jueves, 16 de marzo de 2023

8 /  ASÍ COMIENZA…

 

JULIO CÉSAR. UN DICTADOR DEMOCRÁTICO

Luciano Canfora

 

 

 

PREFACIO

 

«Escribiendo el libro de César debo estar atento a no creer ni siquiera por un instante que las cosas tuvieron que suceder por fuerza como han sucedido», anotaba Brecht en su Diario de trabajo. En las líneas sucesivas, la nota adquiere un cariz divagador, restando en parte fuerza al pensamiento inicial. Brecht se enreda en vanas reflexiones sobre la inevitabilidad del antiguo régimen esclavista. Pero poco después el pensamiento más elevado vuelve a asomarse en forma de polémica hacia el optimista y al fin arbitrario «ir en busca de las causas de todo lo que ha sucedido», de la que se deriva la crítica mordaz a las expresiones impersonales, tan frecuentes en la historiografía («se hacía esto o aquello por tal razón»), que desemboca en la pregunta que todo historiador debería formularse: «¿Pero quién es este se?»

 

Los acontecimientos que constituyen la materia de este libro se prestan más que ningún otro a tal reserva antideterminista: se trata de hechos políticos y militares para los cuales fue posible, a cada paso, la eventualidad de que se dieran unos resultados opuestos respecto a los que efectivamente se dieron. Como demuestra, por ejemplo, ateniéndonos sólo a la última fase, la extraordinaria vitalidad de la parte anticesariana en la guerra civil: para debilitarla se necesitaron años de lucha encarnizada, sin escrúpulos, sangrienta y, lo que es más, nunca definitiva.

 

 

1.

¿Fue su sombra el mundo entero?

 

Un poema de Jorge Luis Borges encierra en pocas líneas, claramente inspiradas en el Julio César de Shakespeare, la visión «providencialista» en torno al caso de César y a su significado. «Aquí lo que dejaron los puñales. / Aquí la pobre cosa, un hombre muerto / que se llamaba César»: reiteración clara al inicio de las primeras palabras que Antonio pronuncia en el drama shakespeariano, en presencia del cadáver:

 

«¡Oh poderoso César! ” ¿Yaces tú tan bajo? ¿Todas tus conquistas, tus glorias, los triunfos, los botines, se han reducido a tan pequeña medida?»

 

Pero en la conclusión de la breve poesía vemos que surge «el otro César»:

 

«el que vendrá, cuya gran sombra será el mundo entero».

 

La premisa es clara: César es visto aquí como uno de aquellos hombres cuya obra deja «vasta huella», de cuyas acciones se han derivado transformaciones históricas. En el caso de César, la romanización de la Europa céltica y el nacimiento de la monarquía universal destinada a una larga fortuna. Hombres de esta clase son vistos como «instrumentos» de la historia. Y justamente, por haber dado lugar a transformaciones necesarias, a mutaciones que debían producirse por una especie de «madurez de los tiempos», los resultados de sus acciones y sus éxitos acaban siendo considerados como inscritos en una inmanente «lógica» de la historia.

 

Ahora bien, la advertencia que Brecht se hacía a sí mismo, apuntada en su Diario de trabajo, ataca en su raíz precisamente este tipo de certeza, esta «fe» en la coincidencia «providencialista» entre aquella «pobre cosa» que los enemigos han apuñalado y «el otro [César] cuya sombra será el mundo entero»: resultado proyectado sobre un futuro lejanísimo, pero sentido ya todo in nuce en la obra de aquel audaz y desafortunado cabecilla.

 

En cada momento, y sobre todo en los decisivos, la acción política y militar de César estuvo expuesta a los resultados más diversos. Corrió el riesgo, una y otra vez, de perderlo todo, especialmente en el curso del interminable conflicto que concluyó con su muerte violenta. Al final naufragó en la acción más espectacular, si bien no del todo imprevista: la conjuración de los suyos. Y sin embargo, ha conservado un prestigio póstumo inagotable y una fuerza sugestiva de larguísima duración, que hace, incluso de su nombre, un arquetipo. ¿Esto ha sucedido únicamente gracias a la sabia gestión que de su figura hizo Octaviano, el que después sería Augusto, su hijo y heredero? Octaviano lo «rediseñó» para declararse posteriormente su «heredero» durante una larga fase de su carrera, pero luego había dejado que se fuese esfumando cada vez más hacia el fondo, engastándolo en la fórmula, gratificante sobre todo para «el hijo», Divi filius. Esto complica el trabajo del historiador, que debe distinguir entre el César «en cuanto tal» y el de la tradición filtrada por Octaviano, el cual influyó no sólo en la historiografía contemporánea sino, sobre todo, en la determinación de una línea triunfante que asumía, para bien o para mal, a César como punto de partida.

