generalizada con un partido dirigente concreto. El inmenso coste para sus primeras generaciones de cualquier revolución industrial forzada es exigido por el partido dirigente a un pueblo que puede ver al partido como liberador a largo plazo, pero que en lo inmediato ejerce el control con un rigor excepcional y a menudo inhumano. Mientras dura esta etapa crítica, cualquier amenaza para el partido gobernante, o para sus decisiones políticas, es reprimida sin piedad.
No es mi propósito defender esa evolución en la teoría y la práctica marxistas, pero creo que tenemos que hacer un esfuerzo para comprenderla en el contexto en el que realmente opera. Un campesino chino o cubano está obligado a ver este proceso de manera diferente de cualquiera que realmente podamos imaginar. Al mismo tiempo, hay algo absurdo en la práctica de los partidos comunistas occidentales, que imitan los hábitos de pensamiento y las teorías organizativas que se derivan de situaciones sociales totalmente diferentes. No solo porque luego parecerán estar alejadas de la realidad de sus propias sociedades, sino también porque, si subrayan esa práctica como la versión del marxismo del siglo xx en su conjunto, pierden su capacidad como marxistas para de nir el curso de esas revoluciones. Porque, incluso en el caso más favorable, el ejercicio del control por el partido dirigente siempre está en peligro de convertirse en un n en sí mismo, en detalle si no en general. El objetivo de la revolu- ción social puede pervertirse fácilmente hacia la creación de un poderoso Estado industrial y militar: una perversión de la que los elementos de chovinismo en cada una de estas revoluciones alertan continuamente.
Sin embargo, no solo los marxistas occidentales tienen el deber de mantener claro su análisis; también lo tienen, obviamente, los marxistas capaces dentro de los propios partidos dirigentes. Y aquí debemos volver nuevamente a la relación existente entre una ideología y la sociedad en la que opera. Creo que tenemos un paralelismo posible en nuestra propia historia. Si seguimos el cristianismo a través de las muchas y variadas sociedades en las que ha operado como un conjunto oficialmente dirigente de creencias fundamentales, al principio no encontramos ninguna base posible para el optimismo, porque parece claro que, en muchos aspectos, el cristianismo ha sobrevivido como una creencia oficial adaptándose a los ideales y prácticas cambiantes de la sociedad que lo contenía. En sus actitudes hacia las divisiones de clase, los negocios con los que hacer dinero, el amor y la familia, a menudo ha cambiado como el agua, adquiriendo el color conveniente de la época. ¿No cambiarán de manera similar en las sociedades comunistas los ideales humanos enraizados en el marxismo? ¿No son los seres humanos y los ideólogos capaces de autoengañarse indefinidamente, de virajes intelectuales sin fin, para lograr ese matrimonio de conveniencia? Sería estúpido decir, tras contemplar la historia de las disputas marxistas durante los cuarenta años de comunismo soviético, que el autoengaño y las distorsiones no se han producido, con gran alcance, a veces hasta un punto en el que querríamos renunciar a todo ello con asco. No parece haber ninguna diferencia en que el cristianismo sea cosa del otro mundo y el marxismo de éste. El cristianismo pudo dar lustre a la guerra, al dominio de clase y al materialismo; el marxismo se lo ha dado al terror y a la dictadura. A este respecto es fácil retroceder, como lo hizo Orwell, a la sensación de que toda ideología es hipocresía para encubrir las realidades de la conveniencia y el poder.
¿Pero responde esto a nuestra experiencia, en definitiva? Me parece que en la historia del cristianismo, por ejemplo, junto con cada ejemplo de perversión oficial e hipocresía, ha habido un desafío de tipo cristiano, no basado en nuevas creencias sino en las originales. Mientras los evangelios estén ahí, siempre es posible y puede activarse un tipo básico de sentimiento humano, relevante en cualquier momento y en cualquier situación. Ha habido innumerables casos movidos por ese sentimiento con el ánimo de desafiar y a veces cambiar el montón de basura y perversión vertidas sobre él. No veo ninguna razón admisible por la que esto no sea también válido para el marxismo. De hecho me parece que ya, en elementos de las revoluciones polaca y húngara, y también en la propia Unión Soviética, ese tipo de desafío se ha alzado y no ha sido derrotado por completo. Muchos cristianos dirían que las creencias subyacentes son de un orden diferente: los valores cristianos son eternos, los valores marxistas son limitados y temporales. Pero yo no puedo aceptar esa distinción. La enseñanza del amor es fundamental, pero también lo es la enseñanza de la libertad. Me parece interesante que en Polonia y Hungría, y en los escritores del «deshielo» en la Unión Soviética, no hubiera un viraje significativo hacia los valores de un sistema completamente alternativo; ningún viraje, por ejemplo, en pro de las versiones capitalistas de la libertad. El poder del desafío, de hecho, era que esas sociedades estaban siendo criticadas en términos de su propio sistema de valores. Cuando esto sucede, existe una dinámica real y una posibilidad real de cambio.
