lunes, 13 de marzo de 2023

 

[ 340 ]

 

ENSAYOS

Michel de Montaigne

 

 

 

 

 

CAPÍTULO X

(primera parte)

 

DE LOS LIBROS

 

 

Bien sé que con frecuencia me acontece tratar de cosas que están mejor dichas y con mayor fundamento y verdad en los maestros que escribieron de los asuntos de los que hablo. Lo que yo escribo es puramente un ensayo de mis facultades naturales, y de manera muy secundaria de las que se adquieren con el estudio; y quien reparase en mi ignorancia no hará descubrimiento mayor, pues ni yo mismo respondo de mis aserciones ni estoy tampoco satisfecho con mis discursos. Quien pretenda buscar aquí ciencia, no se encuentra en el mejor camino, pues en modo alguno hago yo profesión científica. Estos ensayos contienen mis fantasías, y con ellas no trato de explicar las cosas, sino conocerme a mí mismo. Quizá algún día alcance a conocer algo más o quizá lo conocí alguna vez, no me acuerdo, pues pese a amar la ciencia no retengo sus enseñanzas; así es que no aseguro certeza alguna, y solo trato de asentar el punto al que llegan mis conocimientos actuales. No hay, pues, que fijarse en las materias de que hablo, sino en la manera como las trato, y en aquello que tomo a los demás pido que se tenga en cuenta si he acertado a escoger algo con que realzar o socorrer mi propia invención, pues prefiero dejar hablar a los otros cuando yo no acierto a explicarme tan bien como ellos, bien por la flojedad de mi lenguaje, bien por debilidad de mis razonamientos. En las citas me atengo a la calidad y no al número; fácil me hubiera sido duplicarlas, y todas, o casi todas las que traigo a colación, son de autores famosos y antiguos, de gran renombre, que no han menester de mi recomendación. En cuanto a las razones, comparaciones y argumentos, que trasplanto en mi jardín, y confundo con las mías, a veces he omitido el nombre del autor a quien pertenecen, para poner dique a la temeridad de las sentencias apresuradas que se dictaminan sobre todo género de escritos, principalmente cuando estos son de hombres vivos y están compuestos en lengua vulgar; todos hablan y se creen convencidos del designio del autor, igualmente vulgar; quiero que den un capirotazo sobre mis narices a Plutarco y que injurien a Séneca en mi persona, ocultando mi debilidad bajo antiguos e ilustres nombres. Quisiera que hubiese alguien que, ayudado por su claro entendimiento, señalara los autores a quienes las citas pertenecen, pues como yo adolezco de memoria, no acierto a deslindarlas; bien comprendo cuáles son mis límites, mi espíritu es incapaz de producir algunas de las vistosas flores que están esparcidas por estas páginas, y todos los frutos juntos de mi entendimiento no bastarían para alcanzarlas. Debo, en cambio, responder de la confusión que pueda haber en mis escritos, de la vanidad u otros defectos que yo no advierta o que sea incapaz de reconocerlos; pero la enfermedad del juicio consiste en no verlos ni cuando el otro nos lo señala. La ciencia y la verdad pueden entrar en nuestro espíritu sin el concurso del juicio, y este puede también subsistir sin aquellas: el reconocimiento de la propia ignorancia es uno de los más seguros y más hermosos testimonios que el juicio nos procura. Al transcribir mis ideas, no sigo otro camino que el del azar; a medida que mis ensueños o desvaríos aparecen a mi espíritu, voy amontonándolos: unas veces se me presentan apiñados, otras arrastrándose penosamente de uno en uno. Quiero exteriorizar mi estado natural y ordinario, tan desordenado como es en realidad, y me dejo llevar sin esfuerzos ni artificios; no hablo sino de cosas cuyo desconocimiento es lícito y de las cuales puede tratarse sin preparación y con libertad completa. Bien quisiera tener más cabal inteligencia de las cosas, pero no quiero comprarla por lo cara que cuesta. Mi propósito consiste en pasar apacible, no laboriosamente, lo que me resta de vida; por nada del mundo quiero romperme la cabeza, ni siquiera por la ciencia, por grande que sea su valor.