 

Deberíamos considerar una suerte que aquel hombre nos haya dejado su propia narración de los actos políticos y militares que llevó a cabo en la década central de su actividad pública (58-48 a.C.); por otra parte, ésta constituye también la más auténtica idea de sí mismo que «aquel muerto que se llamaba César» quiso dejar. Y sabemos lo arriesgado que es, además de tentador, proclamar lo que un personaje histórico fue más allá de lo que quiso ser o, sobre todo, de aquello que dijo que había sido.

 

La solución está, pues, en la narración. La narración de una carrera totalmente orientada a superar la res publica, el sistema tradicional del Estado romano. Dicha narración, sin embargo, sólo puede ser reconstruida en parte porque está manipulada desde el origen. El mismo César, con la operación de los Commentarii ha iniciado tal proceso de manipulación. La búsqueda de un nexo entre las ambiciones y la carrera de un líder y el «rol histórico» que ha desempeñado en la liquidación de la antigua res publica contrasta con la reiterada reivindicación, por parte del protagonista, de su papel de infatigable defensor de las reglas y los derechos del sistema tradicional. Pero desconfiar sistemáticamente de aquella autorrepresentación nos expone continuamente a caer en el teleologismo, es decir, en una especie de metafísica de la historia.

 

 

2.

El César de los príncipes

 

No podemos dejar de lado, sin embargo, la larga tradición historiográfica y el César al que ésta ha dado vida. El que, por ejemplo, la noción, siempre vital y siempre ambigua, de «cesarismo» se repita a través de los siglos como noción clasificadora de una tipología del poder significa que hay que tomar en consideración, porque él mismo se ha convertido en un hecho, el César que la tradición ha construido. Pero ¿a qué tradición nos referimos? Por un lado a la de los soberanos, tendentes a identificarse con aquel modelo, y, por otro, a una línea interpretativa muy crítica que podemos definir con la fórmula del «pesimismo republicano» que usaba Ronal Syme.

 

Un breve panorama del interés de los soberanos por el arquetipo cesariano nos llega de uno de ellos. Se encuentra en la nota editorial que Napoleón III hizo poner al principio del segundo tomo de su incompleta y muy doctamente elaborada Histoire de Jules César (1866). Afirma el editor, de acuerdo obviamente con el emperador, que «no deja de ser interesante al publicar el segundo volumen de la Historia de César escrita por el emperador, recordar los nombres de los soberanos y de los príncipes que se ocuparon del mismo argumento». Y cita algunos nombres que merecen ser recordados, dada su importancia. Carlos VIII, que «mostró un aprecio muy especial por los Commentarii de César», de tal modo que indujo al monje Robert Gaguin a ofrecerle una tradución de los Commentarii de la guerra gálica (1480). Carlos V, con el que estamos en deuda por el ejemplar de los Commentarii «repleto en los márgenes de observaciones de su propia mano», y cuyo interés por los aspectos estratégicos del relato cesariano era tal que llegó a enviar a Francia una comisión científica con el objetivo de estudiar la topografía de las campañas gálicas, de la que resultó una exquisita publicación del impresor Giacomo Strada (1575), con alrededor de cuarenta mapas, uno de ellos relativo al asedio de Alesia. Por su parte, el sultán turco Solimán II, contemporáneo y émulo de Carlos V, mandó buscar y recoger por toda Europa el mayor número de ejemplares de los Commentarii cesarianos y los hizo cotejar, naciendo así una traducción en lengua turca que el sultán utilizaba en sus lecturas cotidianas. Enrique IV y Luis XIII tradujeron respectivamente los dos primeros y los dos últimos Commentarii (la edición que recoge ambas traducciones aparece «au Louvre», es decir, en la imprenta real, en 1630). Luis XIV (el cual ciertamente no se cansó demasiado) tradujo de nuevo el primer comentario, ya traducido por Enrique IV e hizo preparar, cuando estaba aún bajo la tutela de Mazarino, una suntuosa edición ilustrada (1651). Llegamos así al gran Condé, el cual había estudiado muy seriamente las campañas cesarianas, y que impulsó a Perrot d’Ablancourt a hacer una traducción completa de los Commentarii, que durante el siglo XVIII fue la más renombrada y difundida. La serie se concluye, tras una alusión a una obra biográfica de Cristina de Suecia sobre César y a un mapa de las campañas gálicas de Felipe de Orleans, con el verdadero antecedente del impresionante trabajo de Napoleón III: el Précis des guerres de César, que el primer Napoleón, en Santa Elena, había dictado a principios de 1819 al conde Marchand, y que éste publicó en París en 1836.