Evidentemente, los gobernantes y los sumos sacerdotes harán todo lo que puedan para contenerlo o reprimirlo, y su todo es mucho. Pero yo diría, frente a Orwell, que en definitiva no se puede eliminar un desafío de ese tipo: se puede destruir a quienes lo plantean, pero no las ideas que encarnan; porque la fuente nominal del poder de los gobernantes, la doctrina por la que, aun en el peor de los casos, racionalizan sus controles, debe ser difundida. El brillo se irá con ellas, por supuesto, pero honestamente no veo cómo alguien podría seguir difundiendo las creencias, aspiraciones e imágenes fundamentales del marxismo, y ocultar con éxito que componen una doctrina continuamente revolucionaria. Tampoco creo que los partidos gobernantes estén siempre comprometidos en el engaño y únicamente en él. En ciertos momentos críticos, los elementos de la ideología básica emergen muy claramente, no solo para definir las direcciones de la sociedad, sino también como el fundamento para el conflicto entre grupos dentro de los partidos. La política comunista se diferencia evidentemente en eso del tipo de política que vemos en nuestros propios partidos gobernantes. Incluso en sus disputas a veces sangrientas, hay elementos teóricos y absolutos que sugieren que sigue siendo una doctrina básica por la que se combate, y no solo un brillo para el gobierno personal. Además, no es siempre el peor de esos grupos el que vence. En la Unión Soviética, por ejemplo, en los últimos años, ha sido claramente uno de los mejores grupos el que ha prevalecido.
Recuperación y renovación
Por todas esas razones, creo que es incorrecto suponer que el marxismo está acabado como conjunto de doctrinas activas. Me sorprende continuamente la visión del mundo que se ha hecho preeminente entre los intelectuales occidentales en los años transcurridos desde la última guerra. El mundo real, tal como lo ven, está formado por Estados Unidos y Europa Occidental; el resto se divide entre «enemigos» y «neutrales»: los primeros son demasiado malos para que importen, los segundos demasiado atrasados para que cuenten. Si el marxismo parece irrelevante en Estados Unidos y en Europa Occidental, se hace, para esa visión del mundo, totalmente irrelevante, una idea «antigua». Pero incluso mientras los intelectuales occidentales se dicen esto unos a otros, con una complacencia casi increíble, movimientos derivados del marxismo están cambiando decisivamente la forma y el equilibrio de la sociedad mundial.
El corolario habitual de esta visión característica del Atlántico Norte es que el capitalismo, aunque no guste demasiado, se ha demostrado capaz de contener el desafío socialista en sus propias sociedades, que, en consecuencia, avanzan hacia una nueva etapa poscapitalista: el Estado del bienestar abierto. La gente que sigue utilizando argumentos marxistas o incluso socialistas es considerada, por consiguiente, como simples fundamentalistas sentimentales, o casos de retraso histórico. Esta nueva y confiada ortodoxia pasa por alto dos cosas: la primera, que suceda lo que suceda dentro de las sociedades occidentales, nuestras vidas están de hecho dominadas por la expansión de la revolución en otros lugares: no solo como una cuestión de relaciones internacionales, sino también como una cuestión de economía y comercio internacional. Como socialista, tengo que vivir dentro de una alianza que existe bien para destruir el comunismo (si puede hacerse de manera segura) o bien para contenerlo. Y todos los socialistas de los países occidentales tienen que convivir con políticas coloniales que tratan de destruir o retrasar las revoluciones coloniales (si es que eso puede hacerse con seguridad) o de llevarlas hacía vías «moderadas». Con estos temas en el centro de nuestra vida política, la lucha entre los socialistas y los demás, en las sociedades occidentales, se convierte inevitablemente, en primera instancia, en una lucha sobre cuestiones internacionales. El movimiento por la paz y el apoyo a los movimientos de liberación colonial son, por lo tanto, los campos críticos de nuestra actividad socialista contemporánea. Y no es solo que esa lucha, en esos campos, esté evidentemente viva e indecisa. También parece que la forma de la sociedad occidental esté siendo determinada principalmente por esta lucha internacional, para la que el Estado del bienestar abierto parece simplemente un complemento marginal. De hecho, me parece que el mantenimiento en Gran Bretaña de esa sensación de una sociedad cómoda y que va mejorando poco a poco va ligada al rechazo de un significante fundamental, la lucha militar internacional, expulsada del universo simbólico pese a que nos está cambiando profundamente desde dentro, y también al rechazo de los hechos sobre la naturaleza cambiante de la economía mundial, que difícilmente nos permitirá proseguir cómodamente nuestra vida tal como es.
