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ENSAYOS
Michel de Montaigne
CAPÍTULO X
(y segunda parte)
DE LOS LIBROS
(…) Así se habla a los jueces, cuya voluntad quiere ganarse con razón o sin ella a los niños y al vulgo, para quienes todo debe explanarse con objeto de ver lo que produce mayor efecto. No quiero yo que se gaste el tiempo en ganar mi atención, gritándome cincuenta veces: «Ahora escucha», a la manera de nuestros heraldos. En su religión los romanos decían hoc age, para significar lo que en la nuestra expresamos con el sursum corda; son para mí palabras inútiles, porque me encuentro preparado de antemano. No necesito salsa ni incentivo, puedo comer perfectamente la carne cruda, así que en lugar de despertarse mi apetito con semejantes preparativos, se me debilita e impacienta. La irrespetuosidad de nuestro tiempo consentirá acaso que declare, sacrílega y audazmente, que encuentro desanimados los diálogos de Platón, las ideas se ahogan en las palabras, y yo lamento el tiempo que desperdicia en interlocuciones dilatadas e inútiles un hombre que tenía tantas cosas mejores que decir. Mi ignorancia de su lengua me excusará si digo que no descubro ninguna belleza en su lenguaje. En general, me gustan más los libros en los que la ciencia se explica que los que teorizan. Plutarco, Séneca, Plinio y otros escritores análogos no echan mano del hoc age; tratan con lectores ya adiestrados, y si se sirven de los preparativos es porque tienen su propio valor. Leo también con placer las Cartas a Ático, no solo porque contienen una instrucción muy amplia de la historia y de las cosas de su tiempo, sino principalmente porque descubren sus inclinaciones privadas, pues me inspira curiosidad singular, como he dicho en otra parte, el conocimiento del espíritu y los juicios ingenuos de mis autores. Puede formarse idea del mérito de los mismos, mas no de sus costumbres ni de sus personas, por el aparato fastuoso de sus escritos, que exploran el mundo. Mil veces he lamentado la pérdida del libro que Bruto compuso sobre la virtud, porque procura placer tener conocimiento de la teoría de aquellos que con tanta maravilla se condujeron en la práctica. Y porque difieren esencialmente el predicar del obrar, así gusto de Bruto en las biografías de Plutarco; me agradaría más saber a ciencia cierta la conversación que sostuvo en su tienda de campaña con sus amigos íntimos, la víspera de una batalla, que lo que al día siguiente decía a sus soldados; saber más sobre las ocupaciones que llenaban su tiempo en su gabinete que lo que hacía en la plaza pública y en el Senado. Respecto a Cicerón, participo de la opinión general; creo que, aparte de la ciencia, no había demasiada excelencia en su alma; era buen ciudadano, de naturaleza bonachona, como en general suelen serlo los hombres gordos y alegres que como él son de palabra fácil; mas la blandura y vanidad ambiciosa estaban demasiado presentes en su carácter. No es posible excusarle de haber considerado sus poesías dignas de ver la luz pública, pues si bien no constituye delito el escribir malos versos, lo es el no haber sabido vislumbrar cuán indignos eran los suyos de la gloria de su nombre. En cuanto a su elocuencia, entiendo que no hay quien pueda comparársele, y creo que nadie jamás llegará a igualarle en el futuro. El joven Cicerón, que solo en el nombre se asemejó a su padre, al encontrarse en Asia, congregó una vez en su mesa a algunos extranjeros, entre los cuales se hallaba Cestio, colocado en un extremo, como suelen deslizarse a veces los intrusos en los banquetes de los grandes. El anfitrión preguntó quién era a uno de sus criados, el cual le dijo su nombre; mas como Cicerón estaba distraído y no parara mientes en la respuesta, insistió de nuevo en la pregunta dos o tres veces; entonces, el sirviente, por no contestar siempre con palabras idénticas, y con objeto de dar a conocer a Cestio por alguna particularidad, añadió: «Es la persona de quien se os ha dicho que no hace gran caso de la elocuencia de vuestro padre comparada con la suya». Molestado súbitamente el joven Cicerón, ordenó que cogieran al pobre Cestio, e hizo que le azotaran en su presencia. ¡Huésped descortés, en verdad! Entre los mismos que juzgaron incomparable la elocuencia del orador romano, hubo alguno que no dejó de encontrarle también defectos. Bruto, su amigo, decía que era una elocuencia desquiciada y derrengada: fractam et elumbem. Los oradores posteriores a Cicerón reprendieron en él la cadencia extremada y mesurada del final de sus períodos, e hicieron notar las palabras esse videatur, que con tanta frecuencia empleaba. Yo prefiero una cadencia más rápida, cortada en yambos. Alguna vez adopta un hablar más rudo, pero en sus discursos menudean más los párrafos medidos, simétricos y rítmicos. En uno de ellos recuerdo haber leído: «Por lo que a mí toca, preferiría ser durante menos tiempo viejo que decaer antes de que la ancianidad sea llegada».
