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LAS PARROQUIAS DE REGALPETRA
Leonardo Sciascia
(…)
Crónicas escolares
Se acerca el verano. En la escuela doy vueltas entre los bancos para vencer el sueño. Los chicos muertos de cansancio emborronan los ejercicios. Camino para vencer la colada de sueño que, si me siento, me llena como un molde vacío. En el turno de la tarde, durante este mes de mayo, el sueño constituye una pesada insidia. En casa no dormiría, leería algún libro o escribiría un artículo o alguna carta a los amigos. En la escuela es distinto. Atado al remo de la escuela debo seguir, seguir como en un sueño cuya pesadilla es la desesperada inmovilidad, la imposible fuga. No me gusta la escuela; y me desagradan quienes, ajenos a ella, alaban los méritos y las alegrías de dicho trabajo. No niego que en otros lugares y condiciones el oficio de maestro puede dar alguna que otra satisfacción. Pero aquí, en un remoto pueblo de Sicilia, entro en un aula con el mismo ánimo con que un minero baja a las oscuras galerías de la azufrera.
Treinta niños que no consiguen estar quietos, que piden la corrección manual que la ley prohíbe, y me traen alegres las varas de almendro para que las pruebe en sus espaldas; y también vienen sus madres a decirme que los enderece a palos, porque sus hijos: «Son árboles torcidos y hay que darles miedo». Y miedo debería consistir en el uso incondicional del bastón. «¡Benditas las manos!», añaden entonces refiriéndose a un maestro que repartía el pan de la ciencia con la ayuda de una vara nudosa y tenía, alto y robusto como era, una forma especial de coger a los niños por la orejas y levantarlos. A uno le dejó la oreja que parecía un higo chumbo y luego se ha hecho hombre con aquella oreja y ha emigrado a América para hacerse rico. Treinta niños que se aburren, rompen las cuchillas de afeitar al través, las clavan medio centímetro en la madera de los pupitres y las pulsan como si fueran guitarras; se intercambian obscenidades que hago como que no oigo: «¡Tu hermana, tu madre!»
Blasfeman, escupen, hacen conejos con las hojas del cuaderno, conejos que mueven sus largas orejas, temblor que se convierte en una bola de papel al oír mi súbita reprimenda. Y hacen barcos y sombreros, o colorean los dibujos de los libros utilizando de forma salvaje los colores rojo y amarillo, hasta romper la página. Se aburren, pobrecitos. Qué van a pensar en las cuentas, la gramática, las ciudades del mundo o en lo que produce Sicilia; en lo único que piensan es en comer. Apenas el bedel toque la campana saldrán corriendo para coger el tazón de aluminio; judías con caldo con unos redondeles de margarina, la metralla del «corned beef», la lonja de membrillo que envuelven con la hoja de los ejercicios para luego ir lamiendo membrillo y tinta por la calle.
El director viene dos o tres veces al año. Es un buen hombre, constantemente atribulado porque es de izquierdas y, por ello, suscita las malas atenciones de su directo superior, con las normales consecuencias del caso. Tiene debilidad por la aritmética y angustiosas preocupaciones higiénicas. El que había antes, sin embargo, sentía preferencia por la gramática italiana y su plato fuerte era una filosófica cavatina sobre el verbo ser. Este es más tranquilo.
Entra y mira a los niños sentados en los pupitres viejísimos e incómodos; a los más grandecitos, que lo miran con las manos en los bolsillos, les dice que las pongan sobre la mesa:
—Si no, luego se convierte en un vicio —me dice.
Yo digo que sí. Apruebo cuanto dice. Estoy de acuerdo: la disciplina, el provecho, explicar de esta manera el 3,14, el número fijo para hallar la apotema, aquel muchacho parece un poco tocado de la cabeza, aquellos otros no se lavan. Sí, blasfeman. En las paredes de los retretes escriben cosas muy escandalosas. En la calle molestan a los viejos y a los bedeles en el atrio. Suben por los tubos de los canalones, saltan las lanzas de las verjas. Sí, todo eso hacen. Y se pelean por la comida, para decidir quién de ellos debe ir; cada día diez chicos. En realidad tienen hambre. De acuerdo: insistiré en la geografía y en que se sepan el trapecio de cabo a rabo. Les diré que se corten el pelo y se laven las piernas, las manos y las orejas: «Tan sucias que en ellas se podrían plantar habas».
Algunas veces viene también el inspector. Con gran intuición viene siempre en el momento o el día en que el director está ausente. Es evidente que no traga a esos treinta muchachos sucios y desgreñados que ni siquiera se sienten cohibidos por su presencia y siguen murmurando y peleándose entre sí. Ve la vara sobre mi mesa y seguro que se imagina un fresco de escenas de tortura. Nunca les he pegado, el bastón lo utilizo para señalar las ciudades y los ríos en el mapa. Estoy seguro, sin embargo, de que el inspector no se lo creería.
—Hay que tratarlos con dulzura —dice.
Me cuenta algo de uno de sus alumnos («porque yo he salido de la nada», me dice con orgullo):
—Era mentiroso, violento y hasta ladrón —pero él le condujo con dulce persuasión al orden y al estudio. Luego entró en la policía y fue un cotizado funcionario del Ovra.
—Sí —le digo—, la dulzura lo puede todo —y no doy a la frase ni la más leve sombra de ironía.
Cada semana viene el cura para la media hora de religión. Cada vez empieza por el principio, Adán y Eva. Los niños juegan a pulsar las cuchillas de afeitar. Alguna blasfemia zumba en el aula, pero el cura no disimula como yo. Promete el fuego eterno. Ríen y él se pone rojo de ira. Y me veo obligado a intervenir con una inútil reprehensión.
Una vez al año viene incluso monseñor. Es bajito, delgado y negro como un cabo de vela. Por un ojal desabrochado cerca del cuello se vislumbra un poco de violeta. Habla sonriendo, invita a los niños a ir a la catequesis y pregunta cuántos tienen que hacer todavía la primera comunión. La mitad, aproximadamente. Monseñor está escandalizado. Ningún niño de la clase tiene menos de doce años, y a esta edad los niños de bien hace ya mucho que la han hecho. Les pregunta a qué parroquia pertenecen. Uno de ellos dice:
—En mi iglesia estaba el cura que se escapó con la hija de Cardella.
Monseñor se queda pasmado como el portero que mira el balón fulminar la red de golpe. Es verdad, la cosa fue así. Para recomponerse, monseñor busca el reloj en su pecho y se va sonriendo:
—Alabado sea Jesucristo.
—Ahora y siempre —le responden con socarronería…”
[ Fragmento de: Leonardo Sciascia. “Las parroquias de Regalpetra” ]
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