 

En los libros solo busco un entretenimiento agradable, y si alguna vez estudio, me aplico a la ciencia que trata del conocimiento de mí mismo, la cual me enseña el bien vivir y el bien morir:

 

Hacia este fin deben tender mis corceles.

(PROPERCIO)

 

Las dificultades con que tropiezo al leer, las dejo a un lado, no me como las uñas tratando de resolverlas, insisto una o dos veces y las abandono. Si me detengo, me pierdo, y malgasto el tiempo inútilmente; pues mi espíritu es de índole tal que lo que no se ve en un primer momento, se lo explica menos obstinándose. Soy incapaz de hacer nada que suponga esfuerzo; la continuación de una misma tarea, lo mismo que el recogimiento excesivo aturden mi juicio, lo entristecen y lo cansan; mi vista se trastorna y se disipa, de suerte que tengo que apartarla y volver a fijarla repetidas veces. Cuando un libro me aburre cojo otro, y solo me consagro a la lectura cuando el fastidio de no hacer nada empieza a dominarme. Apenas leo los libros nuevos, porque los antiguos me parecen más sólidos y sustanciosos; tampoco acudo a los escritos en lengua griega, porque mi espíritu no puede sacar partido del ínfimo conocimiento que tengo del idioma.

 

Entre los libros de mero entretenimiento me placen entre los modernos el Decamerón, de Boccaccio, el de Rabelais, y el titulado Besos, de Juan Segundo. Los Amadises y otras obras análogas ni siquiera de niño me deleitaron. ¿Añadiré además, por osado o temerario que parezca, que esta alma adormecida no se deja cosquillear por Ariosto, ni siquiera por el buen Ovidio? La espontaneidad y facundia de este me encantaron en otro tiempo, pero hoy apenas si me interesan. Expongo libremente mi opinión sobre todas las cosas, hasta sobre las que sobrepasan mi capacidad y son ajenas a mi competencia; así que los juicios que emito dan la medida de mi entendimiento, más que de las cosas mismas. Si yo digo que no me gusta el Axioca de Platón (Este diálogo no es de Platón, como lo reconoció ya Diógenes Laercio), por ser una obra floja, si se tiene en cuenta la pluma que lo escribió, no tengo cabal seguridad de mi juicio, porque su temeridad no llega a oponerse al dictamen de tantos otros famosos críticos antiguos, pues les considero gobernadores y maestros, con los que no me gustaría enemistarme. Mi entendimiento se condena a sí mismo, bien al detenerse en la superficie, porque no puede penetrar hasta el fondo, bien al examinar la obra bajo algún aspecto que no es el verdadero. Mi espíritu se conforma con librarse del desorden o perturbación, pero reconoce y confiesa de buen grado su debilidad. Cree interpretar acertadamente las apariencias que su concepción le muestra, que suelen ser imperfectas y débiles. Casi todas las poesías de Esopo encierran sentidos varios; los que las interpretan mitológicamente eligen sin duda un terreno que cuadra bien a la fábula; mas proceder así es detenerse en la superficie; cabe otra interpretación más viva, esencial e interna, a la cual no supieron llegar los eruditos. Yo prefiero el segundo procedimiento.

 

Mas, siguiendo con los autores, diré que siempre coloqué en primer término en la poesía a Virgilio, Lucrecio, Catulo y Horacio, considero las Geórgicas como la obra más acabada que pueda engendrar la poesía; si se las compara con algunos pasajes de la Eneida, se verá fácilmente que su autor hubiera retocado estos, de haber tenido tiempo para ello. El quinto libro del poema me parece el más perfecto. Lucano también es de mi agrado, y lo leo con sumo placer, no tanto por su estilo como por la verdad que encierran sus opiniones y juicios. Por lo que respecta al buen Terencio y a las gracias y coqueterías de su lengua, tan admirable me parece, por representar a lo vivo los movimientos de nuestra alma y la índole de nuestras costumbres, que en todo momento nuestra manera de vivir me recuerda sus comedias; por muchas veces que lo lea, siempre descubro en él alguna belleza o alguna gracia nuevas. Los contemporáneos de Virgilio se quejaban de que algunos comparasen con Lucrecio al autor de la Eneida; también yo creo que es una comparación desigual, mas no la encuentro tan desacertada cuando me detengo en algún hermoso pasaje de Lucrecio. Si tal parangón les contrariaba, ¿qué hubieran dicho de los que hoy le comparan, torpe, estúpida y bárbaramente, con Ariosto, y qué pensaría el propio Ariosto?