Los historiadores son mi fuerte. Son gratos y placenteros, y en ellos se encuentra la pintura del hombre, cuyo conocimiento busco siempre; tal diseño es más vivo y más cabal en aquellos que en ninguna otra clase de libros; en los historiadores se encuentra la verdad y variedad de las condiciones internas de la personalidad humana, en conjunto y en detalle; la diversidad de sus empresas y los accidentes que las amenazan. Así que, entre los que escriben las vidas de personajes célebres, prefiero los que se detienen más en las consideraciones que en la relación de los sucesos, más en lo que deriva del espíritu que en lo que en el exterior acontece; por eso Plutarco es en todos los aspectos mi autor favorito. Lamento que no tengamos una docena de Laercios, o al menos que el que tenemos no sea más extenso y más explícito; pues me interesa por igual la vida de los que fueron grandes preceptores del mundo como también el conocimiento de la diversidad de sus opiniones y el de sus caprichos. En cuanto a obras históricas, deben hojearse todas sin distinción; deben leerse toda suerte de autores, así los antiguos como los modernos, los franceses como los que no lo son, para tener idea de los diversos asuntos de que tratan. Julio César me parece que merece singularmente ser digno de estudio, y no ya solo en concepto de historiador, sino también como hombre; tan grandes son su excelencia y perfección, cualidades en que sobrepasa a todos los demás, aunque Salustio sea también autor de gran mérito. Yo leo a César con reverencia y respeto mayores de los que generalmente se emplean en las obras humanas; ya lo considero en sí mismo, en sus acciones y en lo milagroso de su grandeza; ya reparo en la pureza y pulidez inimitable de su lenguaje, en que sobrepasó no solo a todos los historiadores, como Cicerón dice, sino, a trechos, al propio Cicerón; habla de sus enemigos con sinceridad tal que, salvo las falsas apariencias con que pretende revestir la causa que defiende y su ambición pestilente, entiendo que puede reprochársele el que no habla más de sí mismo: tan innumerables hazañas no pudieron ser realizadas por él de no haber sido más grande de lo que realmente se nos muestra en su libro.
