miércoles, 8 de marzo de 2023

 

7 /  ASÍ COMIENZA…

 

 

EREWHON, o al otro lado de las montañas

Samuel Butler

 

 


Capítulo 1

 

 

Páramos

 

Con perdón del lector no voy a revelar mis antecedentes ni las circunstancias que me condujeron a abandonar mi tierra natal. El relato sería, de todas formas, tedioso para él y doloroso para mí. Baste decir que cuando abandoné mi hogar lo hice con intención de ir a una nueva colonia y encontrar, o quizás adquirir, tierras de la corona apropiadas para la crianza de ovejas y vacas, pensando que de tal forma mejoraría mi forma de vida más rápidamente que en Inglaterra.

 

Como se verá, mis planes no tuvieron éxito y, aun habiendo encontrado cosas novedosas y extrañas, he sido incapaz de extraer beneficio pecuniario alguno.

 

No obstante creo haber hecho un descubrimiento que me otorgaría incontables beneficios y me aseguraría una prominencia tan solo comparable con la de quince o dieciséis personas desde la creación del Universo, si fuese yo el primero en aprovecharlo. A este efecto, debo reunir una considerable cantidad de dinero. Ignoro cómo recaudar esta cantidad, excepto si no es interesando al público en mi historia y persuadiendo a las almas caritativas a salir en mi ayuda. Con esta esperanza publico mis aventuras, pero lo hago con gran recelo, puesto que temo que se dude de mi narración a menos que desvele todos los detalles y aun así no me atrevo a hacerlo, no sea que otros con más medios que yo me saquen ventaja. Prefiero que se dude de mi palabra a que alguien se me adelante y por eso oculto mi destino al partir de Inglaterra, así como el lugar desde el que comenzaron las etapas más importantes y arduas.

 

Mi principal consuelo reside en el hecho de la que la verdad deja su propia impronta, y de que mi historia será convincente por sus muestras intrínsecas de veracidad. Por lo tanto, a ningún lector honrado le cabrán dudas respecto a la fidelidad de mi relato.

 

Llegué a mi destino en uno de los últimos meses de 1868, si bien no me atrevo a mencionar la estación, por si el lector pudiese deducir en qué hemisferio me encontraba. La colonia no llevaba abierta más de ocho o nueve años, ni siquiera para los colonos más osados. Previamente había estado desierta salvo por algunas tribus de salvajes que frecuentaban la costa. La parte conocida por los europeos consistía en un litoral de unas ochocientas millas de longitud (incluyendo tres o cuatro buenos puertos), y una extensión de terreno entre doscientas y trescientas millas; llegando a las faldas de una sierra excepcionalmente majestuosa que podía verse a lo lejos desde la planicie, cubierta de nieves perpetuas. La costa, tanto al norte como al sur de esta región que he aludido, era bien conocida si bien no había un solo puerto en quinientas millas a la redonda en ninguna de las dos direcciones y las montañas, que descendían casi hasta el mar, estaban cubiertas de espesos bosques de tal forma que a nadie se le ocurriría establecerse en ellas.

 

En esta bahía, sin embargo, la situación era diferente. Había puertos adecuados, y bosques no demasiado densos. El terreno era admirablemente apto para la agricultura, también contenía millones y millones de acres de las más bellas praderas del mundo, muy apropiadas para todo tipo de ganado ovino y vacuno. El clima era moderado y muy saludable, no había animales salvajes ni tampoco nativos peligrosos, siendo estos últimos poco numerosos y de disposición inteligente y amistosa.