 

 

3.

El César de Bonaparte

 

En Bonaparte se da un verdadero proceso de autoidentificación. El fiel Las Cases, en el Mémorial de Sainte-Hélène, registra reflexiones analógicas que provienen con toda probabilidad del emperador: «Se constata que Napoleón ha afrontado 60 batallas, César 50.» Y al conde Marchand el emperador le confía una predicción: «mi muerte será señalada como la de César» (con alusión al paso del cometa en el momento del fallecimiento). Hablando con Las Cases, el emperador reivindica el haber proyectado también él, al igual que César, el saneamiento de los pantanos Pontinos. E incluso el barón de Pommereul llegaba a subvertir la axiología comparativa sentenciando en las Campagnes du général Bonaparte en Italie (1797): «¡comparado con Bonaparte, César es un simple aspirante a la gloria militar!».

 

Para Napoleón, no se trata solamente, como ocurría con los soberanos que lo habían precedido en el «culto de César», de asumir un modelo de soberanía. Se trata también de percibir muy claramente la relación privilegiada establecida por César con el «pueblo»: le peuple es un término muy en boga en los años de la Revolución (L’ami du peuple es el periódico de Marat); con él se designa a aquella parte políticamente activa de las capas sociales más bajas que hace efectivamente política y ejerce una presión sobre los poderes constituidos, influenciando en ellos. Recordemos tan sólo algunas apariciones sintomáticas de peuple que nos ayuden a comprender qué quería decir cuando empleaba este término: en enero del 49 a.C., Pompeyo habría podido hacerse fuerte en Roma para afrontar el ataque de César «pero le peuple estaba contra él» ; «le peuple tenía una irresistible inclinación en favor de César» ; «cuando César, siendo muy joven, pronunció una oración fúnebre por Julia, hermana de su padre y esposa de Cayo Mario, le peuple acogió con entusiasmo el retorno en una ceremonia pública de las imágenes que representaban a Mario» . Utiliza peuple con el mismo valor que Suetonio usa plebs en ciertos fragmentos de la Vida de César: es la masa de maniobra, pero también el grupo social de presión que ha tenido un papel protagonista en los conflictos civiles. Napoleón desvela un dato sustancial: identifica una «formación primaria» respecto a la cual César se permitió todo tipo de tácticas para prevalecer sobre sus adversarios, pero que no perdió nunca de vista. Con razón achaca a ciertas concesiones a la aristocracia, tras la victoria en la guerra civil, la causa de las «murmuraciones del parti populaire y del ejército» contra él. Se centra con eficacia sobre un punto que le interesa mucho, por sentirlo como pertinente a su propio caso: la «legitimidad» del poder personal de César que continúa siendo líder del «pueblo» aun en la nueva posición monocrática («dictador perpetuo»). Y elabora, frente a la decadencia y desnaturalización del Senado, dada la gran presencia de veteranos en Italia «attendant tout de la grandeur de quelques hommes et rien de la république», la teoría de la «persona de César como garantía de la supremacía romana» y de la «seguridad de los ciudadanos de todos los partidos».

La insistencia con la que descalifica como invenciones panfletarias las noticias de las fuentes acerca de la aspiración al título de rey por parte de César es un indicio ulterior de su identificación con el personaje. Dictador vitalicio («dictateur perpétuel»), no rey; y en cuanto tal, garante de la supremacía romana y de la seguridad de todos.

 

No ha de sorprendernos esta autoidentificación (la campaña de Italia sería para él lo que fue la campaña de las Galias para César: una preparación a los enfrentamientos decisivos y de mayor consideración). En las «escuelas de guerra», los Commentarii de César eran libros de estudio; una página como la del Précis, en la que Napoleón discute seriamente, y con buen conocimiento de causa, las dificultades logísticas sobre qué determinado tipo de ataque habría sido preferible contra los partos y qué vías habría que seguir, parece una «ejercitación» de una escuela de formación militar.

 

 

4.