Entre los historiadores prefiero los que son muy sencillos o los maestros de su arte. Los primeros, que no ponen nada suyo en los sucesos que historian y emplean toda su diligencia en recoger todo lo que llegó a su noticia, registrando a la buena de Dios todo cuanto pueden, sin elaboración ni deliberación, dejando nuestro juicio en libertad cabal para el conocimiento de la verdad; como, por ejemplo, el buen Froissard, que avanzó en su empresa de manera tan franca e ingenua que, cuando incurre en un error, no tiene inconveniente en reconocerlo y corregirlo en cuanto ha sido advertido; Froissard nos muestra la multiplicidad misma de los rumores que corrían sobre un mismo suceso y las diversas relaciones que se hacían; compuso la historia sin adornos ni formas rebuscadas, y en sus crónicas cada cual puede sacar tanto provecho como entendimiento tenga. Los maestros en el género poseen la habilidad de escoger lo que es digno de ser conocido; aciertan a elegir el más verosímil entre dos testimonios; dominan la condición y el temperamento de los príncipes, deducen máximas, atribuyéndoles palabras adecuadas, y proceden acertadamente al escribir con autoridad y acomodar nuestras ideas a las suyas, lo cual, la verdad sea dicha, está en la mano de bien pocos. Los historiadores medianos, que son los más abundantes, todo lo estropean y malbaratan; quieren servirnos los trozos mascados, se permiten emitir juicios, y por consiguiente inclinar la historia a su capricho, pues tan pronto como la razón se inclina de un lado ya no hay medio hábil de enderezarla del otro; se permiten además escoger los sucesos dignos de ser conocidos y nos ocultan con sobrada frecuencia tal frase o tal acción privada, que sería más interesante para nosotros; omiten como cosas inverosímiles o increíbles todo lo que no entienden, y acaso también todo lo que no saben expresar en buen latín o en buen francés. Lícito es que nos muestren su elocuencia y su discurso y que juzguen a su manera, pero también lo es el que nos consientan juzgar luego lo que ellos han hecho, y mucho más aún el que no alteren nada ni nos dispensen de nada, por sus acortamientos y selecciones, de la materia que tratan; deben mostrárnosla pura y entera bajo todos sus aspectos.
Generalmente se elige para desempeñar esta tarea, sobre todo en nuestra época, a personas vulgares, por la única razón de que son atinadas en el bien hablar, como si en la historia buscáramos el aprendizaje de la gramática. Y siendo esa la causa que les puso la pluma en la mano, no teniendo más armas que la charla, hacen bien en no procurarse de otra cosa. Así, a fuerza de frases armoniosas nos sirven una tarrina preparada con los rumores que recogen en las callejuelas de las ciudades. Las únicas historias excelentes son las que fueron compuestas por los mismos que gobernaron los negocios, o que tomaron parte en la dirección. Así son casi todas las historias griegas y romanas, pues como fueron escritas por muchos testigos oculares (la grandeza y el saber se encontraban comúnmente juntos en aquella época), si en ellos hay errores, es en las cosas muy dudosas o secundarias.
¿Qué luces pueden esperarse de un médico que habla de la guerra o de un escolar que diserta sobre los designios de un príncipe? Si queremos convencernos del celo con que los romanos buscaban la exactitud en las obras históricas, bastará citar este ejemplo: Asinio Polión encontraba algún error en las obras de César, y lo achacaba a que le había inducido la circunstancia de no haberle sido dable esparcir por igual la mirada por todos los lugares que ocupó su ejército, y el haber tomado como artículo de fe las comunicaciones que recibía de sucesos a veces no del todo demostrados, o también por no haber sido exactamente informado por sus lugartenientes de los asuntos que habían dirigido en su ausencia. De aquí puede concluirse si la investigación de la verdad es cosa delicada, puesto que la relación de un combate no se puede encomendar a la ciencia de quien lo dirigió, ni a los soldados mismos el dar cuenta de lo que aconteció cerca de ellos, igual que si en una información judicial no se confrontan los testimonios, y si no se escuchan las objeciones cuando se trata de probar hasta los menores detalles de cada suceso. El conocimiento que de nuestros negocios tenemos no es tan fundamental; pero todo esto ha sido ya suficientemente tratado por Bodin y conforme a mi manera de ver.
Para remediar algún tanto la traición de mi memoria y la falta de la misma, tan grande que más de una vez me ocurrió coger un libro en mis manos que había leído años antes y emborronado con mis notas, y considerarlo como nuevo, acostumbro desde hace algún tiempo a añadir al fin de cada obra (hablo de las que no leo más que una vez) la época en que terminé su lectura y el juicio que la misma me sugirió en conjunto, a fin de representarme siquiera la idea general que me formé de cada autor. Transcribiré aquí algunas de estas anotaciones.