 

Oh siglos sin gusto ni discernimiento!

(CATULO)

 

Me parece que los antiguos debieron lamentarse más de los que equipararon a Plauto y Terencio (este muestra bien su aire de nobleza), que de los que igualaron Lucrecio a Virgilio. Para juzgar del mérito de aquellos y conceder a Terencio la primacía, constituye una razón poderosa el que el padre de la oratoria romana pronunció con frecuencia su nombre como el único en su línea, y la sentencia que el juez más competente de los poetas latinos emitió sobre Plauto. Algunas veces he considerado que los que en nuestro tiempo escriben comedias, como los italianos, que son bastante diestros en el género, ingieren tres o cuatro argumentos, como los que forman la trama de las de Terencio o de Plauto, para componer una de las suyas; en una sola amontonan cinco o seis cuentos de Boccaccio. Y lo que les mueve a cuajarlas de peripecias es la desconfianza de poder sostener el interés con sus propios recursos; es preciso que dispongan de algo sólido en que apoyarlas, y no pudiendo extraerlo de su numen, quieren que los cuentos nos diviertan. Lo contrario acontece con Terencio, cuyas perfecciones y bellezas nos hacen olvidar sus argumentos; su delicadeza y coquetería nos detienen en todas las escenas; es un autor agradable en todos los conceptos,

 

Con tanta facilidad y pureza brota 

(HORACIO),

 

y llena de tal suerte nuestra alma con sus donaires, que nos hace olvidar los de la fábula. Esta consideración me lleva de un modo natural a las siguientes: los buenos poetas antiguos evitaron la afectación y lo rebuscado, no solo se alejaron de los fantásticos ditirambos españoles y petrarquistas, sino también de los ribetes mismos que constituyen el ornato de todas las obras poéticas de los siglos sucesivos. Así que ningún censor competente encuentra defectos en aquellas obras, como tampoco deja de admirar infinitamente más entre las de Catulo la pulidez, perpetua dulzura y florida belleza de sus epigramas, comparadas con los aguijones con que Marcial aguza los suyos.

 

Lo propio que dije ha poco confirma también Marcial cuando escribe:

 

No había menester de grandes esfuerzos; el asunto mismo suplía a la gracia.

(MARCIAL)

 

Los viejos poetas, sin conmoverse ni enfadarse, logran el efecto que buscan; sus obras son desbordantes de gracia, y para alcanzarla no necesitan violentarse. Los modernos han de menester socorros ajenos; a medida que el espíritu les falta necesitan mayor cuerpo; montan a caballo porque no son suficientemente fuertes para andar sobre sus piernas, del mismo modo que en nuestros bailes los hombres de baja extracción que ejercen el magisterio de la danza, como carecen del decoro y la apostura de la nobleza, pretenden destacarse dando peligrosos saltos y efectuando movimientos extravagantes a la manera de los acróbatas; las damas representan un papel más lucido cuando las danzas son más complicadas que en otras en que se limitan a marchar con toda naturalidad representando el porte ingenuo de su gracia ordinaria; he reparado también que los payasos que ejercen su profesión diestramente sacan todo el partido posible de su arte aun estando vestidos sencillamente, con la ropa de todos los días, mientras que los aprendices, cuya competencia es mucho menor, necesitan enharinarse la cara, disfrazarse y hacer multitud de muecas y gesticulaciones salvajes para movernos a risa. Mi opinión aparecerá más clara comparando la Eneida con el Orlando: en la primera se ve que el poeta se mantiene en las alturas con sostenido vuelo y un movimiento majestuoso, siguiendo derecho su camino; en el segundo, el autor revolotea y salta de cuento en cuento, como los pajarillos van de rama en rama, porque no confían en la resistencia de sus alas, avanzando en trayectos cortos, deteniéndose a cada paso porque temen que les falten el aliento y las fuerzas:

 

Solo intenta excursiones breves.