Y el de los «republicanos»

 

En las antípodas de esta interpretación del primer Bonaparte, que parece querer sugerir (pro domo sua) que el único modo para evitar desvirtuar una política popular sería ancorarla en un fuerte poder personal necesariamente interclasista, se sitúa la interpretación inspirada en el que podríamos definir sumariamente como «pesimismo republicano». Ésta ha tenido muchos representantes en nuestro siglo, incluso insignes. Las páginas de Syme (Rivoluzione romana) o de Gelzer (por ejemplo en su César, pero también en muchos otros escritos menos conocidos) son testimonios elocuentes de tal orientación: cuyo focus está en la equiparación de los líderes tardo-republicanos y en la reducción a puro organismo propagandístico de sus palabras y de sus «programas». Paradójicamente, esta posición se asemeja —al menos en un punto esencial— en los resultados, aunque difiera en las premisas, a la tendencia que podríamos definir «marxista-leninista» (que ha tenido sus mayores exponentes en la historiografía soviética, pero que aflora también en algunas frases de la página brechtiana de la que hemos hablado): también esta visión tiende, por sus propias razones, a «reducir distancias» entre los jefes que luchan por la supremacía. Aquellos cabecillas, aun estando enfrentados entre ellos, son considerados, en su conjunto, corresponsables de una conducta política común, orientada a preservar el régimen esclavista. Enfrentados entre ellos, pero, respecto a aquella discriminación fundamental, todos en el mismo lado de la barricada. Una frase de Brecht alude de pasada a una cuestión que parece resquebrajar este esquema: allí donde Brecht habla de «pésima política democrática», por causa, precisamente, de la esclavitud. Es una simple alusión que podría remitir a mayores articulaciones del escenario.

 

Es esquemática, sin duda, la visión tendente al «pesimismo republicano». Con razón Arnaldo Momigliano, que ha emigrado recientemente a Inglaterra, al vacío, aunque aparentemente concurridísimo, universo «prosopográfico», objetó que estos hombres, cuyas acciones nos han sido dadas a conocer tan prolijamente por lo que se refiere al periodo de la guerra civil, no fueron sólo unos predestinados a quedar fichados en la enciclopedia Pauly-Wissowa, sino que eran clases, grupos sociales en lucha, proletariado urbano, nobilitas, vieja aristocracia, etc.

 

En el «pesimismo republicano» predomina, como es obvio, el tono moralista. El mismo principado, para Gibbon, es «esclavitud». Para él, como posteriormente para Syme, Cremucio, Trasea, etc., «mártires de la libertad» bajo el principado, son «los últimos verdaderos romanos». «La educación de Elvidio [Prisco] y Trasea, de Tácito y Plinio, fue la misma que la de Cicerón y Catón. De la filosofía griega, éstos habían asimilado las nociones más justas y liberales sobre la dignidad de la naturaleza humana y sobre el origen de la sociedad civil. La historia de su patria les había enseñado a venerar una República libre, virtuosa y triunfante, a aborrecer los criminales éxitos de César y Augusto, y a despreciar íntimamente (inwardly) a «aquellos tiranos que adoraban con la más vil adulación.» Este tono, apreciable en Gibbon, resulta anacrónico en Syme.

 

La transformación del ejercicio del poder en la antigua República estuvo orientada, al menos durante un par de siglos, si bien con excepciones clamorosas, mucho más en la dirección de un principado continuista respecto a la antigua ciudad-Estado y a sus formas políticas, que no hacia una monarquía helenísticomilitar (para la que el mundo griego había ofrecido desde hacía tiempo, con Alejandro, un modelo ideológico y carismático). En equilibrio entre estos dos modelos está César, al que no haríamos justicia si redujésemos sus intenciones a la obstinada voluntad de regular las cuentas con amigos y enemigos personales, documentada en los Commentarii, sobre todo en los de la guerra civil. Afortunadamente, la tradición subsistente ha conservado, gracias a Suetonio, fragmentos de información provenientes del entourage cesariano e, indirectamente, del propio César, al que se descubre, por así decirlo, fuera del esfuerzo de autorrepresentación de los Commentarii e iluminado por la fuerza y la eficacia de una documentación original a la que seguramente nadie, después de Suetonio, se ha acercado con intenciones historiográficas.

 

Es a través de esta tradición insidiosa por la que se moverá nuestro relato. César ha electrizado a sus historiadores a una distancia de milenios. Ha inducido a mentes lúcidas y de gran experiencia a hablar de él como del inefable. «En esto se halla la dificultad, se podría decir la imposibilidad, de hacer una exacta descripción de César», escribió de él Theodor Mommsen. «Así como el pintor puede pintarlo todo, salvo la belleza perfecta, también el historiógrafo que encuentra una sola vez cada mil años la perfección, sólo puede guardar silencio.»

Semejante actitud extasiada es nociva para el historiador. Pero en sí es significativo que uno de los máximos historiadores del siglo XIX haya sido seducido hasta tal punto por la fascinación de su personaje. Para nosotros, sus sucesores, esto nos hace aún más ardua la tarea.

 

 

 

[ Fragmento de: Luciano Canfora. “Julio César. Un dictador democrático” ]

 

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