He aquí lo que escribí hará unos diez años en mi ejemplar de Guicciardini (sea cual fuere la lengua que mis libros empleen, yo los hablo siempre en la mía): «Es un historiador diligente, a mi entender, nos ayuda a conocer la verdad de los negocios de su época, con tanta exactitud como cualquier otro, puesto que en la mayor parte de ellos desempeñó un papel y un papel honorífico. En él no se ve ninguna muestra de que por odio, favor o vanidad, haya disfrazado los sucesos. Le acreditan los juicios libres que emite sobre los grandes, principalmente sobre las personas que le ayudaron a alcanzar los cargos que desempeñó, como el papa Clemente VII. Por lo que toca a la parte de su obra de que parecen prevalecer, que son sus digresiones y discursos, los hay buenos y enriquecidos con hermosos rasgos, pero en ellos se complació demasiado; pues por no haber querido dejarse nada en el tintero, como trataba un asunto tan amplio, tan rico, casi infinito, en ocasiones su estilo es descosido y denuncia la cháchara escolástica. He advertido también que entre tantas almas y acciones como juzga, entre tantos acontecimientos y pareceres, ni siquiera uno solo achaca a la virtud, a la religión y a la conciencia, como si estas prendas estuvieran en el mundo enteramente extintas. De todas las acciones, por hermosas que sean por sí mismas, achaca la causa a alguna viciosa coyuntura, o a algún interés bajo y puramente material. Es imposible imaginar que entre el infinito número de sucesos que juzga no haya habido alguno que emane de la moralidad y de la hombría de bien. Por general que sea la corrupción de una época, alguien escapa siempre del contagio. Aquel criterio permanente me hace temer que haya emanado solo de la naturaleza del historiador. Acaso haya juzgado a los demás conforme a sus peculiares y genuinos sentimientos».
En mi Philippe de Comines se lee lo que sigue: «Encontraréis en esta obra lenguaje dulce y grato, de sencillez ingenua; la narración es pura y en ella resplandece la buena fe del autor; exento de toda vanidad cuando habla de sí mismo y de afección y envidia cuando habla de los demás. Sus discursos y exhortaciones van acompañados más bien de celo y de verdad que de alarde de saber. En todas sus páginas la gravedad y autoridad muestran al hombre mecido en buena cuna y educado en el gobierno de los negocios importantes».
En las Memorias del señor du Bellay escribí: «Es siempre grato ver las cosas relatadas por aquellos que por experiencia vieron cómo es preciso manejarlas; mas es evidente que en estos dos autores se descubre una falta grande de franqueza y no toda la libertad que fuera de desear, como la que brilla en los antiguos cronistas, en Joinville, por ejemplo, amigo de san Luis; Eginard, canciller de Carlomagno, y de fecha más reciente, en Philippe de Comines. Estas memorias son más bien una requisitoria en favor del rey Francisco contra el emperador Carlos V, que una obra histórica. No quiero creer que hayan alterado nada de los hechos principales, pero sí que modelaron el juicio de los sucesos con sobrada frecuencia, y a veces sin fundamento, en ventaja nuestra, omitiendo cuanto pudiera haber de escabroso en la vida del adversario del emperador. Lo prueba el olvido en que dejaron las maquinaciones de los señores de Montmorency y de Brion, y el nombre de la señora de Étampes, que ni siquiera figura para nada en el libro. Pueden ocultarse las acciones secretas, pero callar lo que todo el mundo sabe, y sobre todo aquellos hechos que produjeron efectos de trascendencia pública, es una falta imperdonable. En conclusión, para conocer por entero al rey Francisco y los hechos acontecidos en su tiempo, hay que buscar otras fuentes si quiere creerse mi dictamen. El provecho que de aquí puede sacarse reside en la relación de las batallas y expediciones guerreras en que los Du Bellay tomaron parte, en algunas frases y acciones privadas de los príncipes de la época, y en los asuntos y negociaciones despachados por el señor de Langeay, donde se encuentran muchas cosas dignas de ser sabidas y reflexiones nada vulgares».
[ Fragmento de: Michel de Montaigne. “Ensayos” ]
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