 (VIRGILIO)

 

He ahí, pues, los poetas que son más de mi agrado.

 

En cuanto a los autores en los que la enseñanza va unida al deleite, de los cuales aprendo a poner orden en mis ideas y en mi vida, los que más me placen son Plutarco, desde que Amyot lo trasladó a nuestra lengua, y el filósofo Séneca. Ambos tienen para mí la incomparable ventaja, que se acomoda maravillosamente con mi modo de ser, de verter la doctrina que en ellos busco de una manera fragmentaria, y por consiguiente no exigen lecturas dilatadas, de las que me siento incapaz: los opúscu los de Plutarco y las epístolas de Séneca constituyen la parte más hermosa de sus escritos al tiempo que la más provechosa. Para emprender tal lectura no he menester de un gran esfuerzo, y puedo abandonarla allí donde bien me place, pues ninguna dependencia ni enlace hay entre los capítulos de ambas obras. Estos dos autores coinciden en la mayor parte de sus apreciaciones e ideas útiles y verdaderas; la casualidad hizo que vieran la luz en el mismo siglo; uno y otro fueron preceptores de dos emperadores romanos, uno y otro nacieron en tierra extranjera, ambos fueron ricos y poderosos. La instrucción que procuran es la flor de la filosofía, que presentan de una manera sencilla y sabia. El estilo de Plutarco es uniforme y sostenido, el de Séneca culebrea y se diversifica, este ejecuta todos los esfuerzos posibles para procurar armas a la virtud contra la flaqueza, el temor y las inclinaciones viciosas. Plutarco parece no tener tan en cuenta el esfuerzo, es más indulgente, y profesa las apacibles ideas platónicas que se ajustan a la vida. Las de Séneca son estoicas o extraídas de Epicuro, y se apartan más del uso común, pero en cambio, a mi entender, son más ventajosas y sólidas, particularmente al aplicarlas. Se diría que Séneca transige algún tanto con la tiranía imperial, pues yo entiendo que si condena la causa de los generosos asesinos de César los condena violentando su espíritu. Plutarco se muestra enteramente libre en todo. Séneca abunda en matices; Plutarco en acontecimientos, hechos y anécdotas. El primero nos emociona y conmueve, el segundo nos procura mayor agrado y provecho. Plutarco nos guía, Séneca nos empuja.

 

Por lo que toca a Cicerón, lo que de él prefiero son las obras que tratan particularmente sobre moral. Pero decidido como estoy a confesar abiertamente la verdad, y puesto que se franqueó ya la barrera, y la timidez sería inoportuna, reconozco que su manera de escribir me parece pesada, lo mismo que cualquier otra que se le asemeje: sus prefacios, definiciones, divisiones y etimologías consumen la mayor parte de su obra, y la médula, lo que hay de vivo y provechoso, queda ahogado por aprestos tan dilatados. Si le leo durante una hora, lo cual es mucho para mí, y trato luego de recordar la sustancia que he sacado, casi siempre lo encuentro vano, pues al cabo de ese tiempo no he llegado aún a los argumentos pertinentes al asunto de que habla, ni a las razones que concretamente se refieren a las ideas que persigo. Para mí, que no trato de aumentar mi elocuencia, ni mi saber, sino mi prudencia, tales procedimientos, lógicos y aristotélicos, son inadecuados; yo quiero que se entre enseguida en materia, sin rodeos ni circunloquios; de sobra conozco lo que son la muerte o el placer, no necesito que nadie se detenga en anatomizarlos. Lo que yo busco son razones firmes y sólidas que me enseñen desde luego a sostener mi fortaleza, no sutilezas gramaticales; la ingeniosa contextura de palabras y argumentaciones para nada me sirve. Quiero razonamientos que descarguen, desde luego, sobre lo más difícil de la duda; los de Cicerón languidecen alrededor del asunto: son útiles para la discusión, el foro o el púlpito, donde nos queda el tiempo necesario para dormitar, y dar un cuarto de hora después de comenzada la oración con el hilo principal del discurso…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Michel de Montaigne. “Ensayos” ]

 

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