No combatiré en la Guerra Fría en ninguno de los dos campos y no quiero reemplazarla por algún tipo de guerra económica, argumento popular para el cambio económico en Gran Bretaña. Por el contrario, quiero que se establezcan relaciones de tipo vivo, tanto con las sociedades comunistas como con los países del mundo que ahora están abandonando su condición de dependientes. La tentación, para algunos de mis paisanos, sería pasarse a alguno de esos otros «campos», pero eso sería un acto de traición de un tipo muy profundo. Si lo que he dicho sobre los resultados políticos reales de los movimientos marxistas en otros lugares es correcto, para mí es tan imposible suscribir sus definiciones y sistemas como lo sería unirme a las fuerzas reaccionarias que intentan destruirlos. No es solo una cuestión de lealtades nacionales y políticas (aunque perderlas, para mí, sería perderlo todo). También es, de manera bastante directa, una cuestión de teoría. En las sociedades industriales más antiguas, el curso del desarrollo político ha sido muy diferente. Los que vivimos en ellas tenemos que interpretar nuestra propia experiencia social, y puede que ciertas tradiciones que hemos logrado mantener vivas, ciertas interpretaciones de nuevos problemas que solo se encuentran en sociedades industriales maduras, sean de importancia crítica en el desarrollo del socialismo internacional.
Los marxistas independientes de Occidente se han volcado, recientemente, en el estudio de los primeros textos de Marx, en particular en el concepto de «alienación». Al mismo tiempo, muchos socialistas no marxistas han estado examinando el mismo conjunto de problemas: la relación entre trabajo y ocio; la naturaleza de la comunidad; cómo hacer frente a la manipulación al tiempo que se expande la cultura. No sé hasta dónde hemos llegado, aunque creo que hemos hecho algunos progresos. No puedo decir que yo mismo haya encontrado en el Marx temprano algo más que una serie de brillantes sugerencias y conjeturas, pero puedo estar equivocado, y en cualquier caso se trata de un conjunto de preocupaciones muy comunes. Estoy seguro de que ese trabajo puede beneficiar a nuestras propias sociedades, y creo que puede ser de importancia crítica para las sociedades comunistas a medida que se desarrollan. En cualquier caso, servirá para definir nuestras relaciones con ellos. Lo que podemos ofrecer es una tradición de independencia crítica y de democracia activa, que de por sí no vertebran la totalidad del socialismo, pero que son esenciales para su madurez. Si eliminamos esas tradiciones en nombre de la solidaridad, estaremos desechando una buena parte del futuro.
Quizá la moraleja de todo esto sea que el futuro del marxismo depende de la recuperación de algo parecido a toda su tradición, y que ello podría suceder en la práctica al ir definiendo las relaciones existentes entre nuestros propios movimientos socialistas, los movimientos de liberación de los países industrialmente atrasados y las sociedades comunistas en vías de desarrollo. La calificación de «marxismo» será ferozmente reivindicada, por supuesto, por cada uno de esos movimientos históricamente separados y, por mi parte, preferiría abandonar la lucha por la herencia y ver las cosas de una manera más amplia. Marx fue un gran contribuyente al socialismo. Inevitablemente, en la historia real, su influencia se ha unido a otras fuerzas. Lo único que importa es la realidad del socialismo: los logros de la paz, la libertad y la justicia. Los marxistas y muchos otros pueden contribuir a esa realidad de muchas formas diferentes. Si Lenin llevó el marxismo en una dirección, debido a los problemas reales que afrontaba, muchos socialistas occidentales han llevado el socialismo en otra dirección debido a sus propios problemas reales. Ninguno de esos movimientos tiene el monopolio de la verdad; ninguno puede desdeñar a los demás suponiéndoles carentes de futuro. En la presente crisis mundial, todo depende de la búsqueda de la comprensión entre las diferentes tradiciones y pueblos. Los robots no lo quieren, pero la gente sí.
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