 

Se entenderá que, no bien hubieron llegado los europeos al territorio, comenzaran a explotar sus recursos. Se introdujo ganado vacuno y ovino que se multiplicó con gran rapidez. Cada colono ocupaba terrenos de unos 50.000 o 100.000 acres, avanzando hacia el interior uno tras otro hasta que, en unos pocos años no había un solo acre libre entre el mar y la primera cordillera y los ranchos de ambos tipos de ganado estaban diseminados en intervalos de veinte o treinta millas a lo largo de todo el territorio. Las colinas iniciales detuvieron la marea de colonos por un breve plazo de tiempo. Se decía que había demasiada nieve en las cimas durante demasiados meses al año, que las ovejas se perderían al ser el terreno difícil para el pastoreo, que el coste de transportar la lana hasta los embarcaderos mermaría los beneficios de los granjeros y que el pasto era demasiado duro y amargo para que las ovejas medrasen. Sin embargo, uno tras otro, los colonos decidieron probar suerte y les fue maravillosamente bien. Se internaron más y más en las montañas y encontraron una considerable extensión de tierra tras la primera cordillera, entre ésta y otra más elevada aún (si bien no era ésta la más alta tampoco, aquella enorme cordillera nevada que se podía ver desde las llanuras). La segunda cordillera, sin embargo, parecía marcar el límite de las tierras de pastoreo y fue ahí, en un rancho pequeño recién establecido, donde me recibieron como peón y pronto me emplearon con regularidad. Contaba yo entonces apenas veintidós años de edad.

 

Me apasionaba el territorio, así como la vida en el campo. Mi tarea diaria era ascender a la cima de cierta colina y descender por una de sus crestas hasta la planicie para así asegurarme de que las ovejas no cruzaban los límites. Tenía que vigilarlas, no necesariamente de cerca; ni siquiera tenía que agruparlas en rebaños, tan sólo tenerlas a la vista aquí y allá para estar seguro de que todo iba bien. No era una tarea difícil puesto que no había más de ochocientas y, al ser todas ovejas de crianza, eran bastante tranquilas.

 

A algunas de ellas las reconocía, como a dos o tres ovejas negras y uno o dos corderos también negros. Otras tenían alguna marca distintiva por la cual podía diferenciarlas. Intentaba localizar a éstas y, si estaban todas y el grupo parecía lo suficientemente grande, podía dar por sentado que todo iba bien. Resulta sorprendente lo rápido que se acostumbra el ojo a no percibir la ausencia de unas veinte ovejas entre doscientas o trescientas. Disponía de un telescopio y un perro y también llevaba conmigo pan, carne y tabaco. Salía con las primeras luces y ya era de noche cuando terminaba mi ronda, puesto que la montaña que tenía que ascender era muy alta. Durante el invierno estaba todo cubierto de nieve y no había necesidad de vigilar a las ovejas desde lo alto. En caso de ver excrementos de oveja o huellas que llevasen al otro lado de la montaña (donde sólo había un valle con un arroyo, no más que un cul de sac) debía seguirlos y traer a las ovejas de vuelta, pero nunca vi ninguna. Siempre descendían por su lado de la montaña, en parte por la costumbre y en parte porque ahí había pastos dulces en abundancia que se habían quemado a principios de la primavera, justo antes de que yo llegase, y estaban ahora deliciosamente frescos y ricos, mientras que el pasto del otro lado no se había quemado jamás y era agrio y maloliente.

 

Era una vida monótona pero muy saludable y uno no se preocupa demasiado cuando se encuentra bien. El territorio era tan magnífico como quepa imaginar. Cuántas veces me habré sentado en la montaña y habré observado las ondulantes colinas con las dos cabañas como pequeñas motas en la distancia y la pequeña parcela de jardín de atrás, el redil con el verde brillante de la avena sobre las cabañas y abajo, en el llano, el establo; todo ello como si estuviera viéndolo por un telescopio del revés de tan brillante y claro que era el aire, o como sobre una maqueta colosal o un mapa extendido a mis pies. Al pie de las colinas se extendía la planicie hasta llegar a un río de gran tamaño, en cuya orilla opuesta se erguían otras elevadas montañas con la nieve del invierno sin derretir todavía. Corriente arriba, el río serpenteaba en forma de varios arroyos por un lecho de unas dos millas de anchura y se avistaba aquella gran cadena de montañas en la que yo vislumbraba un estrecho cañón por donde penetraba el río antes de perderse. Sabía que todavía había otra cordillera más adelante, sólo se atisbaba desde una posición cerca de la mismísima cima de mi montaña. Desde este punto veía, cuando no había nubes, una sola cumbre cubierta de nieve a muchas millas de distancia, pienso que de las más altas del mundo.

 

No olvidaré jamás la absoluta soledad de aquel paisaje: la pequeña granja a lo lejos (lo único que revelaba la presencia humana), la inmensidad de la montaña y la planicie, del río y del cielo; los maravillosos efectos atmosféricos (a veces montañas negras sobre el cielo blanco y después, tras el frío, montañas blancas contra el cielo negro) y lo mejor de todo, cuando a veces ascendía a mi montaña entre la niebla, por encima de la bruma, subía y subía y veía hacia abajo un mar blanco en el que asomaban innumerables cimas montañosas como si fuesen islas.

 

Mientras escribo vuelvo a aquel paisaje; imagino que puedo ver las colinas, las cabañas, la planicie y el lecho del río, ese torrente de desolación, con el distante rugido de sus aguas. ¡Maravilloso! ¡Qué maravilloso! Tan solitario y tan solemne, con las tristes nubes grises en el cielo y ni un solo sonido excepto algún cordero perdido que bala en la ladera como si se le estuviese rompiendo el corazoncito. Entonces aparece trotando una oveja vieja, marchita y delgada, de voz ronca y aspecto desagradable que regresa desde el pasto seductor. Primero examina un barranco, luego otro y después queda inmóvil, escuchando con la cabeza levantada para oír el lamento distante y obedecer la llamada. ¡Ahá! Ya se ven y corren el uno hacia la otra. Pero ¡ay!, ambos estaban equivocados. La oveja no es la madre del cordero, no son familia ni se tratan con cariño; se separan con frialdad. Deberán balar más alto y errar más lejos todavía. Esperemos que la suerte esté de su parte y que encuentren a los suyos a la caída de la noche. Pero divago y debo proceder.

 

No podía dejar de preguntarme qué habría río arriba, tras la segunda cordillera. No tenía dinero, pero si tan sólo pudiese encontrar tierras adecuadas, con algún capital prestado podría abastecerme y considerarme independizado. Es cierto que la cordillera era tan alta que cabían pocas posibilidades de abrir un camino adecuado para cruzarla. Pero nadie la había explorado todavía y es maravilloso el darse cuenta de que puede uno adentrarse (e incluso hacer un camino para caballos de carga) en todo tipo de lugares que a la distancia aparentan ser inaccesibles. El río era tan poderoso que debía drenar otro cauce, al menos eso pensaba yo, y aunque todo el mundo decía que sería una locura intentar llevar ovejas todavía más tierra adentro, yo sabía que hacía tan sólo tres años se había dicho lo mismo sobre el terreno que invadía ahora el rebaño de mi patrón. No podía sacarme estos pensamientos de la cabeza cuando descansaba en la ladera, me perseguían mientras hacía mi ronda diaria y se agrandaban en mi interior con el pasar de las horas hasta el momento en que decidí que, después del esquileo no aguantaría más, ensillaría mi caballo, tomaría tantos suministros como pudiese e intentaría atravesar las montañas.

 

Pero por encima de esos pensamientos estaba el de la gran cordillera. ¿Qué había detrás? ¡Ah, quién podría decirlo! Nadie en el mundo entero tenía la menor idea, excepto aquellos que se encontraban del otro lado, si es que había alguien. ¿Podía cruzarla? Sería esta la mayor hazaña que cabría esperar, pero no debía soñar con posibles glorias del futuro. De momento acometería la cordillera más cercana y comprobaría cuán lejos podía avanzar. Incluso si no encontrase terreno, ¿acaso no podría descubrir oro o diamantes o cobre o plata? A veces me tumbaba para beber de algún arroyo y podía ver pequeñas motas amarillas entre la arena ¿Sería oro? La gente decía que no, pero la gente siempre decía que no hay oro hasta que se encuentra en abundancia. Había gran cantidad de pizarra y granito, que siempre se encuentran junto al oro según tenía entendido, e incluso aunque aquí no se encontrara en cantidades rentables, podría ser abundante en la cordillera principal. Estos pensamientos me revoloteaban en cabeza y no podía desterrarlos…

 

 

 

[ Fragmento de: Samuel Butler. “Erewhon, o al otro lado de las montañas” ]

 

*

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario